El problema del dolor…
Insistamos sobre este punto del dolor, cuya importancia ya queda
insinuada. Sin salir del ámbito de la literatura bíblica, podemos contemplar el
problema en toda su amplitud e impresionante fisonomía. Los hombres no han
tenido que especular mucho para plantearlo. El dolor nos acompaña, como nuestra
propia sombra, desde la cuna al sepulcro. La Historia no es más que un archivo
descomunal de los dolores, desgracias, infortunios y catástrofes de los
pueblos.
La realidad misma sugiere, como se ve, las preguntas obligadas, sobre
el origen, la razón de ser y la finalidad del dolor. De espaldas a la
Revelación, la paradoja del hombre, nacido para la felicidad-es un hecho de conciencia,
pero encadenado por el dolor como lo sabemos experimentalmente, no tiene
solución razonable. Más, aun dentro del campo de la doctrina revelada, el
problema, inicial y parcialmente esclarecido, mantuvo estancias cerradas, que
sólo se iluminaron plenamente cuando, al avanzar la Revelación, ésta alcanzó
con Jesús el cenit de su carrera y el máximo apogeo de su luz.
a) En el
Antiguo Testamento.
La literatura del dolor en la Biblia es copiosa. Los libros llamados sapienciales,
en cuyas páginas aflora con frecuencia el tema, resultan, por este lado, el
mejor comprobante de aquel calificativo de "fraccíonaria" que el
autor de la Carta a los Hebreos dijimos aplicaba a la Revelación del Antiguo
Testamento. Esparcidos acá y allá se encuentran muchos datos que, ensamblados,
proporcionan una solución no muy lejana de la de Jesús, pero todavía imperfecta. En el Salterio, muchos de cuyos salmos abordan decididamente el tema
del dolor se recibe la impresión de que el difícil problema debe abandonarse en
un gesto mitad de resignación, mitad de esperanza al juicio definitivo de Dios,
sin empeñamos en descifrar el arcano de la Providencia. Es una salida que
alguien se sentiría tentado a calificar de hábil, pero que en realidad se ha
apoderado de uno de los hilos de la solución verdadera, en lo que se detuvo,
como veremos. Los profetas, tan hechos a elucubrar sobre las catástrofes de su
pueblo, casi no pasan de la consideración de castigo, aunque sin dejar de
insinuar el matiz misericordioso que suele ofrecer casi siempre en manos de
Dios. Son datos, como se ve, que habrá
que tener en cuenta. Como excepción está
el libro del Eclesiastés-bellísimo por cierto-, de tono más optimista, cuyo
tema, al menos parcial, parece ha de centrarse en el disfrute razonable y
morigerado por encima de la aurea mediocrita de Horacio de los bienes y
placeres de la vida, la cual, ciertamente, muchísimas veces se hace más
intolerable por nuestra propia culpa. Pero
en la Biblia hay un libro consagrado todo él a este problema del dolor: el
poema de Job, acaso el más bello que se ha escrito hermanando el propósito
didáctico con el más exquisito estilo poético; aunque a la manera oriental, con
un predominio exuberante de la imaginación y un verdadero derroche de luz y de
color, ropaje inimitable del lirismo y del sentimiento más ardiente y arrebatado.
El problema toma cuerpo en el protagonista, cuya historia es
sobradamente conocida, y se plantea y desarrolla en forma dramática, Las
prolijas y sesudas razones de los tres amigos de Job, que llenan más de dos
terceras partes del poema, se hacen eco de la opinión vulgar, por lo mismo
simplista y tajante: aquello no puede ser más que un castigo de pecados, que el
paciente debe inquirir y reconocer. Contra esta postura se yergue, desafiante y
segura, la conciencia del protagonista, atestiguando su inocencia. Es
sencillamente el hecho, la realidad frente a una interpretación que, al menos
en su pretendida universalidad, ha de ser falsa. Entra en escena un quinto personaje, el joven Elíú,
decididamente al lado de Job, si bien aconsejándole volver sobre algunas de sus
palabras y pretensiones menos justas y prudentes. Viene como refuerzo contra la
solución de la opinión de muchos críticos, parece ha de mantenerse el carácter
histórico del personaje y de la terrible prueba a que fue sometido. Así lo
piden las célebres alusiones de tres libros sagrados posteriores: el libro de
Tobías (2,12.15), la profecía de Ezequiel (14,14.20) y la Carta del apóstol
Santiago (5,11)
De los 40 capítulos que componen propiamente el poema, 29, y los más
extensos, se llenan con la disputa entre Job y sus tres amigos, o sea, del 3 al
31 inclusive, los tres primeros, y sobre todo a preparar la situación psicológica
e ideológica para la espléndida e incomparable teofanía final. Dios mismo va a ser el árbitro de la
contienda. Los amigos de Job están equivocados: Job es inocente, aunque también
ha podido excederse en sus lamentos, en su defensa y en su apelación a Dios. De
todo el parlamento divino magnífico de fuerza descriptiva y de lirismo, sublime
a veces, una magnífica lección se desprende, la misma que mencionábamos
hablando del Salterio: el hombre no ha de entrar en juicio con Dios, ni
escudriñar sus misteriosos caminos. Sin embargo, la solución total del libro de
Job no está aquí. El lector del poema sabe de antemano, por el prólogo, que el
dolor de Job no es precisamente un castigo: es una prueba, a instancia del demonio,
a la que accede Dios. Job termina victorioso; declarado inocente por Dios,
recibe, según el epílogo del libro, la recompensa duplicada de su paciencia y
fortaleza inconcebibles. El dolor, pues, puede ser un castigo tal fue su origen,
pero no lo es siempre; el dolor puede ser una traza de Dios para poner a prueba
la auténtica virtud; siempre es un designio misterioso de Dios, que el hombre
hará mal en inquirir, deformando los cálculos y las cosas. No va más allá la
solución del problema antes de Cristo.
b) En el Evangelio.
