V
Consideremos por último el nuevo Ordo Missae desde
el punto de vista de la REALIZACIÓN DEL
SACRIFICIO.
Los cuatro elementos que intervienen en
esta realización son, en orden: Cristo, el sacerdote, la Iglesia y los fieles.
1. Lugar que ocupan los fieles en el
nuevo rito.
El nuevo Ordo Missae presenta el papel
de los fieles como autónomo. Esto empieza en la definición inicial del número
7: «La Misa es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios». Esto
prosigue por el sentido
que el nº 28 atribuye al saludo que el sacerdote da al pueblo: «El sacerdote,
por medio de un saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor.
Con este saludo y con la respuesta del pueblo queda de manifiesto el misterio
de la Iglesia congregada». ¿Verdadera presencia de Cristo? Sí, pero sólo
espiritual. ¿Misterio de la Iglesia? Sí, pero sólo como comunidad que
manifiesta o pide esa presencia espiritual. Volvemos a encontrar continuamente lo mismo.
Es el carácter comunitario de la Misa que se repite constantemente como algo
obsesivo (nº 74 a 152). Se trata de la distinción, nunca oída hasta ahora,
entre la Misa con pueblo (cum populo) y la Misa sin pueblo (sine
populo) (nº 77 a 231). Es la definición de la «oración universal u oración
de los fieles» (nº 45), en donde se subraya otra vez «el pueblo, ejercitando su
oficio sacerdotal» (populus sui sacerdotii munus exercens): aquí se
presenta el sacerdocio como en ejercicio de modo autónomo, omitiendo su
subordinación al del sacerdote, siendo que el sacerdote, consagrado como
mediador, es en realidad el intérprete de todas las intenciones del pueblo en
el Te igitur y en los dos Memento.
En la «Plegaria eucarística III» (Vere
Sanctus, pág. 123 del Ordo Missae), se llega hasta decir al Señor: «No
dejas de congregar a tu pueblo, para que desde la salida del sol hasta el ocaso
sea ofrecida una oblación pura a tu nombre». Este «para que» (ut) deja
pensar que el pueblo, más que el sacerdote, es el elemento indispensable para
la celebración; y como no se precisa tampoco en este lugar quién es el
que ofrece, se presenta al propio pueblo como investido de un poder
sacerdotal autónomo.
En tales condiciones y según este
sistema, no sería de extrañar que pronto se autorice al pueblo a unirse al
sacerdote para pronunciar las palabras de la Consagración, cosa que, por otra
parte, ya sucede en varios de lugares.
2. Lugar que ocupa el sacerdote en el
nuevo rito.
Se minimiza, altera y falsea la función
del sacerdote. En primer lugar: con relación al pueblo. El es el «presidente» y
el «hermano», pero ya no el ministro consagrado que celebra in persona
Christi. En segundo lugar: con relación a la Iglesia. Es un miembro entre
los demás, un quidam de populo. En el nº 55, en la definición de la
epiclesis, las invocaciones se atribuyen anónimamente a la Iglesia: se desvanece
la función del sacerdote. En tercer lugar: en el Confiteor, que ahora es
colectivo, el sacerdote ya no es el juez, testigo e intercesor ante Dios. Por
lo tanto es lógico que el sacerdote ya no tenga que dar la absolución, que de
hecho se ha suprimido. El sacerdote queda integrado en los «hermanos»: así lo
llama el acólito que ayuda a Misa en el Confiteor de «la Misa sin
pueblo». En cuarto lugar: se ha suprimido la distinción entre la comunión del
sacerdote y la de los fieles. Sin embargo, esta distinción está cargada de
sentido. El sacerdote obra in persona Christi durante la Misa. Al unirse
íntimamente a la víctima de un modo propio al orden sacramental, expresa la
identidad del Sacerdote y de la Víctima, identidad que es propia del Sacrificio
de Cristo y que, manifestada sacramentalmente, muestra que el Sacrificio de la
Cruz y el Sacrificio de la Misa es sustancialmente el mismo. En quinto lugar:
ya no se dice ni una sola palabra del poder del sacerdote como ministro
del Sacrificio, ni del acto consagratorio que le es propio, ni de la
realización de la Presencia eucarística por medio de él. Ya no se expresa lo
que el sacerdote católico tiene de más que un ministro protestante. En sexto
lugar: se ha suprimido o vuelto facultativo el uso de muchos ornamentos: en
algunos casos basta el alba y la estola (nº 298). Desaparecen estos ornamentos,
que son signos de la conformación del sacerdote con Cristo. El sacerdote ya no
se presenta como revestido de todas las virtudes de Cristo; ahora sólo será una
especie de oficial eclesiástico, que apenas se distingue de la masa por uno o dos galones.
En suma, el sacerdote –según la fórmula involuntariamente humorística de un
predicador moderno–, será «un hombre un poco más hombre que los demás».
3. Lugar que ocupa la Iglesia en el
nuevo rito.
Es decir,
relación de la Iglesia con Cristo.
En un solo caso, en el nº 4, se digna
admitir que la Misa es un «acto de Cristo y de la Iglesia»: es el caso de la
Misa «sin pueblo». En cambio, en la Misa «con pueblo», el único fin que se
expresa es «hacer memoria de Cristo» y santificar a los asistentes. El nº 60
declara: «El presbítero que celebra... asocia a sí mismo al pueblo al ofrecer
el sacrificio por Cristo en el Espíritu Santo a Dios Padre». Tendría que haber
dicho: «asocia al pueblo a Cristo, que se ofrece a Sí mismo a Dios Padre». En
este contexto se insertan: la gravísima omisión del per Christum Dominum
nostrum, fórmula que para la Iglesia de todos los tiempos significa y funda
la seguridad de ser escuchado (Juan 14, 13-14; 15, 16; 16, 23-24); la vaga y
maníaca escatología, en la que se presenta la comunicación de la gracia –realidad
al mismo tiempo actual y eterna– como fruto de un progreso que se está por
realizar; el pueblo de Dios «en marcha»: la Iglesia ya no es la Iglesia
militante que combate contra las potestades de las tinieblas, sino peregrina
hacia un futuro que no aparece vinculado al eterno –es decir, a lo que está más
allá del actual–, sino únicamente temporal.
