14 DE JULIO
SAN
BUENAVENTURA
MISA
– In Medio
Epístola
– II Timoteo; IV, 1-8
Evangelio
– San Mateo; V, 13-19
TOMÁS Y BUENAVENTURA.
—- La pintura ha ilustrado la célebre visión en la cual Nuestra Señora presentó
a su Hijo a sus dos servidores Domingo y Francisco que tenían que devolverle la
humanidad, víctima de profunda corrupción. También ilustró el encuentro de los
dos santos echándose en los brazos el uno del otro y prometiéndose estar unidos
en la acción apostólica que ambos inauguraban casi al mismo tiempo. Dos de sus
hijos más insignes que deberían parecerse también por el resplandor de su
doctrina, e ir juntos en la admiración y el agradecimiento de la Santa Iglesia:
Tomás y Buenaventura, cuya obra intelectual tenía un solo fin, el de llevar a
los hombres por la ciencia y el amor a esta vida eterna, que consiste en
conocer al solo Dios verdadero y a Jesucristo que fué enviado. Los dos fueron
esas lámparas encendidas que iluminaron su siglo y caldearon las almas. Pero quiso
el Señor que sacase la Iglesia principalmente su luz de Santo Tomás y su
caridad inflamada de San Buenaventura. En el curso de la Cuaresma celebramos ya
al Doctor Angélico, hoy, en cambio, la Iglesia orienta nuestros corazones hacia
el Doctor Seráfico para tributarle nuestra alabanza y nuestra oración y recibir
la lección de su vida.
EL ESTUDIANTE. — Era muy joven aún,
cuando al salir de sus primeros años de vida religiosa, fué enviado a la
célebre Universidad de París, para estudiar en ella Teología. Entre aquella multitud
de estudiantes, con frecuencia pendencieros, y ligeros, conservó su alma tan
pura, tan sencilla y desasida, que su maestro Alejandro de Halés decía
admirado: "Se diría que no pecó Adán en él." Alejandro de Halés,
según expresión del Papa Alejandro IV parecía entonces que "encerraba en
sí la fuente viva del paraíso, de donde el río de la ciencia de la salvación se
desbordaba en rápidas olas a través de la tierra".
EL DOCTOR. — Bajo su dirección,
Buenaventura hacía maravillosos prodigios en la ciencia y en la santidad.
Estudia en primer lugar la Sagrada Escritura, copiando muchas veces de su propia
mano los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento; resume y analiza a los
Padres de la Iglesia y de tal modo ahonda en todas las ciencias sagradas que, a
pesar de las leyes de la Universidad, a los 27 años se le llama a ocupar una
cátedra. A la extrañeza que causó por su juventud, sucedió en seguida la
admiración. Investido de la herencia de Alejandro de Halés, a quien se llamaba
el "Doctor irreprochable, el Doctor de los Doctores", Buenaventura
podía decir de la Sabiduría divina: "Ella me enseñó todo; me enseñó la
justicia y las virtudes, las sutilezas del discurso y el nudo de los argumentos
más fuertes'". Tal es el objeto de los Comentarios sobre los cuatro libros
de las Sentencias que nos han conservado las lecciones de Buenaventura en esta cátedra
de la Sorbona, donde su palabra, amable, animada de un soplo divino, tenía
cautivas a las inteligencias más nobles. El joven maestro respondía ya a su
título predestinado de Doctor Seráfico, no viendo en la ciencia más que un
medio de amar más, y repitiendo sin cesar que la luz que ilumina a la inteligencia
resulta estéril y vana si no penetra en el corazón, donde únicamente descansa y
se agasaja a la Sabiduría . Nos dice también San Antonino que toda verdad que
percibía, se convertía en afectos, haciéndose por lo mismo oración y alabanza
divina. Su fin era, dice otro historiador, llegar al incendio del amor,
abrasarse él mismo en el foco divino e inflamar después a los demás.
Indiferente a las alabanzas, como a la fama, únicamente se preocupaba de ordenar
sus costumbres y su vida; quería arder en primer lugar y no sólo lucir; ser
fuego para de esa manera acercarse más a Dios, siendo más conforme al que es
fuego; sin embargo, como al fuego acompaña siempre la luz, así fué él, a la vez
una antorcha luciente en la casa de Dios; pero su título especial de alabanza
consiste en que toda la luz que pudo reunir, la convirtió en alimento de su
llama y de la caridad divina. Supo a qué atenerse con respecto a esta dirección
única de sus pensamientos cuando, al inaugurar su enseñanza pública, tuvo que
tomar un partido sobre la cuestión que dividía a la Escuela en lo tocante al
fin de la Teología: ciencia especulativa para unos y práctica a juicio de los otros,
según llamaba la atención a cada parte el carácter teórico o moral de las
nociones sobre que versa. Buenaventura buscando unir los dos sentimientos en el
principio, que a su parecer era la ley única y universal, concluía que "la
Teología es una ciencia afectiva, cuyo conocimiento procede por contemplación
especulativa, pero tiende principalmente a hacernos buenos". La Sabiduría
de la doctrina, en efecto, decía él, tiene que ser como lo indica su nombre':
sabrosa al alma.
