SI HAY
VERDADERAMENTE
UN
INFIERNO,
¿CÓMO
NADIE NO HA VUELTO DE ÉL?
En primer lugar, el infierno
es para castigar a los réprobos, y no para dejarles volver al mundo. Los que allá
van, allá quedan. Decís que de allá no vuelven? Esto es verdad en el orden habitual
de la Providencia; pero .es cierto que no haya vuelto nadie del infierno? .Estáis
seguro de que Dios por un acto de misericordia y de justicia no haya permitido a
un condenado aparecer en el mundo? En la Sagrada Escritura y en la historia se lee
la prueba de lo contrario; y por supersticiosa que sea la creencia casi general
en lo que se llama los aparecidos, seria
inexplicable si no arrancase de un fondo de verdad. Permitid que os refiera algunos
hechos, cuya autenticidad parece evidente, y que prueban la existencia del
infierno por el intachable testimonio de los mismos que están en aquel lugar.
El doctor Raymond
Diocrés
En la vida de San Bruno,
fundador de los Cartujos, se encuentra un hecho estudiado muy a fondo por los doctísimos
Bolandistas, y que presenta a la crítica más formal todos los caracteres históricos
de la autenticidad; un hecho acaecido en Paris en pleno día, en presencia de
muchos millares de testigos, cuyos detalles han sido recogidos por sus contemporáneos,
y que ha dado origen a una gran Orden religiosa. Acababa de fallecer un célebre
doctor de la Universidad de Paris llamado Raymond Diocres,, dejando universal admiración
entre todos sus alumnos. Era el año 1082. Uno de los más sabios doctores de
aquel tiempo, conocido en toda Europa por su ciencia, su talento y sus
virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en Paris con cuatro compañeros, y
se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto. Se había depositado
el cuerpo en la gran sala de la Cancillería, cerca de la Iglesia de Nuestra Señora,
y una inmensa multitud rodeaba respetuosamente la cama, en la que, según
costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple
velo. En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos,
que empieza así:
"Respóndeme !Cuan
grandes y numerosas son tus iniquidades!",
Sale de debajo del fúnebre
velo una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras:
"Por justo juicio de
Dios he sido acusado” .
Acuden precipitadamente,
levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente
muerto. Continuase luego la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose
aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes. Se vuelve a empezar el
Oficio, se llega a la referida lección:
"Respóndeme”, y esta
vez a vista de todo el mundo levantase el muerto,
y con robusta y acentuada
voz dice:
“Por justo juicio de Dios he
sido juzgado”.
Y vuelve a caer. El terror
del auditorio llega a su colmo: dos médicos justifican de nuevo la muerte; el cadáver
estaba frio, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se aplazó el Oficio
para el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no sabían que resolver.
Unos decían: "Es un condenado; es
indigno de las oraciones de la Iglesia”. Decían otros: "No, todo esto es sin
duda espantoso; pero al fin, .no seremos todos acusados primero y después
juzgados por justo juicio de Dios?” El Obispo fue de este
parecer, y al siguiente día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre
ceremonia, hallándose presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda
la Universidad, todo Paris había acudido a la iglesia de Nuestra Señora.
Vuelve, pues, a empezarse el Oficio. ! A la misma lección: "Respóndeme”, el cuerpo
del doctor Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que
hiela de espanto a todos los concurrentes,
Exclama:
"Por justo juicio de Dios
he sido condenado”
y volvió a caer inmóvil. Esta
vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la
evidencia, no admitía replica. Por orden del Obispo y del Capítulo, previa sesión,
se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades, y fue llevado al
muladar de Montfaucon. Al salir de la gran sala de la Cancillería,
Bruno, que contaría entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió
irrevocablemente a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las
soledades de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar
su salvación, y prepararse así despacio para los justos juicios de Dios. Verdaderamente,
he aquí un condenado que “volvía del infierno" no para salir de él, sino para
dar del irrecusable testimonio.
