CAPITULO SEPTIMO
“Orad los unos por los otros, para que seáis curados”
Resumiré brevemente los puntos salientes de aquel
escrito. Por ejemplo, el autor escribe que la razón y la naturaleza condenan al
hombre al conocimiento de Dios. La primera examina este hecho: no puede haber
efecto sin causa, y comenzando la escala desde las cosas tangibles, desde las
más bajas a las más elevadas, se llega a la causa primera, Dios. La segunda,
desplegando a cada paso la admirable sabiduría, armonía, orden, gradualidad,
ofrece el material fundamental para la escala que conduce de las causas finitas
a las infinitas. De esta manera el hombre natural llega naturalmente al
conocimiento de Dios. Y por eso no ha sucedido jamás, ni sucederá jamás, que
pueblo o tribu, aunque sea bárbara, no haya llegado a un cierto conocimiento de
Dios. Se deduce de aquí que el más salvaje isleño, sin estímulos externos y,
por decirlo así, involuntariamente, dirige su mirada al cielo, cae de rodillas,
lanza un profundo suspiro del que no entiende su sentido, pero que le es
necesario, y nota que algo le tira a lo alto, que le empuja a lo desconocido.
De aquí Se deduce algo extremadamente significativo: universalmente la esencia
o alma de toda religión consiste en la oración secreta, la cual se manifiesta
en este o aquel movimiento del espíritu y en lo que es, sin más, un holocausto,
más o menos desviado y oscurecido por el tosco y salvaje entendill1iento de los
paganos. Y cuanto más admirable es este hecho a la luz de la razón, tanto más
exige de nosotros el descubrimiento de la causa secreta de esta maravilla que
se expresa en la necesidad natural de orar.
La respuesta Psicológica no es difícil: la raíz, esencia
y fuerza de todas las pasiones' y acciones del hombre es el amor propio. Lo
confirma claramente la idea, arraigada y universal, de la autoconservación lodo
deseo humano, toda empresa, toda acción tiende a satisfacer el amor propio, a
buscar el propio placer. La satisfacción de esta exigencia es una constante en
la vida del hombre natural. Pero el espíritu humano no se satisface con lo que
es sólo cuestión de sentidos y el innato amor propio no se aquieta nunca. Por
eso, los deseos se desarrollan siempre más, crece el ansia de felicidad, llena
la imaginación e instiga a los sentimientos al mismo fin. El flujo de este
sentimiento y deseo interiores en su desarrollo es el natural impulso a la
oración. Esta es una exigencia del amor propio que se fatiga por alcanzar su
propio fin. Cuanto menos logra alcanzar el hombre natural la felicidad, y
cuanto más la desea, tanto más encuentra su deseo desahogo en la oración. Se
vuelve a la desconocida Causa de todo ser, implorando lo que desea. Por eso, el
innato amor propio, elemento fundamental de la vida, es la causa profunda que
impele al hombre natural a la oración. El sapientísimo Creador de todas las
cosas ha infundido en la naturaleza del hombre la facultad de amarse a sí mismo
como un cebo, según la expresión de los Padres, para atraer al ávido ser humano
hacia lo alto, hasta las cosas celestiales. ¡Oh, si el hombre no malgastase
esta facultad, si la conservase en toda su eminencia, en la relación con la propia
naturaleza espiritual! Tendría en este caso un poderoso incentivo y un medio
eficaz para caminar por la senda de la perfección moral. Pero, ¡ay!, ¡con
cuánta frecuencia transforma él esta facultad en una baja pasión egocéntrica,
haciendo de ella un instrumento de su naturaleza animal!
Staret:
¡Os doy las gracias de todo corazón, queridos visitantes!
Vuestra ejemplar conversación me ha sido de gran consuelo y me ha enseñado a
mí, inexperto, muchas cosas preciosas. El Señor os acompañe con su gracia por
vuestro edificante amor...Todos se despidieron.
Peregrino
Orad los unos por los otros, para que seáis curados (Sant
S, 16). Ni yo, ni mi devoto compañero de
viaje, el profesor, hemos sido capaces de superar el deseo de venir hasta aquí,
antes de emprender de nuevo el camino, para deciros adiós y pediros que oréis
por nosotros.
Profesor
Sí; para nosotros han sido preciosas vuestra hospitalidad
y las saludables conversaciones espirituales tenidas aquí con vos y con
vuestros amigos. Este recuerdo quedará en nuestro corazón, prenda de amistad y
de amor cristiano en la lejana provincia a la que vamos.
