CAPITULO
XXXI
PABLO
VI, PAPA LIBERAL
Os preguntasteis quizás
¿cómo es posible que haya triunfado el liberalismo a través de los Papas Juan
XXIII y Pablo VI, y mediante el concilio Vaticano II? ¿Esta catástrofe es
conciliable con las promesas hechas por Nuestro Señor a Pedro y a su Iglesia:
“Las puertas del Infierno no prevalecerán contra Ella” (Mat. 16, 18); “Yo
estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mat. 28, 20)? Creo
que no hay contradicción. Efectivamente, en la medida en que esos Papas y el
Concilio han descuidado o rehusado usar de la infalibilidad y utilizar ese
carisma que les es asegurado por el Espíritu Santo siempre y cuando lo quieran
usar, han podido cometer errores doctrinales o con mayor razón dejar penetrar
al enemigo en la Iglesia gracias a su negligencia o complicidad. ¿En qué grado
fueron cómplices? ¿De qué faltas fueron culpables? ¿En qué medida su función
misma queda cuestionada?
Es evidente que un día la
Iglesia juzgará ese concilio, juzgará a esos Papas, es necesario. Y en especial
¿cómo será juzgado el Papa Pablo VI? Algunos afirman que fue hereje, cismático
y apóstata; otros creen poder demostrar que Pablo VI no podía tener en vista el
bien de la Iglesia y que en consecuencia no fue Papa: es la tesis de la Sede
vacante. No niego que esas opiniones tengan algunos argumentos a su favor.
Quizás en treinta años se des-cubrirán cosas que estaban ocultas o se verán
mejor elementos que deberían haber sido evidentes para los contemporáneos,
afirmaciones de este Papa absolutamente contrarias a la tradición de la Iglesia
etc... Puede ser. No creo sin embargo que sea necesario recurrir a esas
explicaciones; pienso incluso que es un error seguir esas hipótesis. Otros piensan, de manera
simplista, que hubo entonces dos Papas: uno, el verdadero, era prisionero en
los sótanos del Vaticano, mientras que el otro, el impostor, el sosía, ocupaba
el trono de San Pedro, para desgracia de la Iglesia. ¡Han aparecido libros
sobre los dos Papas, apoyados sobre revelaciones de una persona poseída del
demonio y sobre argumentos supuestamente científicos, que aseguran, por
ejemplo, que la voz del sosía no es la del verdadero Pablo VI!
Otros, finalmente piensan
que Pablo VI no fue responsable de sus actos, siendo prisionero de su entorno,
incluso drogado, lo que estaría corroborado por varios testimonios que muestran
un Papa físicamente agotado, al cual era necesario sostener, etc... Solución
también demasiado simple para mi manera de ver, pues entonces, no tendríamos
más que esperar un próximo Papa. Ahora bien, tuvimos otro Papa (no hablo de
Juan Pablo I que reinó sólo un mes), Juan Pablo II, que ha proseguido
invariablemente la línea trazada por Pablo VI. La verdadera solución me
parece que es otra, mucho más compleja, penosa y dolo-rosa. La clave nos la da
un amigo de Pablo VI, el Card. Daniélou. En sus memorias publicadas por un
miembro de su familia, el cardenal dice explícitamente: “Es evidente que Pablo
VI es un Papa liberal.”
Pablo VI introduciendo la comunión de pié |
Y es la solución que parece
históricamente más verosímil: porque ese Papa es como un fruto del liberalismo,
toda su vida ha estado impregnada por la influencia de hombres que lo rodeaban
o que tomó por maestros, y que eran liberales. No ocultó sus simpatías
liberales: en el Concilio, los hombres que nombró modera-dores en lugar de los
presidentes designados por Juan XXIII, esos cuatro moderadores fue-ron, con el
Card. Agagianian, cardenal de Curia sin personalidad, los cardenales. Lercaro,
Suenens y Döpfner, los tres liberales y amigos personales. Los presidentes
fueron relegados a la mesa de honor y fueron los tres moderadores quienes dirigieron
los debates del Concilio. De igual manera, Pablo VI sostuvo durante todo el
Concilio la facción liberal que se oponía a la tradición de la Iglesia. Eso es
conocido. Pablo VI ha repetido –os lo he citado ya– al fin del Concilio las
palabras de Lamennais textualmente: “La Iglesia no pide más que la libertad”,
¡doctrina condenada por Gregorio XVI y Pío IX! Es innegable que Pablo VI
estuvo fuertemente marcado por el liberalismo. Eso explica la evolución
histórica vivida por la Iglesia en estas últimas décadas, y caracteriza muy
bien el comportamiento personal de Pablo VI. El liberal, como vimos, es un
hombre que vive perpetuamente en la contradicción: afirma los principios pero
hace lo contrario, vive perpetuamente en la incoherencia.
