Capitulo
XX
EL SENTIDO DE LA HISTORIA
En los capítulos precedentes he tratado de
mostrar que los católicos liberales tales como Lamennais, Maritain, Yves
Congar, tienen una visión poco católica del sentido de la historia. Trataremos
de profundizar su concepción y de juzgarla a la luz de la fe.
¿Sentido
o contrasentido?
Para los católicos llamados liberales, la
historia tiene un sentido, es decir, una dirección. Esta dirección es inmanente
y de esta tierra: es la libertad. La humanidad es llevada por un soplo
inmanente hacia una conciencia creciente de la dignidad de la persona humana y
por lo tanto hacia una libertad cada vez mayor de toda coacción. El Vaticano II
se hará eco de esta teoría diciendo a ejemplo de Maritain:
“De
la dignidad de la persona humana tiene el hombre de hoy una conciencia cada día
mayor y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce
y use de su propio criterio y de libertad responsable, no movido por coacción,
sino guiado por la conciencia del deber.”
Nadie discute que sea de desear que el hombre se
determine libremente hacia el bien; pero que nuestra época y el sentido de la
historia en general estén marcados por una conciencia naciente de la dignidad y
de la libertad humana, eso es muy discutible. Sólo Jesucristo al conferir a los
bautizados la dignidad de hijos de Dios muestra a los hombres en qué consiste
su verdadera dignidad: la libertad de los hijos de Dios de la que habla San Pablo
(Rom. 8, 21). En la medida en que las naciones se sometieron a Nuestro Señor
Jesucristo, se vio en efecto el desarrollo de la dignidad humana y una sana
libertad; pero desde la apostasía de las naciones instaurada por el
liberalismo, es forzoso verificar que, al contra-rio, donde Jesucristo no reina
“las verdades disminuyen entre los hijos de los hombres” (Sal. 11, 2), y la
dignidad humana es cada vez más despreciada y pisada, y la libertad se reduce a
un eslogan vacío de todo contenido. En cualquier otra época de la historia, ¿se
ha visto una empresa tan radical y colosal de esclavitud como la técnica
comunista para esclavizar a las masas? Si Nuestro Señor nos invita a
“discernir los signos de los tiempos” (Mat. 16, 3), ha sido, pues, necesaria
toda la ceguera voluntaria de los liberales y una consigna absoluta de
silencio, para que un concilio ecuménico reunido precisamente
para discernir los signos de nuestro tiempo se calle sobre el signo de los
tiempos más manifiesto, que es el comunismo. Este silencio basta por sí solo
para cubrir de vergüenza y reprobación a este Concilio ante toda la historia y
para mostrar lo risible de lo que alega el preámbulo de Dignitatis Humanæ que
os he citado. Por consiguiente, si la historia tiene un sentido, no es
ciertamente la inclinación inmanente y necesaria de la humanidad hacia la
libertad y la dignidad, inventada por los liberales “ad justificandas
justificationes suas”, para justificar su liberalismo, para cubrir con la
máscara engañosa del progreso, el viento helado que el liberalismo hace soplar
desde hace dos siglos sobre la cristiandad.
Jesucristo, eje
de la historia
¿Cuál es, pues,
el verdadero sentido de la historia? ¿Hay acaso sentido de la historia?
Toda la Historia está ordenada a una persona, que es su
centro: Nuestro Señor Jesucristo, porque, como lo revela San Pablo: “En El han
sido fundadas todas las cosas, las de los cielos, y las que están sobre la
tierra, las visibles y las invisibles, sean tronos, sean dominaciones, sean
principados, sean potestades. Todo ha sido creado por El y en El, y El es antes
que todas las cosas, y en El subsisten todas. Y El es la cabeza del cuerpo de
la Iglesia, siendo El mismo el principio (...) para que en todo tenga el primer
lugar. Dios ha querido que toda la plenitud habitara en El, y por medio de El
reconciliar todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo,
haciendo la paz mediante la sangre de su Cruz.” (Col. 1, 16-20) Jesucristo es,
pues, el eje de la historia. La historia no tiene más que una ley: “Preciso es
que El reine” (I Cor. 15, 25). Si El reina, reinan también el progreso
verdadero y la prosperidad que son bienes más espirituales que materiales. Si
El no reina, es la decadencia, la caducidad, la esclavitud en todas sus formas
y el reino del Maligno. Esto es lo que profe-tiza la Sagrada Escritura: “Porque
la nación y el reino que no te sirvan perecerán, esas naciones serán
completamente destruidas” (Is. 60, 12). Hay libros excelentes sobre la
filosofía de la historia, pero que me llenan de sorpresa e impaciencia al
comprobar que omiten este principio absolutamente capital, o no lo ponen en el
lugar que le corresponde. ¡Se trata del principio de la filosofía de la
historia, y además es una verdad de fe, verdadero dogma revelado y comprobado
centenares de veces por los hechos! He
aquí la respuesta a la pregunta: ¿Cuál es el sentido de la historia? Pues, la
historia no tiene ningún sentido, ninguna dirección inmanente. No existe el
sentido de la historia. Lo que hay es un fin de la historia, un fin
trascendente: la “recapitulación de todas las cosas en Cristo”; es la sumisión
de todo el orden temporal a Su obra redentora; es el dominio de la Iglesia
militante sobre la ciudad temporal, que prepara el reino eterno de la Iglesia
triunfante del Cielo. La fe lo afirma y los hechos lo de-muestran, la historia
tiene un primer polo: la Encarnación, la Cruz, Pentecostés; se desarrolló
plenamente en la ciudad católica, ya sea el imperio de Carlomagno o la
república de García Moreno; y tendrá su término llegando a su polo final,
cuando el número de los elegidos se complete, después del tiempo de la gran
apostasía (II Tes. 2, 3); ¿No estamos acaso viviéndola?