EL SANTO. — Pero como lo advirtió
más tarde el Papa Sixto V, no sólo sobresalía por la fuerza del raciocinio, por
la facilidad de su enseñanza y la claridad de sus definiciones, sino que por encima
de todo prevalecía por una virtud enteramente divina para mover a las almas. A
la vez que iluminaba las inteligencias, predicaba a los corazones, y los
conquistaba al amor de Dios. Sus mismos amigos se admiraban, y Santo Tomás preguntándole
un día, en un arranque de admiración fraterna, en qué libro había podido beber esta
ciencia sagrada, Buenaventura, mostrándole su crucifijo, respondió
humildemente: "Esta es la fuente de donde yo saco todo lo que sé; estudio a
Jesús y a Jesús crucificado." Este es el secreto de la composición de toda
esta serie de admirables opúsculos, donde sin plan preconcebido, simplemente
para satisfacer los deseos de sus discípulos o para desahogar su alma, vemos
que Buenaventura trató de todo a la vez: de los primeros elementos de la
ascesis y de los escritos más elevados de la vida mística, con una plenitud,
una seguridad, una claridad, una fuerza divina de persuasión, que hacen decir al
Soberano Pontífice Sixto IV que parece que el Espíritu Santo habla por él'.
Escrito en la cumbre del Alverna, y como bajo la influencia más inmediata de
los Serafines del cielo, el Itinerario del alma a Dios arrebataba de tal modo al canciller
Gersón, que declaraba a "este opúsculo, o más bien, a esta obra inmensa,
por encima de la alabanza de una boca mortal; el Santo hubiese querido que
juntándole con el Breviloquium, maravilloso resumen de la ciencia sagrada,
se impusiese como manual indispensable a los teólogos . Y es que en efecto,
dice para la Orden Benedictina el Abad Tritemio, aquel que considera el
espíritu de amor divino que se echa de ver en Buenaventura reconocerá con facilidad
que está por encima de todos los doctores de su tiempo por la fuerza persuasiva
de sus obras. Buenaventura sobrepasa este mayor y menor número, porque en él la
ciencia origina la devoción y la devoción la ciencia. Si, pues, quieres ser
sabio y piadoso, vive como él Pero, más que su persona, Buenaventura nos revelará
con qué disposiciones conviene leerle para sacar fruto. Al comienzo de su Incendium
amoris, donde enseña el triple camino que conduce a la verdadera
sabiduría por la purificación, la iluminación y la unión, dice: "No ofrezco, este libro, a los filósofos, a los
sabios del mundo, a los grandes teólogos embebidos En cuestiones interminables;
sino a los sencillos, a los ignorantes que se preocupan más de amar a Dios que
de saber. No discutiendo sino obrando, es como se aprende a amar. Creo que no
comprenderán el contenido de este libro, esos hombres llenos de ideas propias,
superiores en todas las ciencias pero inferiores en el amor de Cristo. Al menos
que dejando a un lado la vana ostentación del saber se den con profundo
renunciamiento en la oración y meditación, a hacer resplandecer en ellos la
llama divina, que, calentando el corazón y disipando toda oscuridad, les guiará
por encima de las cosas temporales al trono de la paz. Porque por lo mismo que
saben más, son más aptos, o lo debían ser, para amar, si se desprecian a sí
mismos y tienen la alegría de ser despreciados por otros'".
MINISTRO GENERAL DE LOS FRAILES MENORES.—
San Buenaventura no debía permanecer mucho tiempo en la cátedra de la Sorbona.
A los 35 años fué elegido Ministro general de los Frailes Menores. Obligado a
abandonar la enseñanza de la escolástica, dejó la cátedra a un amigo joven, Fr.
Tomás de Aquino, cuya ciencia y santidad iban a ilustrar a la universidad de
París y a la Iglesia entera. San Francisco había muerto hacía 31 años. Había
puesto las bases de su Orden. La savia seráfica había brotado de su corazón,
pero su obra necesitaba ser organizada: esta fué la labor de San Buenaventura.
Sin abandonar el espíritu de San Francisco, se propuso coordinar todas las energías
y dar a la Orden su forma definitiva y las sabias y admirables Constituciones,
que habían de ser el armazón de este admirable edificio. Le vemos recorrer
todas las provincias de su Orden: está sucesivamente en París, en Narbona, en
Pisa y después de estos viajes agotadores, se retira a una celda del monte
Albernia, donde Francisco, recibió los sagrados estigmas. Escribe la vida de su
seráfico Padre para imbuir a todos sus hijos de su espíritu.