Staret:
Os agradezco vuestro recuerdo y vuestro amor, pero
llegáis muy oportunos. Se han detenido aquí dos peregrinos: un monje moldavo y
un ermitaño, que vive desde hace veinte años en el silencio, en el bosque.
Desean veras. Os los traigo en seguida... ¡Helos aquí!
Peregrino
Qué feliz es la vida en la soledad! Ella permite guiar el
alma a la ininterrumpida unión con Dios. El bosque silencioso es como un Edén,
en el que el dulce árbol de la vida crece en el corazón del solitario que ora. Profesor
Desde lejos, todas las cosas parecen particularmente bellas, pero cada uno sabe
por experiencia que todo lugar presenta ventajas y desventajas. Ciertamente,
para quien tiene un temperamento melancólico e inclinación al silencio, la vida
ascética le será alegre; pero, cuántos peligros puede reservar! La historia del
ascetismo ofrece muchos ejemplos de los que se desprende que un buen número de
ermitaños, que se alejaron de todo contacto humano, cayeron en la ilusión y en
profundas seducciones. Ermitaño Me sorprende cómo en Rusia, no sólo entre los
monjes, sino también entre laicos temerosos de Dios, se pueda oír con
frecuencia que mucho, deseoso de vivir en el anacoretismo o de ejercitarse en
la práctica de la oración interior, se abstengan de seguir esta inclinación
ante el temor de acabar presa de la ilusión. Para reforzar sus afirmaciones
aducen ejemplos que deberían justificar su abstención de la vida interior y el
desaconsejarlo a otros. Pienso que esto tiene dos motivos: o bien la
incomprensión del problema y la falta de iluminación espiritual, o bien su
indiferencia ante la conquista de la contemplación o la celotipia manifestada
en el hecho de que otros, colocados en un nivel más modesto, los hayan superado
en la consecución de estos altos conocimientos.
Es una pena que quienes tienen estas convicciones no
estudien las enseñanzas de los santos Padres, que indican explícita y
resueltamente, que Cuando uno se entrega a Dios no hay que temer ni dudar. Si
alguno ha caído en alucinaciones y fanatismos, esto le ha pasado por orgulloso,
por falta de guía y por haber confundido apariencias y fantasías con
realidades. Si llegase a darse este peligro, continúan los Padres, esto
conduciría a la experiencia y a la coronación suprema. Porque Dios protege
rápidamente cuando permite la prueba. ¡Animo! «Estoy con vosotros, no temáis», dice
el Señor (Jn 6, 20). Es vano, pues, dejarse asustar por el riesgo que encierra
la vida interior con el pretexto de caer en ilusiones. El humilde conocimiento de
los propios pecados, la plena sinceridad con el propio maestro espiritual y la
absoluta ausencia de formas durante la oración son un seguro y firme remedio
contra las seducciones que muchos tanto temen y por eso no intentan ni siquiera
la ascesis de la mente. Son precisamente estas personas, dicho sea incidentalmente,
las más expuestas a la tentación, como sabiamente dice Filoteo el Sinaíta:
«muchos monjes no conocen las ilusiones de su misma mente, que sufren en manos
del demonio; se ejercitan diligentemente en una sola forma de actividad, o sea,
en la práctica de las buenas obras exteriores, y no se preocupan lo más mínimo
de la mente, es decir, de la contemplación interior, siendo como son ignorantes
y poco iluminados». «Si oye que en otros la gracia obra en su interior, por
celotipia lo consideran seducción», asegura san Gregorio el Sinaíta,
Profesor
Permitidme una pregunta. Ciertamente debe tener
conciencia de sus propios errores todo el que se mire a sí mismo con atención.
Pero, ¿cómo comportarse cuando falta un guía que pueda conducirnos, según experiencia,
a lo largo del camino interior e impartirnos, cuando le abramos nuestra alma,
un conocimiento seguro y preciso de la vida espiritual? En este caso,
evidentemente, sería preferible no intentar la contemplación antes que hacerlo
por cuenta propia, sin guía. Además, me es difícil comprender cómo, poniéndose
en la presencia de Dios, se pueda observar una completa ausencia de formas.
Esto no es natural, porque el alma, y nuestra mente, no pueden sugerir a la imaginación
algo que no caiga bajo formas. Y, por otra parte, ¿por qué, si la mente está inmersa
en Dios, no puede presentar a la imaginación la figura de Jesucristo o de la
Santísima Trinidad, etcétera?
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