“Yo muero pero Dios
no muere”
El 31 del mismo mes, se confesó y
después estuvo charlando con el sacerdote, aludiendo a la reciente Pastoral del
señor Arzobispo de Durango, que aprobaba plenamente la defensa armada.
"Esto es lo que nos faltaba. Ahora sí podemos estar tranquilos. Dios está
con nosotros" decía. Y le ruega al sacerdote que al día siguiente le lleve
la Comunión por ser viernes primero, a esa casa, que era la de los Vargas,
donde estaba escondido. Por la noche, desde buena hora se sienta a su mesa de
trabajo para escribir un artículo destinado al periodiquito Gladium, que ya no
se podrá publicar en él, pero que ha recogido la historia y que expresa
ardientemente sus últimos pensamientos. "Bendición —escribe—, para los
valientes, que defienden con las armas en la mano la Iglesia de Dios. Maldición
para los que ríen, gozan, se divierten siendo católicos en medio del dolor sin
medida, de su Madre; para los perezosos, los ricos tacaños, los payasos, que no
saben más que acomodarse y criticar. La sangre de nuestros mártires está pesando
inmensamente en la balanza de Dios y de los hombres". "El espectáculo
que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El Cielo lo
bendice, el mundo lo admira, el infierno lo ve lleno de rabia y asombro, los
verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada; solamente los críticos
no hacen más que morder; solamente los díscolos no hacen más que estorbar;
solamente los ricos cierran sus manos para conservar su dinero, ese dinero que
los ha hecho tan inútiles y tan desgraciados".
Ya había pasado la media noche, y
era ya el primer viernes de abril y todavía Anacleto seguía escribiendo:
"Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos
católicos. Mañana será tarde, porque mañana se abrirán los labios de los valientes
para maldecir a los flojos, cobardes y apáticos". ¿Era esto una profecía o
un presentimiento? "Todavía es tiempo de que todos los católicos cumplan
su deber; los ricos que den, los críticos que se corten la lengua, los díscolos
que se sacrifiquen, los cobardes que se despojen de su miedo y todos que se
pongan en pie, porque estamos frente al enemigo y debemos cooperar con todas
nuestras fuerzas a alcanzar la victoria de Dios y de su Iglesia'.La página ha
concluido, son tres hojas de tamaño oficio, llenas de apretada y hermosa letra...
Son las tres de la mañana y se retira a tomar un breve descanso... Es su último
reposo en la tierra... Pocas horas después comenzará su eterno y glorioso
descanso. A las dos de la mañana, mientras Anacleto todavía escribía, una multitud
de esbirros, soldados de la guarnición de la plaza, entraron por un balcón, como
vulgares asaltantes, en. la casa de Luis Padilla Gómez, que tranquilamente dormía.
Llegaron hasta su lecho y con palabras soeces y golpes, le obligan a levantarse
y vestirse rápidamente porque el jefe de la guarnición del Cuartel Colorado, lo
necesita; y allí lo encierran en una mazmorra. Poco después llevan al mismo
Cuartel a la mamá y la hermana de Luis.
Consumada esta gloriosa hazaña
por los invictos defensores de la conspiración anticristiana, se dirigen a la
casa de los Vargas. Sin duda alguna había intervenido alguna delación de algún
cobarde traidor. Tocan fuertemente a la puerta de la botica que daba al
exterior en la casa del Dr. Vargas. Se dan a conocer y entran en tropel
desparramándose por todas las habitaciones, aun las de las señoras que dormían.
No cabe duda que estos defensores de la ley, que da garantías al domicilio
privado eran unos buenos y caballerosos ( ! ) cumplidores de esa ley. Al ruido
del tumulto, Anacleto despierta y se viste rápidamente su overol, pero en las
prisas se lo pone con la espalda al pecho. Y sale para escapar por la azotea,
como lo tenía preparado, para cualquier alarma. Pero la soldadesca no sólo ha
rodeado la casa y cuidado las puertas de todas las salidas, sino que ha
invadido la azotea. ¡Imposible escapar! Entonces, todavía algún tanto
amodorrado, pues le han despertado en lo mejor de su sueño, vuelve a su
habitación, y como era reconocido por su valor, quiere fingir todavía que no es
él al que buscan. Está pálido, lívido, y tontamente cree que podrá despistar a
los que le amenazaban con las pistolas y que se ríen de su facha con el traje
al revés, corriendo a esconderse debajo de una mesa en la misma habitación.
— ¡Este barbón, tal por cual es
al que buscamos...! ¡Salga de allí...! Usted se ha escondido en tal y
tal casa, hijo de perra, y ahora aquí. ¿Es usted Anacleto González Flores?...
Anacleto ha recobrado su
serenidad.
—Sí, yo soy y ¿qué con eso?
— ¿Dónde se esconde Orozco y
Jiménez? (el Señor Arzobispo).