CARDENAL DE ALBANO. — Por la
profundidad de su ciencia, por la santidad de su vida, por la fuerza de su
palabra puso la Iglesia sus miradas en él. Cuando en Perusa el Papa Clemente IV
quiso nombrarle arzobispo de York, él se puso a sus pies y le suplicó que le
apartara de esta dignidad. Mas tuvo que ceder a las instancias de San Gregorio
X y acatar sus órdenes "que le nombraban cardenal y arzobispo de Albano y ordenaban
reunirse con el Papa humilde y sumisamente, sin réplica ni tardanza". Los
enviados del Papa portadores de este importante Mensaje, encontraron al santo
ocupado en lavar la vajilla. Partió para preparar el Concilio que debía
celebrarse en Lyon en 1274 y en esta ciudad, después de muchos trabajos y
discursos, entregó su hermosa alma a Dios a los 53 años de edad, cuatro años
después de la muerte de Santo Tomás.
VIDA —
Juan Fidanza nació en 1221 en Bagnera, villa situada entre Viterbo y Orbieto.
Enfermo de gravedad su madre, le llevó a San Francisco de Asís, que le tomó en
sus brazos, le bendijo, le acarició, le sanó y se le devolvió, diciéndole:
"Oh buena ventura". "Oh la buena ventura"; de aquí su
nombre. A los 17 años entró en los Frailes Menores, donde su fervor enfureció
al demonio que buscó ocasión para estrangularle. Enviado a la Sorbona muy
pronto, para estudiar allí la Teología, recibió en el mismo lugar una cátedra a
la edad de 27 años. A los 35 fué general de los Frailes Menores y promulgó las
Constituciones en el Capítulo de Narbona en 1270. Creado Cardenal, recibió la
consagración episcopal en noviembre de 1273 y durante el segundo Concilio
Ecuménico de Lyon, falleció en esta villa el 14 de julio de 1274. Sus
principales tratados espirituales son el "Breviloquium" dado a luz en
1256; el "Itinerario del alma a Dios" que es sin duda la más bella de
las obras místicas del siglo XIII, la "Triple vía"; "el Árbol de
la vida"; "las cinco fiestas del Niño Jesús" y finalmente "la
Apología de los pobres."
PLEGARIA. — Gozas de la gloria de
tu Señor, oh Buenaventura y cuán grandes son ahora tus alegrías, puesto que
conforme a tus enseñanzas "tanto se regocija uno en el cielo, cuanto amó a
Dios en la tierra". Si como afirma el gran San Anselmo de quien tomaste
esta idea, el amor se mide por el conocimiento, tú que fuiste príncipe de la
ciencia teológica y a la vez Doctor del amor, muéstranos que toda luz, en el orden
de la gracia y de la naturaleza, tiene como fin único llevarnos al amor. Doctor
seráfico, condúcenos por las alturas sublimes, cuyos secretos, trabajos,
hermosuras y peligros nos manifiestan cada línea de tus escritos. El hombre
queda como enajenado cuando trata de escudriñar esta Sabiduría divina aunque no
sea más que en sus lejanos reflejos; líbranos del error en que podríamos caer
al tomar como fin el goce encontrado en algunos rayos perdidos, llegados hasta
nosotros para sacarnos de los límites de la nada hasta ella. Porque estos rayos,
que de suyo proceden de la eterna hermosura, separados de su centro, apartados
de su fin, no serán más que ilusión, decepción, ocasión de ciencia huera o de
engañosos placeres. Cuanto más elevada es la ciencia, cuanto más se aproxima a
Dios como objeto de teoría especulativa, tanto más, en cierto sentido, hay que temer
el extravío; si aparta al hombre en sus elevaciones hacia la Sabiduría poseída
y gustada por ella sola, si le retiene en sus propios encantos, no temáis
compararla a la vil seductora que suplanta en el afecto de un príncipe a la muy
noble desposada que le espera. Y tal afrenta sea por parte de la esclava o de
la dama de honor, ¿es menos hiriente y bochornosa para su augusta soberana? Por
eso afirmas tú que "es peligroso el paso de la ciencia a la Sabiduría, si no
se la junta a la santidad". Ayúdanos a franquear ese peligroso
desfiladero; haz que toda ciencia sea para nosotros un medio de la santidad para
llegar a mayor amor. Tus pensamientos, oh Buenaventura, están siempre
penetrados de la luz divina. Tus seráficas predilecciones las conocemos bien
por ser manifestadas en nuestros tiempos en los medios en que la contemplación
divina es considerada aún como la mejor parte, como el fin indiscutible y único
de todo conocimiento, a pesar de la fiebre de la acción a la que se encaminan
todas las fuerzas vivas de este siglo. Protege a tus devotos. Defiende, como en
otros tiempos a las órdenes religiosas, que ahora son combatidas en sus
prerrogativas y en su vida. Que la orden franciscana crezca aún más en santidad
y en número. Bendice sus trabajos tan laudablemente emprendidos para dar a
conocer sus obras e historia. Por tercera y última vez atrae a Oriente a la
unidad y a la paz. Que la Iglesia entera se abrase con tus fuegos, que el amor
divino tan fuertemente alimentado por ti consuma de nuevo a la tierra.
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