ECCE HOMO
Cualquiera que haya
leído atentamente la Historia y tenga una noción clara de los sucesos humanos,
sabe muy bien que la libertad considerada no como palabra, ni como una teoría,
ni como una fórmula filosófica, sino como un hecho, es todo un milagro en el
orden moral. Y hay que mantener la palabra, por más que parezca demasiado
fuerte y atrevida. Sí, pese a quien pesare, hay milagros en el orden moral y
entre ellos uno de los más salientes y más altos, a lo largo de las páginas de
la historia, es el establecimiento de la libertad. Más aún: para buscar la
clave que explica totalmente, satisfactoriamente el milagro, es preciso, sean
cuales fueren los prejuicios que se padezcan y los sistemas y las banderas que
se profesen y se sigan, ir hasta el arranque luminoso donde un día se dejó
alzar –para ser espectáculo eterno subido en los hombres de las montañas más
altas– el Cristo desdoblado por encima de las puntas de las espadas de todos
los legionarios de Roma y del poderío de todos los estados paganos, como una
bandera trémula y ensangrentada. El pueblo judío llegó a ahogar y a derribar a
pedradas a los profetas, los más altos y recios oráculos que decían en alta voz
y aventaban hacia todos los pudrideros las lepras y las fístulas de los reyes y
de los fuertes.
Los griegos sofocaban
el ruido de los pensamientos que de lejos o de cerca tocaban la frente de los
dioses consagrados. Roma –la maestra que fundió los moldes donde se trazaron
los preceptos inmortales de “la razón escrita” –tras de juntas con las bestias
de carga los cuerpos obscurecidos de lo esclavos, acabó por enterrar a los
últimos abanderados que descendían en línea recta –a través de Junio Bruto– de
los Idus de marzo. Llegando a este punto, a este momento histórico, el
paganismo –humanamente– no podía no debía esperar la resurrección de la
libertad. Porque todo había llegado a ser un inmenso estercolero. Todo había
quedado reducido a una gigantesca fístula donde todos los días, ricos y
plebeyos, capitanes y emperadores, filósofos y poetas, grandes y pequeños se
pudrían hasta la médula de sus huesos y se entregaban en manos del primer
postor.
El individuo había
venido a ser una insignificante partícula viva de un monstruoso organismo que
ahogaba, que asfixiaba todo conato de rebeldía, viniere de donde viniere.
¿Cómo y por dónde
podría venir la libertad? La espada, se dirá la espada había mellado cien veces
su filo a pesar de que Aníbal la había llevado en su diestra contra Roma y de
que Pompeyo[1]
había intentado cortar los destinos del César. Quedaba el puñal de los
conjurados. Pero Casio[2]
y Marco Bruto[3]
habían asaltado en vano al conquistador de las Galias. La fortuna besó la
frente de un joven cojo y delgado, por encima de los campos de Filipos y
Augusto fue el emperador. El alzamiento de los esclavos. Espartaco[4]
hizo la prueba y quedó con un brazo roto y amarrado a pesar de todo, a la
piedra de los siervos. Sin embargo, unos cuantos hombres hechos como todos de
carne flaca, endeble y apocada y con las manos vacías, penetraron al cauce envejecido
por donde todo el río inmenso del paganismo marchaba todos los días cargados de
podredumbre y de orgías. Sus pasos no fueron oídos. No cabalgaban, como los
antiguos conquistadores, briosos corceles. No traían ni legiones, ni máquinas
de guerra; traían, sí, lo que nunca pudieron tener los maestros de Atenas ni
todos los maestros de Roma. Traían encendida hasta llamear a lo largo del
corazón y del espíritu, la pasión de la verdad y la conciencia plena de sus
propios destinos.
No era solamente un
entusiasmo pasajero. Ni tampoco una remota vislumbre de la propia personalidad
ni del propio destino. Era toda una sed inmensa de gritar la verdad por encima
de todas las orgías, encima de todas las violencias, por encima de todas las
espadas, de todos los potros, de todas las máquinas de guerra y de la cabeza
erguida de todos los grandes y de todos los fuertes de la tierra. Sentían toda
la excelsa, toda la insuperable, toda la gigantesca soberanía de la verdad y
venían a afirmarla, a subrayarla, no en las páginas inertes de un tratado, ni
en una arenga más o menos apasionada, ni tampoco en un verso luminoso e
inspirado; venían a dejarla caer, con todo el peso aplastante y decisivo de una
montaña, con toda la carne de su cuerpo descoyuntado, con toda la sangre de sus
venas vaciada sobre el puño de los fuertes, con la inmolación entera, total de
la totalidad de su ser.