Pasar de estos libros del Antiguo Testamento al Evangelio es como pasar
de la aurora al día. En el Evangelio, repetimos, es donde el problema del dolor
tiene su solución total y definitiva, y a más de esto, insospechada. Nos sale, al paso también la idea vulgar del
castigo, esta vez en labios de los mismos discípulos de Jesús, en el encantador
episodio del ciego de nacimiento: "Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres,
para que él naciera ciego?" La respuesta de, Jesús, que no adelantamos,
deja fuera de combate la hipótesis en su cruda universalidad, Por otro lado,
aun tratándose de un castigo, tampoco podemos afirmar que el que lo sufre sea
el más culpable. El pasaje de San Lucas que contiene esta enseñanza de Jesús es
interesante: Lc. C.38-42. lo. 9,2. "Por
aquel tiempo se presentaron algunos, que le contaron lo de los galileos, cuya
sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían, y respondiéndoles,
dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los otros por haber
padecido todo eso? Yo os digo que no... Aquellos dieciocho sobre los que cayó
la torre de Siloé y los mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los
hombres que moraban en Jerusalén? Os digo que no" Pero en ambos casos
citados, la respuesta del Señor, además del elemento negativo ya anotado,
encierra otros elementos positivos que, en parte, descorren el velo de la Providencia
divina; en el primero, indicándonos una finalidad más alta, que justifica
temporalmente un dolor, trocado luego en alegría más pura: "Contestó
Jesús: Ni pecó éste ni sus padres, sino para que se manifiesten: en él las
obras de Dios"; en el segundo, apuntando una permisión divina que debe
aprovecharse como aviso paternal a los demás, hombres: "y que, si no hiciereis
penitencia, todos igualmente pereceréis"
c) Jesús mismo es
la solución.
Sin embargo, la solución divina al problema del dolor, más que, de las
enseñanzas de Jesús, brota de su vida. Desde que Jesús se abrazó al dolor y lo
hizo meta y emblema de su empresa, y al fin, al apurarlo en Getsemaní y sublimarlo
en la cruz, lo hizo instrumento de la redención y precio de la reconciliación
de los hombres con el Padre celestial, puede decirse que el dolor cambió de
signo y de nombre.
Las consecuencias son claras: Jesús no eliminó de nuestra vida el
dolor, pues sabía que, tras el pecado de Adán, entró para siempre en la tierra
con la muerte; Jesús, empero, ateniéndose a la realidad insoslayable, recogió
el dolor, primero, para dignificarlo con el contacto de su misma persona;
después, para levantarlo a la categoría de instrumento de redención, y, por
último, para trocarlo de castigo ¡Caricia de Dios! Las almas más puras, la de
Jesús y su Madre, son las que más supieron del dolor. Desde entonces, Jesús a
los suyos, a los más suyos, los invitará con el regalo de su cruz y con el
dolor, y los suyos, los más suyos, llegarán a experimentar la alegría y el gozo
de sufrir por Jesús y tendrán a gala ostentar en sí mismos el sello glorioso de
los tormentos del Maestro y la imagen de Cristo crucificado. Los hombres que
más hayan asimilado esta doctrina y este ejemplo de Cristo, ¿no es verdad que
están en condiciones de restar mucho dolor al mundo? Aunque sólo esto hubiera
enseñado Jesús, bien merecería el reconocimiento y la adoración eterna de la
Humanidad.
Doctrina social de Cristo.
¿Y cómo prescindir del aspecto social de la doctrina de Jesús? La
insistencia de los últimos papas, a partir de León XIII, sobre este problema,
sin duda el más candente y el de mayor urgencia en nuestros días, y sobre todo
la no interrumpida llamada del pontífice actual, Pío XII, a la conciencia del
mundo, de los Estados y de los cristianos todos, sobre el problema social en
toda su amplitud, nos obliga a dedicar por unos instantes la atención a las
enseñanzas del Evangelio, básicas y de perenne actualidad en esta difícil y
delicada materia. Es tanto lo que sobre el particular se ha escrito y se ha
dicho, que a ratos se sentiría uno tentado a creer que el problema es insoluble
o que los hombres nos hemos empeñado en que lo sea.
La Iglesia tiene una historia larga y densa, testigo de su actuación en
este campo; y tiene, sobre todo, una doctrina, que no cesa de inculcar, aunque
de hecho una parte de la semilla, como en la parábola, haya caído en tierra
pedregosa o demasiado erizada de cardos y de zarzas. No es suya la culpa
ciertamente; aunque no pueda decirse otro tanto de muchos de sus hijos, que
cerraron los oídos y el corazón, y cuando quisieron darse cuenta, se encontraron
con la sorpresa de que el programa de la Iglesia. (se 61 Act. 5,.41 . ., Gal.
6,14.17)
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