El joven religioso
de San Antonino
El sabio arzobispo de
Florencia San Antonino refiere en sus escritos un hecho no menos terrible que hacia
la mitad del siglo quince había aterrorizado a todo el norte de Italia. Un
joven de buena familia, que a los dieciséis o diecisiete años había tenido la
desgracia de callar en la confesión un pecado mortal y de comulgar en este
estado, había diferido de semana en semana, de mes en mes, la confesión de sus
sacrilegios, continuando sus confesiones y comuniones por un miserable respeto
humano. Atormentado por los remordimientos, procuraba acallarlos haciendo grandes
penitencias, de suerte que pasaba por un santo. No pudiendo sufrir más, entro en
un monasterio. “Aquí al menos, decía para sí, lo diré todo, y expiare
seriamente mis vergonzosos pecados”. Para su desgracia fue acogido como un
santo por los Superiores, que conocían su reputación, y aumento se aún más con
esto su vergüenza. Aplazo para más adelante sus confesiones, redoblo sus
penitencias y pasaron se en este deplorable estado uno, dos, tres años. No se atrevía
nunca a revelar el horrible y vergonzoso peso que lo agobiaba; al fin, parecía que
una mortal enfermedad le facilitaba el medio. “Ahora, decía en sus adentros,
voy a hacer antes de morir una confesión general”. Pero sobreponiéndose siempre
el amor propio a su arrepentimiento, enredo de tal modo la confesión de sus culpas,
que el confesor no pudo comprender nada: tenía un vago deseo de abordar de nuevo
el asunto al día siguiente; pero le sobrevino un acceso de delirio, y el
infeliz murió.
En la Comunidad se ignoraba
la horrible realidad, y se decía: “Si este no está en el cielo, quién de nosotros
podrá ir?” Y se hacían tocar con sus manos cruces, rosarios, medallas. Fue
trasladado el cuerpo, con una especie de veneración, a la iglesia del
monasterio, y quedo expuesto en el coro hasta el día siguiente, en que habían
de celebrarse los funerales. Algunos momentos antes de la hora fijada para la
ceremonia, uno de los Hermanos, enviado para tocar la campana, vio de repente delante
de si y cerca del altar al difunto, rodeado de cadenas, que parecían
enrojecidas en el fuego, y apareciendo en toda su persona algo incandescente.
Espantado el pobre Hermano, había caído de rodillas, fijos los ojos en la
terrible aparición. Dijo le entonces el condenado: “No roguéis por mí, pues
estoy en el infierno por toda la eternidad”. Y refirió la lamentable historia
de su funesta vergüenza y de sus sacrilegios, después de lo cual desapareció,
dejando en la iglesia un olor hediondo que se esparció por todo el monasterio,
como para atestiguar la verdad de lo que el Hermano acababa de ver y oír. Advertidos
luego los Superiores, hicieron quitar el cadáver, considerándolo indigno de sepultura
eclesiástica.
La cortesana de
Nápoles
San Francisco de Giro lamo,
celebre misionero de la Compañía de Jesús a principios del siglo dieciocho, había
estado encargado de dirigir las Misiones en el reino de Nápoles. Un día que
predicaba en una plaza de dicha ciudad, algunas mujeres de mala vida, que había
reunido una de ellas llamada Catalina, se esforzaban en interrumpir el sermón
con sus cantos y sus ruidosas exclamaciones, para obligar al Padre a retirarse;
pero este continuo su discurso, sin dar a conocer que advirtiese sus
insolencias. Algún tiempo después volvió a predicar en la misma plaza. Viendo
cerrada la puerta de la habitación de Catalina y en profundo silencio toda la
casa, ordinariamente tan alborotada:
—.Que es lo que ha sucedido
a Catalina?
—dijo el Santo.
—.No lo sabe vuestra
paternidad? La desdichada murió ayer, sin poder pronunciar palabra.
—.Catalina ha muerto? —Replica
el Santo—,ha fallecido repentinamente?
Entremos y veamos. Abrece la puerta, sube el Padre la escalera, y entra, seguido
de la multitud, en la sala en que estaba tendido en tierra el cadáver encima de
un paño, con cuatro cirios, según costumbre del país. Míralo algún tiempo con
espanto, y después le dice con voz solemne:
—Catalina, .donde estas
ahora?— . El cadáver permaneció mudo, pero el Santo repitió:
—Catalina, dime, .donde,
estas ahora?... Te mando me digas donde estas.