—No me pregunten más... No sé
nada. —Y dirige una mirada de perdón y súplica a la dueña de la casa, que con
un gesto le indica no tenga pena ninguna por lo sucedido en su morada—. Todo
estaba previsto..., y con gusto.
Los dos jóvenes Jorge y Ramón,
también han sido encontrados y del mismo modo todos los papeles, mapas e
instrucciones a los combatientes que se encontraban en su mesa...
— ¡Hala! tales por cuales...ahora
las van a pagar todas...
¡A la inspección!
. . —Y se los llevan presos a
reunidos con Luis Padilla.
Con los Vargas va también preso
otro hermano de ellos, menor de edad. La buena mamá los bendice y exclama:
¡Hijos míos! ¡Hasta el Cielo! Cedo ahora la pluma al Lic. Barquín y Ruiz que
refiere con vibrante emoción el glorioso martirio de los héroes cristianos
tapatíos. Comenzó inmediatamente el interrogatorio y la tortura de Anacleto, a quien
querían obligar a denunciar a quienes estuvieran complicados en el movimiento
armado católico de Jalisco y la noticia del lugar en que se ocultaba su
Prelado, el Excmo. Sr. Orozco y Jiménez. Anacleto no podía negar su
participación en la epopeya cristera, porque los verdugos tenían en su poder las
pruebas de ello; ni era Anacleto hombre que eludiera la responsabilidad de sus
actos. La asumió, pues, plenamente, en lo que se refería a su actuación
cristera desde la ciudad, pero no dijo nada de lo que se le pedía en materia de
denuncias. Entonces comenzó la tortura. Lo suspendieron en presencia de sus
compañeros por los pulgares de las manos, mientras con cuchillos herían sus
descalzos pies.
—Dinos, fanático miserable, ¿en
dónde se oculta Orozco y Jiménez?
—No lo sé. La cuchilla destroza
aquellos pies, que no se movían sino para hacer el bien.
—Dinos ¿quiénes son los jefes de
esa maldita liga que pretende derribar a nuestro jefe y señor el Gral. Calles?
—No existe -más que un solo Señor
de cielos y tierra. Ignoro lo que me preguntan...
La cuchilla seguía desgarrando
aquel cuerpo sagrado. Después se le sujetó a otras torturas incontables e
inenarrables. Del mismo modo maltrataban a Padilla y a los hermanos Vargas, y Anacleto
suspendido aún, que lo vio: — ¡No maltraten a esos muchachos! Si quieren sangre
aquí está la mía! —gritó a la soldadesca. Luis y los Vargas vencidos por el
dolor, parecían flaquear; pero Anacleto los sostiene, y pide morir él el último
con el fin de confortar a sus compañeros. Descuelgan lo y le asestan un tremendo
culatazo en un hombro que le destrozan por completo; y con la boca chorreando
sangre por los golpes, y el hombro destrozado, comienza a exhortarlos con
aquella su elocuencia vibrante y apasionada, con aquella su locura de la cruz...
Seguramente que nunca había hablado como entonces... Se suspendió el martirio
por algunos momentos. Simulóse después un "consejo de guerra
sumarísimo", que condenó a los prisioneros a la pena de muerte por estar
en connivencia con los rebeldes. Al oír la sentencia, Anacleto respondió con
estas recias palabras: "Una sola cosa diré y es que he trabajado con todo
desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me
mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí
dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que
veré pronto desde el Cielo el triunfo de la religión en mi Patria".
Eran las 3 de la tarde del
viernes primero de abril de 1927. La soldadesca separó a uno de los tres
hermanos Vargas, por suponer que era menor de edad. Anacleto de nuevo exhorta a
sus hermanos y como Luis manifestara deseos de confesarse, le respondió el
Maestro: "¡No, hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir
perdón y perdonar. Es un Padre y no un juez el que te espera. Tu misma sangre
te purificará!...
En seguida Anacleto comenzó a
recitar el Acto de Contrición, que corearon sus compañeros. Y Luis Padilla
pidió un momento más para orar. Apenas habían terminado el Acto de Contrición
una descarga cerrada cortó la vida de los dos Vargas. . . Padilla, aún orando
de rodillas, cayó bañado en sangre, en seguida. Anacleto aún de pie, a pesar de
sus terribles dolores, con voz serena y fuerte se dirigió al general Ferreira,
que presenciaba la tragedia: "General, perdono a usted de corazón; muy
pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar
será su Juez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios". Los
soldados no se atrevían a descargar sobre él sus armas. Entonces el general
hizo una seña al capitán de la patrulla, y éste le hundió un marrazo en el lado
izquierdo del busto, y al caer ya, los soldados viendo lo inevitable, descargaron
todas sus armas sobre la víctima. Todavía pudo semiincorporarse Anacleto para
gritar: "Por segunda vez oigan las Américas este grito: Yo muero pero Dios
no muere (se refería al grito de García Moreno) / Viva Cristo Rey!" Y
calló para siempre... en la tierra, para comenzar sus cánticos de gloria en el
Cielo.
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