Dejadme citar algunos
ejemplos de esos binomios tesis-antítesis en que Pablo VI se destacaba en
proponer como tantos problemas insolubles que reflejaban su espíritu ansioso y
paradójico. La encíclica Ecclesiam Suam, del 6 de agosto de 1964, que es la
carta magna de su pontificado, nos ilustra al respecto: “Si verdaderamente la Iglesia,
como decíamos, tiene conciencia de lo que el Señor quiere que ella sea, surge
en ella una singular plenitud y una necesidad de expresión, con la clara
conciencia de una misión que la sobrepasa y de una nueva que debe propagarse.
Es la obligación de evangelizar. Es el mandato misionero. Es el deber de
apostolado (...) Nos lo sabemos bien: ‘Id y enseñad a todas las naciones’ es el
último mandato de Cristo a sus apóstoles. Estos definen su irrecusable misión
por el nombre mismo de apóstoles.” Esa es la tesis y he aquí la
antítesis, inmediatamente: “A propósito de este impulso
interior de caridad que tiende a traducirse en un don exterior. Nos emplearemos
el nombre que ha llegado a ser usual, de diálogo.
“La Iglesia debe entrar en
diálogo con el mundo en el que vive. La Iglesia se hace palabra, la Iglesia se
hace mensaje; la Iglesia se hace conversación.” Finalmente viene la
tentativa de síntesis, que no hace más que consagrar la antítesis: “(...) Antes incluso de
convertir el mundo, más aún, para convertirlo, es necesario acercársele y
hablarle.”
Más graves y más
características de la psicología liberal de Pablo VI, son las palabras por las
cuales declara luego del Concilio la supresión del latín en la liturgia; luego
de haber recordado todos los beneficios del latín: lengua sagrada, lengua
estable, lengua universal, pide, en nombre de la adaptación, el “sacrificio”
del latín; confesando incluso que será una gran pérdida para la Iglesia! He
aquí las palabras mismas del Papa Pablo VI a la multitud de fieles reunidos en
la plaza San Pedro el 7 de marzo de 1965 y citadas por Louis Salleron en su
obra La Nueva Misa:
“Es un sacrificio de la
Iglesia el renunciar al latín, lengua sagrada, bella, expresiva, elegante. Ella
ha sacrificado siglos de tradición y de unidad de la lengua por una creciente
aspiración a la universalidad.”
Y el 4 de mayo de 1967, el
“sacrificio” era consumado mediante la Instrucción Tres Abhinc Annos que
establecía el uso de la lengua vulgar para la recitación en voz alta del Canon
de la Misa.
Ese “sacrificio”, en el
espíritu de Pablo VI, parece haber sido definitivo. Lo explica nuevamente el 26
de noviembre de 1969 al presentar el nuevo rito de la Misa: “Ya no es el latín sino la
lengua vernácula, la lengua principal de la Misa. Para quien conoce la belleza,
el poder del latín, su aptitud para expresar las cosas sagradas, será
ciertamente un gran sacrificio el verlo reemplazado por la lengua vulgar.
Perdemos la len-gua de los siglos cristianos, nos volvemos como intrusos y
profanos en el aspecto literario de la expresión sagrada. Perdemos así en gran
parte esta admirable e incomparable riqueza artística y espiritual que es el
canto gregoriano. Tenemos sin duda razón de sentir pesar y casi desconcierto.”
Todo debería entonces
disuadir a Pablo VI de realizar tal “sacrificio” y persuadir lo de conservar el
latín. Pero no; complaciéndose en su “desconcierto” de una manera singularmente
masoquista, va a actuar en sentido contrario a los principios que acaba de
enumerar, y va a decretar el “sacrificio” en nombre de la “comprensión de la
oración”, argumento especioso que no fue más que un pretexto de los
modernistas.
Jamás el latín litúrgico fue
un obstáculo para la conversión de los fieles o para su educación cristiana,
muy al contrario, los pueblos simples de África y de Asia aman al canto
gregoriano y a esta lengua una y sagrada, signo de su pertenencia a la
catolicidad. Y la experiencia prueba que allí donde el latín no fue impuesto
por los misioneros de la Iglesia latina, quedaron latentes gérmenes de cismas
futuros. Pablo VI pronuncia entonces la sentencia contradictoria:
“La respuesta parece trivial
y prosaica –dice–, pero es buena, porque es humana y apostólica. La comprensión
de la oración es más preciosa que los vetustos vestidos de seda, galanura real
con que estaba revestida. Más preciosa es la participación del pueblo, de ese
pueblo de hoy que quiere que se le hable claramente, de una manera inteligible
que pueda traducir en su lenguaje profano. Si la noble lengua latina nos
separase de los niños, de los jóvenes, del mundo del trabajo y de los negocios,
si fuese una pantalla opaca en lugar de ser un cristal transparente ¿haríamos
un buen cálculo, nosotros pescadores de almas, conservándole la exclusividad en
el lenguaje de la oración y de la religión?”
