San Alberto Magno
8 de abril.
(† 1280)
El sapientísimo y humildísimo San Alberto Magno fue natural
de Lingino, que es una población de la Suevia (hoy Germania). Llegado a la edad
de diez y seis años llamó le la Virgen santísima a la sagrada orden de
Predicadores, recientemente fundada por el glorioso santo Domingo; y fue a
Venecia para aprender las letras humanas en la famosa escuela de Jordano: mas
como desconfiase de su aprovechamiento, determinaba ya dejar el estudio y el
propósito que tenía de entrar en aquella religión. En esta perplejidad, acudió
a su único y celestial refugio, que era la santísima Virgen, la cual le consoló
sobremanera, y le alentó a seguir la carrera comenzada. Con esto se dio el
santo mancebo muy de veras al estudio, viniendo a salir en todas las letras y
ciencias tan consumado, que le llamaron por excelencia el Filósofo, y le
dieron el renombre de Magno. Resplandeció su sabiduría en las cátedras de
Colonia, Ratisbona, y singularmente en la de París, que era a la sazón la más
célebre de toda las universidades; y eran tantos los discípulos que concurrían
a las lecciones de aquel nuevo Salomón, que se vio obligado a 1er en la plaza
pública, la cual se llamó después por mucho tiempo la plaza de san
Alberto-Colonia. Tuvo en la universidad de Colonia por discípulo a Santo Tomás
de Aquino, digno alumno de tan gran maestro, el cual abiertamente profetizó que
Santo Tomás había de alumbrar el mundo como sol de la Iglesia de Dios.
Eligiéronle después provincial, y el santo Maestro visitó siempre a pie los
conventos de la orden, y cuando Urbano IV le mandó aceptar la silla episcopal
de Ratisbona, entró San Alberto de noche en la ciudad; mas no pudo evitar los aplausos
de todo el pueblo cuando salió el día siguiente a celebrar la misa. Hacía en el
palacio una vida austerísima como en su convento, y creyendo que era poco el
fruto que hacía en su obispado no paró hasta renunciar a la mitra para volver a
su retiro del claustro. Y después de haber sido como el oráculo del concilio de
Lión, y recibido con humildes lágrimas las honras del pontífice y de toda la
corte romana, entendiendo que se acercaba e fin de su vida, comenzó a darse del
todo a la oración, y a rezar cada día el oficio de difuntos sobre la sepultura en
que se había de enterrar su cadáver, y a los ochenta y siete años de su vida entregó
su alma al Creador.
Reflexión: Quien leyere el solo catálogo de los
libros que escribió el glorioso Alberto Magno, se llenará de maravilla y
asombro, viendo que trató con maestría de todas las ciencias: porque no
solamente fue gran filósofo, teólogo, moralista e intérprete sagrado, mas
también orador, médico y matemático, abarcando en su ingenio universal los
tesoros de la humana sabiduría. Dime pues, ahora: si varones tan sabios y
santos, como Alberto Magno, han consagrado sus portentosos talentos a la fe de
nuestro Señor Jesucristo y de su Iglesia, ¿no es suma desvergüenza la de los
modernos impíos, cuando dicen que la religión católica ha sido siempre la
herencia de los ignorantes? Hartos ignorantes y malvados son los que se atreven
a hablar así. ¡Cuánto mejor hicieran si en lugar de gobernarse por las luces de
su menguado ingenio, se fiaran de la doctrina de Cristo, confirmada con tantos
y tan divinos milagros, y profesada por todos los hombres más sabios y santos
de veinte siglos! ¡Parece imposible que en negocio de tanta importancia como es
el de la eterna salvación, obren con tanta imprudencia!
Oración: ¡Oh! Dios que cada año nos alegras con
la solemnidad de tu bienaventurado confesor Alberto, concédenos propicio que
imitemos las buenas obras de aquel santo, cuyo nacimiento para la gloria celebramos.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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