El fracaso de
Sócrates no consistió en haberse dejado matar, sino en que se logró matarlo. El
estado griego, enfermo de insomnio mientras oyó las preguntas inquietantes de
Sócrates, al día siguiente de su muerte durmió a pierna suelta. Los mismos
discípulos del filósofo vieron beber al maestro la cicuta y si algo aprendieron
y con ellos todos los demás fundadores de escuelas, fue a guardar silencio para
ahorrarse la repetición del caso trágico. Y de allí fueron a callar. Y con
ellos el paganismo todo entero –un día antes de su total disolución. Se echó en
brazos de lo que Brunetiére,[5]
en frase llena de sentido, llamó “la mentira de la pacificación”. Y esa mentira
mató hasta el último resto de gallardía por la verdad y hasta el último
vestigio de libertad.
La victoria de Cristo
no consistió ni ha consistido en que se dejó matar sino en que hasta ahora ha
sido y seguirá siendo imposible matarlo. Sus verdugos se sintieron seguros
cuando lo vieron amarrado, con las manos echadas hacia atrás y cuando lo vieron
clavado en la cruz; pero al día siguiente apostaron sus guardias al lado del
sepulcro, porque comenzaron a padecer el insomnio de los perseguidores del
Cristianismo, que todos los días se levanta más fuerte cuando se duplican las
guardias en rededor de su sepultura. Y los discípulos de la nueva escuela, muy
lejos de pactar con la mentira de la pacificación, fueron a decir la verdad a
gritos por encima del silencio de todos. Y esto restableció el imperio de la
libertad. Desde entonces hasta ahora se le ha intentado estrangular, se ha
intentado matarla; pero ha logrado salvarse de todos los naufragios y de las
crisis. Y esto a pesar de todas las bancarrotas. Y solamente, únicamente, en
fuerza de la vialidad del cristianismo, se entiende del verdadero, del
legítimo, es decir, del catolicismo. Porque convengamos en que la crisis más
irreparablemente arrasadora de la época moderna, consiste en que todos los ensayos
que ha hecho más allá de la Iglesia Católica, fuera de ella y contra ella, han
venido a parar exactamente al mismo tiempo a donde llegó el paganismo: a la
mentira de la pacificación. Cuando Edgar Quinet[6]
dijo del protestantismo “que es las mil puertas abiertas para salir del
Cristianismo” no dijo todo lo que más tarde han dicho los hechos. Y no hace más
que dos o tres años que un obispo protestante sostuvo en los Estados Unidos
ante un jurado nombrado para juzgarlo, que a la luz del libre examen había
podido encontrar, nada menos que en las páginas de la Biblia, la demostración
de que Dios no existe. Quinet debió decir que el protestantismo es una puerta
permanentemente abierta para salir de todas partes y para ir a todas partes.
Mejor dicho, es una puerta abierta a todos los pactos, a todas las
capitulaciones y a todas las retiradas.
El Protestantismo
nació con la mentira de la pacificación en los labios. Desde Lutero hasta el
ministro protestante Peecot –que ha renunciado a ejercer–, todas las actitudes
son buenas y los pactos con los príncipes han sido lícitos. El liberalismo,
hijo legítimo del protestantismo, al proclamar el libre pensamiento, consagró
también la libre capitulación y la libre retirada. Si “el pensamiento no
delinque” menos delinquirá el brazo que es simple ejecutor del pensamiento.
Menos delinquirán cuerpo y ama, sean cualesquiera las posturas que adopten
frente a las fuertes.
Y de este modo se ha
llegado a momento extremo de la crisis de ensayos, de filosofías y de sistemas.