¡Qué confusión mental!
¿Quién me impide rezar en mi lengua? Pero la oración litúrgica no es una
oración privada, es la oración de toda la Iglesia. Además otra confusión
lamentable, la liturgia no es una enseñanza dirigida al pueblo, sino el culto
dirigido por el pueblo cristiano a Dios. ¡Una cosa es el catecismo, otra la
liturgia! ¡No se trata, para el pueblo reunido en la Iglesia de “que se le
hable claramente”, sino que ese pueblo pueda alabar a Dios de la manera más
bella, más sagrada y más solemne que exista! “Rezar a Dios con belleza”, tal
era la máxima litúrgica de San Pío X. ¡Cuanta razón tenía!
Como veis, el liberal es un
espíritu paradójico y confuso, angustiado y contradictorio. Así fue Pablo VI.
Louis Salleron lo explica muy bien cuando describe el rostro de Pablo VI. Dice:
“tiene doble faz”. No habla de duplicidad pues ese término expresa una intención
perversa de engañar que no era la de Pablo VI. ¡No, es un personaje doble, cuya
cara contrariada expresa la dualidad: ya tradicional en palabras, ya modernista
en sus actos; ya católico en sus premisas y principios, ya progresista en sus
conclusiones; no condenando lo que debería condenar y condenando lo que debería
conservar! Ahora bien, por esta
debilidad psicológica este Papa ofreció una ocasión soñada y una oportunidad
considerable a los enemigos de la Iglesia de servirse de él. Guardando siempre
una cara (o media cara, como se quiera) católica, no dudó en contradecir la
tradición, se mostró favorable al cambio, bautizando mutación y progreso e
yendo así en el mismo sentido de los enemigos de la Iglesia que lo alentaron.
¿No se vio acaso un día en
los años ‘76 los Izvestia, órgano del partido comunista, reclamar a Pablo VI en
nombre del Vaticano II mi condenación y la de Ecône? ¡Igualmente, el diario
comunista italiano L’Unita expresó una solicitud similar reservando una página
entera cuando pronuncié mi sermón en Lille el 29 de agosto de 1976, pues era
furioso por mis ataques contra el comunismo! “Tomad conciencia –decía dirigiéndose
a Pablo VI– tomad conciencia del peligro que representa Lefebvre y continuad el
magnífico movimiento de acercamiento, comenzado con el ecumenismo del Vaticano
II.” Es un poco molesto tener amigos como esos ¿no les parece? Triste
ilustración de una regla que ya hemos destacado: el liberalismo lleva de la
transacción a la traición.
La psicología de un Papa
liberal es fácilmente concebible, ¡pero difícil de soportar! Nos pone, en
efecto, en una situación muy delicada en relación a tal jefe, sea Pablo VI, sea
Juan Pablo II... En la práctica, nuestra actitud debe fundarse en un
discernimiento previo, necesario para la circunstancia extraordinaria que
significa un Papa ganado por el liberalismo. He aquí ese discernimiento: cuando
el Papa dice algo que es conforme a la tradición, le seguimos; cuando dice algo
contrario a nuestra fe, o cuando alienta, o deja hacer algo que daña a nuestra
fe, entonces no podemos seguirle! Y esto por la razón fundamental de que la
Iglesia, el Papa, la jerarquía están al servicio de la fe. No son ellos quienes
hacen la fe; deben servirla. La fe no se hace, es inmutable, se transmite.
Por tal causa no podemos
seguir los actos de estos Papas hechos con el fin de confirmar una acción que
va contra la tradición: ¡sería colaborar con la autodemolición de la Iglesia y
con la destrucción de nuestra fe! Queda claro que lo que se
nos pide sin cesar: entera sumisión al Papa, entera sumisión al Concilio,
aceptación de toda la reforma litúrgica, va en un sentido contrario a la tradición,
en la medida en que el Papa, el Concilio y las reformas nos alejan de la
tradición, como los hechos lo prueban más y más a través de los años. Pedirnos
eso, es pedirnos colaborar con la desaparición de la fe. ¡Imposible! Los
mártires han muerto por defender la fe ¡Tenemos los ejemplos de cristianos
prisioneros, torturados, enviados a campos de concentración por su fe! Un grano
de incienso ofrecido a la divinidad, y ya está, habrían salvado sus vidas. Me
han aconsejado a veces: “¡Firmad, firmad que aceptáis todo y luego continuad
como antes!” ¡No! ¡No se juega con la fe!
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