Entonces con gran pasmo de
todo el mundo, abrieron se los ojos del cadáver, sus labios se agitaron
convulsivamente, y con voz cavernosa y profunda responde:
—En el infierno! Estoy en el
infierno!
A estas palabras los
asistentes huyen atemorizados, y baja con ellos el Santo, repitiendo
“!En el infierno! !oh Dios
terrible! !en el infierno! lo habéis oído? !en el infierno!” La impresión de este
prodigio fue tan viva, que un buen número de los que lo presenciaron no se atrevió
a volver a sus casas sin haber ido a confesarse.
El amigo del conde
Orloff
Tres hechos del mismo género,
más auténticos los unos que los otros, y ocurridos en este siglo, han llegado a
mi conocimiento. El primero ha pasado casi en mi familia. Era en Rusia, en Moscú,
poco tiempo antes de la horrorosa campana de 1812. Mi abuelo materno, el conde
de Rosto p ch in e, gobernador militar de Moscú, estaba íntimamente relacionado
con el general conde Orloff, célebre por su bravura, pero tan impío como
valiente. Un día, después de una buena cena, rociada con copiosos brindis, el
conde Orloff, y uno de sus amigos, el general V..., volteriano como el,
empezaron a burlarse horriblemente de la Religión, y sobre todo del infierno.
—Y .si por acaso —dice
Orloff—, si por acaso hubiese realmente algo detrás de la cortina? . . .
— !Y bien!— replica el
general V... , aquel de nosotros que se ira primero, volverá a advertir al otro.
Esta convenido?
—! Excelente idea! —responde
el conde Orloff, y ambos, bien que medio achispados, se dieron formal palabra
de honor de no faltar a lo prometido. Algunas semanas después estallo una de aquellas
grandes guerras que Napoleón tenía el don de suscitar entonces; el ejército
ruso entro en campana, y el general V... recibió la orden de partir
inmediatamente para tomar un mando importante. los o tres semanas hacia que había
dejado Moscú, cuando una mañana muy temprano, estando mi abuelo arreglándose,
se abre bruscamente la puerta de su cuarto. Era el conde Orloff, en traje de
casa, con chinelas, erizados los cabellos, con hosca mirada, pálido como un
muerto.
— !Ah! Orloff, .sois vos? .a
esta hora y en semejante traje? .Que tenéis, pues? Que ha sucedido?
—Querido mío— responde el
conde Orloff— creo que me vuelvo loco; acabo de ver al general V...
—.Al general V... ? .Ha
vuelto, pues?
— !Oh! no, —replica Orloff, echándose
sobre un canapé y poniendo ambas manos en su cabeza—, no, no ha vuelto; y esto
es lo que me atemoriza. Mi abuelo no comprendía nada y procuraba calmarlo.
—Referidme, le dice, lo que
os ha pasado y que quiere decir todo esto. Entonces, esforzándose por dominar
su emoción, el conde Orloff profirió lo siguiente:
—Mi querido Rostopchine, algún
tiempo atrás V... y yo nos juramos recíprocamente que el primero de los dos que
muriese vendría a decir al otro si existe algo detrás de la cortina. Esta mañana,
hará apenas media hora, estaba tranquilamente en la cama, despierto hacía mucho
tiempo, sin pensar ni por asomo en mi amigo, cuando de repente se abren bruscamente
las cortinas de mi alcoba, y veo a dos pasos de mi al general V... , de pie, pálido,
con la mano derecha sobre su pecho, diciéndome:
“ ! Hay un infierno, y estoy
en el!”
y desapareció. En seguida he
venido a encontraros. ! La cabeza se me va! Qué cosa tan extraña! Yo no sé qué
pensar! Mi abuelo lo calmo como pudo, pero no era cosa fácil. Hablo le de alucinaciones,
de pesadillas, dijo el que quizás dormía; que hay cosas muy extraordinarias,
inexplicables; y otras vaciedades de este género, que son el consuelo de los incrédulos.