Porque ninguno de esos ensayos ha podido ni puede hacer lo único que salva la
libertad: el hombre moral. ¿Cuál es la arquitectura interior y exterior del
hombre moral? ¿De qué está hecho y cómo está hecho? Hoy no lo diremos. Nos
limitamos a afirmar este hecho incontrovertible: todos los ensayos hechos por
la época moderna fuera de la Iglesia Católica y contra ella, no han podido ni
sospechar siquiera la fisonomía del hombre moral. Y el hombre moral ignora o
aborrece instintivamente, por lógica, en fuerza de la dirección misma de su
vida, la mentira de la pacificación. Para él hay una posición de cuerpo y alma
de la que jamás debe apartarse. Porque él por encima de todo y de todos: de
espadas, de bayonetas, de ejércitos, de potros y de guillotinas, ha cruzado su mano
con la mano de Dios y ha jurado llegar a él. Y llegará. Llegará envuelto en un
sudario de sangre y caído bajo un desfiladero de puños armados o seguidos del
homenaje de todos los fuertes; pero llegará. Podrá retirarse alguna vez; pero
no siempre. Tendrá varias puertas abiertas; pero no todas. Porque sabe que
cuando alguien –César, rey, capitán, pueblo o ejército o las propias flaquezas–
se interpongan entre él y Dios, deberá pasar con los brazos echados hacia
arriba, con la cabeza echada hacia atrás y con el alma erguida y flotante como
una bandera que jamás capitula y con el arca santa de la soberanía, de la
verdad, entre sus manos ensangrentadas de mártir. El Catolicismo es el único
sistema lógico de martirio y el único que puede conocer y hacer la arquitectura
compleja del hombre moral. Y por esto es el único sistema que ha establecido y
conserva la libertad en el mundo.
Por eso el señor
Manríquez y Zárate[7]
tiene en medio de nosotros un alto y fuerte significado. Es él, en la medida en
que lo puede ser un hombre, la expresión más alta de la soberanía de la verdad
y la recia arquitectura del hombre moral forjado en las fraguas únicas de la
doctrina católica.
El jacobismo debe
comprender que está totalmente derrotado. No matará la libertad por más que magulle,
golpee, amarre y resguarde a monseñor Manríquez y Zárate. El hombre moral ha
aparecido con toda la fisonomía radiante y el gesto contagioso, invenciblemente
contagioso, del maestro. Un minuto después de que Sócrates bebió la cicuta, sus
discípulos se dispersaron para callar. A la distancia de dos mil años de que
Cristo apuró hasta las heces el cáliz de la verdad magullada aceptada, sus
discípulos siguen realizando el milagro –único en la historia– de hablar y de
repetir el holocausto de sangre y de dolor. El hombre moral no ha podido ni
podrá ser matado. Y la libertad se salvará. Lord Macaulay[8]
vio a la Iglesia Católica grande y respetada sobre los arcos rotos del puente
de Londres; la historia la verá el último día como la está viendo hoy, con el arca
santa de la libertad en sus manos por encima de los rugidos de la violencia y
de las puntas de las espadas.
Junio, 1926.
[1] POMPEYO
Rufo Quinto (vivió en el siglo II a.C.). General romano, de triste celebridad,
por la astucia ruin que usó para conseguir su elevación política.
[2] CASIO
Lucio. Político romano de fines del siglo I a.C. Desempeñando el cargo de
procónsul de Pérgamo, fue aplastado por Mitrídates.
[3] MARCO BRUTO Junio (85-42 a.C.). Político y militar romano, gozando de la
protección de Julio César, se confabuló para asesinarlo. Derrotado, se suicidó.
[4] ESPARTACO
(113-71 a.C). Famoso jefe de esclavos, de raza númida y sangre noble. Reducido
a la esclavitud por desertar del ejército imperial, encabezó una rebelión.
[5] BRUNETIERE,
Fernando (1849-1906). Literato francés, miembro de la Academia Francesa. El
Papa León XIII lo distinguió como destacado panegirista católico.
[6] QUINET,
Edgardo (1803-1875). Filosofo, poeta, historiador y político francés de extrema
izquierda, enamorado del progreso de la humanidad, intentó renovar la historia
falseándola.
[7] MANRIQUE
y Zárate, José de Jesús (1884-1951). Prelado y sociólogo mexicano, fue obispo
de Huejutla, fue desterrado por apoyar la resistencia activa de los católicos
en 1926.
[8] MACAULAY,
Thomas (1800-1859). Critico y político liberal inglés, se distinguió por su
oposición a la esclavitud y su gran tolerancia.
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