CAPITULO XXX
VATICANO II,
TRIUNFO DEL
LIBERALISMO LLAMADO CATÓLICO
No creo que puedan tacharme
de exagerado cuando digo que el Concilio significó el triunfo de las ideas
liberales; los capítulos precedentes han expuesto suficientemente los hechos:
las tendencias liberales, las tácticas y los éxitos de los liberales en el
Concilio y finalmente, sus pactos con los enemigos de la Iglesia. Los mismos liberales, los
católicos liberales, proclaman que Vaticano II fue su victoria. En su
entrevista con Vittorio Messori, el Card. Ratzinger, antiguo “experto” con espíritu
liberal del Concilio, explica cómo Vaticano II ha planteado y resuelto el
problema de la asimilación de los principios liberales por la Iglesia Católica;
no dice que haya terminado en un éxito admirable, pero afirma que tal
asimilación se hizo y se realizó: “El problema de los años
sesenta fue el adquirir los mejores valores expresados en dos siglos de cultura
‘liberal’. Son valores que aunque nacidos fuera de la Iglesia, pueden encontrar
su lugar – depurados y corregidos – en su visión del mundo. Fue lo que se
hizo.” ¿Cuándo se hizo? En el
Concilio sin duda, que ratificó los principios liberales en Gaudium et Spes y
Dignitatis Humanæ. ¿Cómo se hizo? Mediante un intento condenado al fracaso, tal
el círculo cuadrado: casar la Iglesia con los principios de la Revolución. Ese
es precisamente el fin y la ilusión de los católicos liberales. El Card. Ratzinger no se
jacta demasiado de la empresa, incluso juzga el resultado con algo de
severidad: “Pero ahora el clima es
diferente, ha empeorado en relación a aquél que justificaba un optimismo sin
duda ingenuo. Ahora es necesario buscar un nuevo equilibrio.” ¡Por lo tanto, el equilibrio
todavía no se ha encontrado, veinte años después! Sin embargo, todavía se lo
busca: ¡siempre la ilusión liberal!
Otros católicos liberales,
por el contrario, menos pesimistas, cantan abiertamente victoria: el Concilio es
nuestra victoria. Leed por ejemplo la obra de M. Marcel Prélot, senador del
Doubs, sobre la historia del catolicismo liberal. El autor comienza poniendo en
relieve dos citas, una de Pablo VI, otra de Lamennais, cuya comparación es
reveladora. He aquí lo que dice Pablo VI en el mensaje del Concilio a los
gobernantes el 8 de diciembre de 1965: “¿Qué pide ella de vosotros,
esta Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de todas clases en
sus relaciones con vosotros, las potencias de la tierra; qué os pide hoy? Os lo
dice en uno de los textos de mayor importancia de este Concilio; no os pide más
que la libertad.”
Y he aquí lo que escribía
Lamennais, en un volante destinado a hacer conocer su diario L’Avenir:
“Todos los amigos de la
religión deben comprender que ella no necesita más que una sola cosa: la
libertad.”
Entonces lo veis: tanto en
Lamennais como en Vaticano II se trata del mismo principio liberal de “la sola
libertad”; nada de privilegio para la verdad, para Nuestro Señor Jesucristo,
para la Iglesia católica. ¡No! La misma libertad para todos: para el error como
para la verdad, para Mahoma como para Jesucristo. ¿No es acaso la profesión del
más puro liberalismo (llamado católico)?
Marcel Prélot evoca la
historia de ese liberalismo hasta su triunfo en Vaticano II:
“El liberalismo católico
(...) conoce victorias; aparece con la circular de Eckstein en 1814; brilla con
la gran difusión de “L'Avenir” en otoño de 1830; conoce victorias y crisis
alternadas; hasta que el mensaje de Vaticano II a los gobernantes marca su fin:
sus reivindicaciones fundamentales, probadas y depuradas, son recibidas por el
Concilio mismo. También es hoy posible considerar el liberalismo católico tal
como es en sí mismo y la eternidad lo cambie. Escapa a las confusiones que han
estorbado su carrera, que, en ciertos momentos estuvieron a punto de terminarla
prematuramente; así vemos que realmente no fue una sucesión de ilusiones
piadosas, profesadas por sombras diáfanas y cloróticas, sino como un
pensamiento comprometido, habiendo impuesto su influencia en el curso de un
siglo y medio sobre los espíritus y sobre las leyes, antes de recibir la aceptación
definitiva de esta Iglesia que él había servido tan bien, pero en la cual había
sido tan frecuentemente ignorado.” Eso confirma perfectamente
lo que decimos: Vaticano II es el concilio del triunfo del liberalismo. La lectura del libro
L’Oecuménisme vu par un Francmaçon de Tradition [El Ecumenismo Visto por un
Francmasón de Tradición] del Sr. Yves Marsaudon, escrito durante el Concilio
nos lo confirma: “Los cristianos no deberán
olvidar, que todo camino conduce a Dios (...) y mantenerse en esta valiente
noción de la libertad de pensar que, se puede ahora hablar de Revolución,
salida de nuestras logias masónicas, se ha extendido magníficamente sobre la
cúpula de San Pedro.”
El triunfa ¡Nosotros
lloramos! Agrega estas líneas terribles y, sin embargo, verdaderas:
“Cuando Pío XII decidió
dirigir por sí mismo el muy importante ministerio de Asuntos Extranjeros –la
Secretaría de Estado–, Mons. Montini fue elevado al puesto sumamente pesado de
arzobispo de la diócesis más grande de Italia: Milán; pero no recibió la púrpura.
No se hacía imposible canónicamente, aunque sí difícil desde el punto de vista
de la tradición vigente, que a la muerte de Pío XII, pudiera acceder al Supremo
Pontificado. Entonces vino un hombre llamado Juan como el precursor y todo
comenzó a cambiar.”
Y ese masón, en consecuencia
liberal, dice la verdad: todas sus ideas, por las cuales lucharon un siglo y
medio, fueron confirmadas por el Concilio. Esas libertades: libertad de
pensamiento, de conciencia y de cultos, han sido plasmadas en ese concilio con
la proclamación de la libertad religiosa de Dignitatis Humanæ y la objeción de
conciencia de Gaudium et Spes. Ahora bien; no se hizo casualmente sino gracias
a hombres que, infectados ellos mismos de liberalismo, accedieron a la Sede de
Pedro y usaron su poder para imponer esos errores a la Iglesia. Sí,
verdaderamente el Concilio Vaticano II es la consagración del catolicismo
liberal. Y cuando se recuerda que el Papa Pío IX, setenta y cinco años antes,
decía y repetía a aquellos que lo visitaban en Roma: “¡Ojo! ¡No hay peores
enemigos para la Iglesia que los católicos liberales!”, ¡se puede medir
entonces qué catástrofe constituyen, para la Iglesia y para el reino de Nuestro
Señor Jesucristo, tales Papas liberales y tal concilio
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