Después hizo enganchar sus caballos y llevar al conde Orloff a su habitación. Diez
o doce días después de este extraño incidente, un correo del ejercito llevaba a
mi abuelo, entre otras noticias, la de la muerte del general V... !En la mañana
misma del día en que el conde Olaf lo había visto y oído, a la misma hora en
que se le había aparecido en Moscú, el infortunado general, habiendo salido para
reconocer la posición del enemigo, una bala atravesaba su pecho y caía yerto!...
“ ! Hay un infierno, y estoy
en el!” He aquí las palabras de uno
que de el ha vuelto.
La dama del brazalete
de oro
En 1859 refería yo el hecho
anterior a un distinguido sacerdote, Superior de una importante Comunidad. “Es
espantoso —me decía—, pero no me sorprende extraordinariamente. Los hechos de esta
clase son menos raros de lo que se piensa; solo que hay siempre más o menos interés
en guardarlos secretos, ya por el honor del “aparecido” ya por el de su
familia. Por mi parte, ved lo que de origen seguro he sabido hace dos o tres años
por un pariente muy cercano de la persona a quien acaeció. En este momento en
que os hablo (Navidad de 1859), vive aún esa señora, que tiene poco más de
cuarenta años de edad. “Hallábase en Londres en el invierno de 1847 a 1848. Era
viuda, de casi veintinueve años de edad, mundana, rica y hermosa. Entre los
elegantes que frecuentaban sus salones, distinguiese un joven lord, cuyas
galanterías la comprometían singularmente, y cuya conducta por otra parte no
era edificante. "Una tarde, o más bien una noche (pues era más de media
noche), estaba nuestra viuda leyendo en su cama no sé qué novela, esperando el sueño.
Suena la una en su reloj, y apaga su bujía. Iba a dormirse, cuando con gran asombro
noto que una luz pálida, que parecía salir de la puerta del salón, se esparcía
poco a poco por su aposento y aumentaba por instantes. Pasmada, abrió cuanto podía
los ojos, ignorando lo que significaba aquello. Empezaba a asustarse, cuando ve
abrirse lentamente la puerta del salón y entrar en su cuarto el joven lord, cómplice
de sus desordenes. Antes de que pudiera decirle una sola palabra, estaba ya
cerca de ella, la tomaba del brazo izquierdo, y con ronca voz le decía en inglés:
"Hay un infierno”.
El dolor que sintió la señora
en el brazo fue tan grande, que perdió el conocimiento. "Cuando volvió en
si, media hora después, llamo a su camarera, la cual al entrar percibió un
fuerte olor de cosa quemada, y acercándose a su señora, que apenas podía
hablar, viole en la muñeca una quemadura tan profunda, que descubría el hueso y
la carne casi consumida; quemadura que tenia de largo una mano de hombre: además
advirtió que desde la puerta del salón hasta la cama, y de esta a la referida
puerta, la alfombra tenia impresa las pisadas de un hombre que habían quemado la
tela de parte a parte. Por orden de la dama abrió la puerta del salón, y había
también huellas en las alfombras. "Al día siguiente la
desgraciada señora supo horrorizada que aquella misma noche, hacia la una de la
madrugada, el lord había sido encontrado embriagado en la mesa, que sus criados
lo habían trasladado a su gabinete, y que había expirado en sus brazos. “Ignoro,
añadió el Superior, si esta terrible lección ha convertido de veras a la
desgraciada; pero lo que se es que vive todavía, y que para ocultar a las
miradas la huella de su siniestra quemadura, lleva en el brazo izquierdo, a
manera de brazalete, una larga cinta de oro, que no se quita de día ni de
noche. “Repito que me suministro estos detalles un pariente cercano de ella,
formal cristiano, a cuya palabra doy el más completo crédito". A pesar del
velo con que se ha cubierto y ha debido cubrirse esta aparición, me parece
imposible que se ponga en duda su indisputable autenticidad. Ciertamente no
sera la dama del brazalete quien necesite que se le pruebe que hay realmente un
infierno.