En la «Plegaria eucarística IV», se
reemplaza la oración del Canon romano pro omnibus orthodoxis atque
catholicae fidei cultoribus con una oración por «todos los que te buscan
con corazón sincero». Igualmente, el Memento de difuntos ya no menciona
a los que han muerto cum signo fidei et dormiunt in somno pacis (marcados
con el signo de la fe y que duermen el sueño de la paz), sino simplemente «a
los que han muerto en la paz de tu Cristo», a los que se añade el conjunto de
difuntos «cuya fe Tú sólo conoces», cosa que supone un nuevo golpe contra la
unidad de la Iglesia considerada en su manifestación visible.
No figura en ninguna de las tres nuevas
«plegarias eucarísticas» la menor alusión al estado de sufrimiento de los
difuntos; no hay lugar en ninguna de ellas para una intención particular hacia
ellos. Esto contribuye también a embotar la fe en la naturaleza propiciatoria y
redentora del Sacrificio. De modo general, diversas omisiones rebajan el
misterio de la Iglesia al desacralizarlo. Ante todo, se ignora este misterio en
su aspecto de jerarquía sagrada. Los Ángeles y Santos quedan reducidos al
anonimato en la segunda parte del Confiteor colectivo; han desaparecido
de la primera parte como testigos y jueces en la persona de San Miguel
Arcángel. También desaparecen las distintas jerarquías angélicas –hecho sin
precedentes– en el prefacio de la nueva «Plegaria eucarística II»; también han
desaparecido en el Communicantes la conmemoración de los Santos,
Pontífices y Mártires, sobre los que fue fundada la Iglesia de Roma y que, sin
ninguna duda, transmitieron las tradiciones apostólicas y fijaron lo que vino a
ser con San Gregorio la Misa romana. También se ha suprimido en el Libera
nos, la mención de la Santísima Virgen, de los Apóstoles y de todos los
santos: ya no se pide su intercesión, ni siquiera en momento de peligro.
Por último, la unidad de la Iglesia
queda comprometida con lo siguiente: la audacia ha llegado hasta el punto de la
intolerable omisión en todo el nuevo Ordo Missae –incluidas las tres nuevas
«plegarias eucarísticas»– de los nombres de los Apóstoles San Pedro y San
Pablo, fundadores de la Iglesia de Roma, y de los nombres de los demás Apóstoles,
fundamento y signo de la unidad y de la universalidad de la Iglesia. Sus
nombres ya sólo figuran en el Communicantes del Canon romano. El nuevo
Ordo Missae atenta también contra el dogma de la comunión de los santos al
suprimir todos los saludos y la bendición final cuando el sacerdote celebra sin
ayudante; y al suprimir el Ite Missa est en la misa con ayudante y sin
pueblo
El doble Confiteor
al principio de la Misa muestra de qué manera el sacerdote –revestido con
los ornamentos que lo designan como ministro de Cristo e inclinándose
profundamente– se reconoce indigno de tan alta misión, indigno del tremendum
mysterium que se dispone a celebrar. Luego, reconociendo (en el Aufer a
nobis) que no tiene ningún derecho para entrar en el Santo de los Santos,
se encomienda (en el Oramus te Domine) a la intercesión y a los méritos
de los mártires cuyas reliquias están en altar. Pues bien, ¡se han suprimido
ambas oraciones y el doble Confiteor!
Se han profanado también las
condiciones que convienen para celebrar el Sacrificio en cuanto realización de
una acción sagrada; de tal modo que cuando la celebración tiene lugar fuera de
la Iglesia, se puede reemplazar el altar con una simple mesa sin ara consagrada
ni reliquias (nº 260 a 265).
La desacralización llega a su mayor
punto con las nuevas y a veces grotescas modalidades de la ofrenda. Se insiste
en el pan ordinario en vez del pan ázimo. A los ayudantes de misa y a los
seglares se les concede la facultad de tocar los vasos sagrados durante la comunión
bajo las dos especies (nº 244). Se irá creando en la Iglesia una increíble
atmósfera, pues se irán alternando sucesivamente el sacerdote, el diácono, el
subdiácono, el salmista, el comentador (el propio sacerdote, por otra parte, se
ha convertido en comentador, pues se lo invita a «explicar» continuamente lo
que está haciendo), los lectores hombres y mujeres, los clérigos o los seglares
que reciben a los fieles a la puerta de la iglesia y los acompañan a su lugar,
pasan la colecta, llevan y seleccionan las ofrendas, etc. En medio de tal
agitación para volver supuestamente a la Escritura, encontramos en el nº 70
–opuesto formalmente tanto al Antiguo Testamento como a San Pablo– la presencia
de la mulier idonea, la mujer apropiada (nº 66), autorizada por primera
vez en la tradición de la Iglesia para leer las lecturas de la Sagrada
Escritura y realizar otros «ministerios que se ejecutan fuera del presbiterio».
Finalmente, la manía de la concelebración, que acabará destruyendo la piedad
eucarística del sacerdote y difuminando la figura central de Cristo, único
Sacerdote y Víctima, y disolviéndola en la presencia colectiva de los
concelebrantes.
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