Una objeción liberal contra la ciudad católica
Pienso que habéis comprendido bien, por
lo anterior, que en la historia no hay ninguna ley inmanente del progreso de la
libertad humana, ni tampoco una ley de la emancipación de la ciudad temporal
respecto a Nuestro Señor Jesucristo. Pero, dicen los liberales como el Príncipe
Alberto de Broglie en su libro L’Eglise et l’empire Romain au IV Siècle [La
Iglesia y el Imperio Romano en el siglo IV], el régimen propuesto, de la unión
de la Iglesia y el Estado, que fue el de los césares cristianos romanos o
germánicos ha conducido siempre al avasallamiento de la Iglesia respecto al
Imperio y a una molesta dependencia del poder espiritual respecto al temporal.
La alianza del trono y el altar, dice el autor, jamás fue “ni durable, ni
sincera, ni eficaz”. En consecuencia, la libertad e independencia de estas dos
potencias no tiene precio. Dejo al Card. Pie la misión de responder a estas acusaciones
liberales; él no duda en calificar estas afirmaciones temerarias como
“trivialidades revolucionarias”: “Si
varios príncipes aún neófitos y no muy desligados todavía de las costumbres absolutistas
de los césares paganos, trocaron en opresión su protección legitima desde un
principio; si procedieron con un rigor contrario al espíritu cristiano
(generalmente luchando por la herejía y a pedido de obispos herejes), hubo en
la Iglesia hombres de fe y de valor como nuestros Hilario, nuestros Martín,
como los Atanasio y los Ambrosio, para llamarlos al espíritu de la mansedumbre
cristiana, para repudiar el apostolado de la espada, para declarar que la
convicción religiosa jamás se impone por la violencia, para proclamar en fin
elocuentemente, que el cristianismo, que se había propagado a pesar de la
persecución de los príncipes, podía prescindir de sus favores y no debía
enfeudarse bajo ninguna tiranía. Conocemos y hemos pesado cada palabra de esos
nobles atletas de la fe y la libertad de su Madre, la Iglesia. Pero, aunque
protestaron contra los excesos y los abusos y censuraron las acciones
intempestivas y faltas de inteligencia que incluso a veces atentaban contra el
principio y las reglas de la inmunidad sacerdotal, ninguno de estos doctores
católicos ha dudado jamás que las naciones y sus jefes tienen el deber de profesar
públicamente la verdad cristiana, de conformar a ella sus actos y sus
instituciones y aún de prohibir con leyes ya preventivas, ya represivas según
las disposiciones del tiempo y de los espíritus, los atentados que revistieron
carácter patente de impiedad y que introdujeren la turbación y el desorden en
el seno de la sociedad civil y religiosa.”
Es un error que ya he subrayado y que este texto del Card.
Pie ilustra bien, que el régimen de “sola libertad” sea un progreso respecto al
régimen de unión de las dos potencias. La Iglesia jamás ha enseñado que el
sentido de la historia y el progreso consistieron en la tendencia inevitable
hacia la emancipación recíproca de lo temporal respecto de lo espiritual. El
sentido de la historia de Jacques Maritain y de Yves Congar no es más que un
contrasentido. Esa emancipación que presentan como un progreso, no es más que
un divorcio ruinoso y blasfemo entre la ciudad y Jesucristo. Fue necesaria toda
la desvergüenza de Dignitatis Humanæ para canonizar ese divorcio y, suprema
impostura, ¡esto en nombre de la verdad revelada! Juan Pablo II declaraba con
motivo de la conclusión del nuevo concordato entre la Iglesia e Italia:
“Nuestra sociedad se caracteriza por el pluralismo religioso”, y sacaba la
consecuencia: esta evolución exige la separación entre la Iglesia y el Estado.
Pero en ningún momento Juan Pablo II pronunció un juicio sobre este cambio, aunque
fuera para de-plorar la laicización de la sociedad, o para decir simplemente
que la Iglesia se resignaba a una situación de hecho. ¡No! ¡Su declaración,
como la del Card. Casaroli, alababa la separación de la Iglesia y el Estado,
como si fuera el régimen ideal, el resultado de un proceso histórico normal y
providencial, contra el que nada puede decirse! Dicho de otro modo: “¡Viva la
apostasía de las naciones, he aquí el progreso!” o aún: “¡No hay que ser
pesimista! ¡Abajo los profetas de desgracias! ¿Jesucristo ya no reina? ¡Qué
importa! ¡Todo va bien! La Iglesia camina de todos modos hacia el cumplimiento
de su historia. Y además después de todo, Cristo viene, ¡aleluya!” Este
optimismo simplón mientras se amontonan ya las ruinas, este escatologismo en
verdad torpe ¿no son acaso los frutos del espíritu del error y del extravío?
Todo esto me parece absolutamente diabólico.
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