La mujer perdida
de Roma
En el año 1873, algunos días
antes de la Asunción, tuvo lugar en Roma una de aquellas apariciones de
ultratumba que corroboran tan eficazmente la verdad del infierno. En una de
esas casas de mala fama, que la invasión sacrílega del dominio temporal del Papa
ha hecho abrir en Roma en crecido número, una desgraciada joven se hirió en la
mano, y hubo de ser trasladada al hospital de la Consolación. Sea que su sangre
viciada por su mala conducta hubiese producido una gangrena, sea a causa de una
inesperada complicación, falleció repentinamente durante la noche. Al mismo instante
una de sus compañeras, que ignoraba totalmente lo que acababa de pasar en el
hospital, empezó a dar gritos desesperados hasta el punto de despertar a los
habitantes del barrio, de poner en cuidado a las miserables criaturas de aquella
casa, y de motivar la intervención de la policía. Se le había aparecido la
difunta del hospital rodeada de llamas, y le había dicho: “Estoy condenada, y
si tu no quieres serlo como, sal de ese lugar de infamia, y vuelve a Dios a
quien has abandonado”. Nada pudo calmar la desesperación y el terror de aquella
joven, que al despuntar el alba se alejó, dejando sumergida en estupor toda la
casa desde que se supo la muerte de la joven del hospital. A tales sucesos la dueña
de la casa, exaltada garibaldina y conocida por tal entre sus hermanos y amigos,
cayó enferma. Envió luego a buscar al cura de la iglesia vecina, San Julián de
los Banchi, quien, antes de usar a la referida casa, consulto a la autoridad eclesiástica,
la cual delego a este efecto a un digno prelado, monseñor Sirolli, cura de la
parroquia de San Salvador in Lauro. Provisto
este de especiales instrucciones, se presentó y exigió ante todo a la enferma,
en presencia de muchos testigos, completa retractación de los escándalos de su
vida, de sus blasfemias contra la autoridad del Soberano Pontífice y de todo el
mal que a los demás había causado. Hizo lo la desgraciada sin vacilar, se confesó
y recibió el Santo Viatico con grandes sentimientos de arrepentimiento y de
humildad. Sintiose morir, suplico con lágrimas al buen párroco que no la
abandonase, espantada como estaba de lo que había pasado ante sus ojos. Mas la
noche se acercaba, y monseñor Sirolli, perplejo entre la caridad, que le
dictaba quedarse, y las conveniencias, que le imponían el deber de no pasar la
noche en tal lugar, hizo pedir a la policía dos agentes, quienes fueron, cerraron
la casa, y permanecieron allí hasta que la agonizante hubo exhalado el último
suspiro. Roma entera conoció pronto los detalles de estos trágicos acontecimientos.
Como siempre, los impíos y los libertinos se rieron de ellos, guardándose bien
de enterarse de sus pormenores; y los buenos se aprovecharon para ser mejores y
más fieles a sus deberes. Í Ante semejantes hechos, cuya lista podría prolongarse
mucho, pregunto al lector de buena fe si es razonable repetir con la
muchedumbre de los atolondrados la famosa frase de cajón:
“Si hay verdaderamente un
infierno, .como es que nadie haya vuelto nunca de allá?” . Pero aun cuando con
razón o sin ella no quisiesen admitirse los hechos, por otra parte auténticos,
que acabo de referir, no sería menos innegable la certeza absoluta de la
existencia del infierno. En efecto, nuestra creencia en el infierno no se funda
en estos prodigios, que no son de fe, sino en las razones de buen sentido que
antes hemos expuesto, y sobre todo en el testimonio divino, inefable, de
Jesucristo, de sus Profetas y Apóstoles, como también en la enseñanza formal,
invariable, inviolable de la Iglesia católica. Los prodigios pueden corroborar
nuestra fe y avivarla, y por esto hemos creído deber citar algunos, capaces de
cerrar la boca a los que se atreven a decir: “¡No hay infierno!”, de confirmar
en la fe a los que estuviesen tentados de preguntarse: “¿Hay un infierno?” y
por fin de consolar e ilustrar más y más a los buenos fieles que dicen con la
Iglesia:
“HAY UN INFIERNO”.
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