El Hijo del Carbonero
Las noticias que llegaban a la capital mexicana, de los duros golpes que
los cristeros de Jalisco y Michoacán daban con frecuencia a las fuerzas callistas
destacadas en su persecución, hacían concebir las más halagüeñas esperanzas del
triunfo final, y excitaban el ardor de nuestros católicos rancheros para
levantarse ellos también por todas partes en defensa de la religión de nuestros
padres.
Cierto día de los principios del año 1927, un sacerdote de la Arquidiócesis
de México, recibió el encargo de la "Liga defensora de la Libertad
Religiosa", de presentar a uno de esos valientes campesinos de los Altos
de Jalisco, con algún hacendado rico y católico, de las cercanías de Monte
Alto, en el Estado de México, para que ayudara, del modo que pudiese, como lo hacían
los hacendados de Jalisco, a aquel valiente comisionado por los jefes del
movimiento cristero, para levantar una gavilla de cruzados en aquella región,
pues hasta ellos había llegado la noticia del entusiasmo de los campesinos, quienes
sólo esperaban un jefe.
El sacerdote tenía muchos amigos por aquellos rumbos, y sabía
perfectamente quiénes se prestarían, de todo corazón, a esa honrosa complicidad
con los defensores de Cristo Rey. No tuvo que pensarlo mucho, y mandó llamar a
uno de aquellos señores, tan amargados por la dolorosa situación de la Iglesia
Mexicana, y tan deseosos de contribuir en algo al triunfo de la buena causa. Ya
comprenderán mis lectores que, como en toda guerra de liberación, unos se
lanzan al combate, y otros quedan a la retaguardia, pero no son menos necesarios
y útiles a la causa, por los auxilios de toda especie con que ayudan a los
combatientes. Yo recuerdo que en la guerra de 1914 en Europa, que me tocó ver
muy de cerca, oí varias veces a los soldados belgas, manifestar su seguridad
del triunfo, ¡"pour vu que les civils tienncnt"! ¡Con tal que los
civiles (los de la retaguardia) permanezcan firmes en su actitud de
resistencia!
Aquí también, como ya hemos podido notar en los relatos anteriores de
nuestros mártires, los civiles de retaguardia, los de las ciudades, y de una
manera muy particular las mujeres mexicanas, sostenían a los cristeros combatientes,
proporcionándoles en medio de los más grandes peligros, parque, alimentos y
vestidos, que ellas mismas, valiéndose de curiosísimas estratagemas, llevaban a
los campamentos de las montañas. Llegado el dueño de la hacienda a la presencia
del sacerdote, que le llamaba con urgencia, éste le presentó al jefe cristero,
quien sin más reticencias ni disimulos, le dijo:
—Señor, los altos jefes de
la campaña cristera me han encomendado me ponga al frente de unas dos docenas
de valientes muchachos de las cercanías de Monte Alto, que quieren luchar por
Cristo Rey y la liberación religiosa de nuestra patria. El Padre me ha dicho
que puedo tener absolutamente confianza en usted, y por eso le digo que ya
tengo a esos mis muchachos bien pertrechados y acampados en el monte, esperando
las eventualidades de una campaña como ésta. Pero, si por el momento y para
comenzar, ya estamos listos, nos falta la seguridad de no carecer durante la
campaña, que bien pudiera ser larga, ni de parque, ni de víveres para mi
pequeña tropa.
Teniendo esto seguro, de lo demás nos encargamos nosotros. No les
tenemos miedo a los "guachos", como les llamamos en Colima y Jalisco;
y con menos gente, que entre nosotros sea dicho, espero también aumentará en
número, hemos logrado en los Altos derrotar completamente a trescientos o
cuatrocientos soldados del gobierno perseguidor, porque tenemos confianza en nuestro
supremo Capitán, Cristo Rey. Pues bien, yo, sabiendo que es usted un buen
católico y que está de corazón con nosotros, solicito de usted esos auxilios
necesarios. Su hacienda no dista mucho, según se me ha dicho, de nuestro
campamento. ¿Podría usted, y querría, asegurarnos, por lo menos, la pitanza
para mis muchachos luchadores?
— ¡Claro está que sí! —le
respondió generosamente el hacendado. La causa por la que ustedes van a
combatir y quizás a morir, es también mía. Yo tengo el deber, como católico y
como mexicano, de contribuir como pueda a la victoria de Jesucristo Rey. Cuente
usted con los víveres necesarios para su tropa durante la campaña. Yo me
encargo del rancho de esa tropa. "Ya buscaré entre mis trabajadores de la
hacienda, quien se encargue de llevarles hasta su campamento ese rancho".
Y después de consultar un mapa, para fijar las distintas posiciones, y cambiar
impresiones sobre el modo de enviar y recibir el auxilio, y las perspectivas de
la lucha, el cristero y el hacendado sellaron su pacto con un vigoroso apretón
de manos, y despidiéndose del buen sacerdote, que quedaba encantado del feliz
éxito de su encomienda, se separaron para la inmediata ejecución de lo pactado.
El buen señor comunicó inmediatamente a su esposa lo que había tratado con el
cristero y ella no sólo lo aprobó, sino entusiasmada por poder contribuir en
algo a aquella lucha tan aplaudida y bendecida por todos los católicos
mexicanos, le declaró que ella misma prepararía los víveres: tortillas, pan,
latas, medicinas, etc., etc.
Había en la hacienda un muchachito, hijo de un carbonero, oriundo del Estado
de Hidalgo. Llamarémosle por ahora, José María. Tenía apenas trece años, pero
tanto la señora como el amo de la hacienda lo empleaban en su servicio, porque
el chicuelo era vivaracho, obediente, buenísimo y servicial. Por ser hijo de un
carbonero, conocía palmo a palmo los vericuetos del monte, en donde su padre
trabajaba, por llevarle él desde la hacienda, el alimento cotidiano. Ninguno
mejor que el chico José María, podría encargarse de llevar las vituallas al
campamento cristero, pues todos lo conocían como el proveedor cotidiano de su
padre, el carbonero, y no llamaría la atención, si le encontraba alguno por los
senderos de la montaña, cargado con víveres. Además que el chico era listo y no
se dejaría sorprender fácilmente. Llamó el amo a José María y le expuso todo el
plan, y su elección, advirtiéndole que, como era empresa de peligro, le dejaba
en entera libertad de aceptar o negarse, sin que por ello tuviera el menor
disgusto, pues bien comprendía, las razones que un pobre niño de trece años
tendría, para negarse a una empresa para la que se necesitaba todo el valor y
fuerzas de un hombre. Pero José María, al oír aquello, estalló en gritos de
júbilo, y recordando lo que había oído entre los campesinos del valor y
abnegación de tantos niños mártires, como ya contaba en su haber la Iglesia
Católica en nuestra patria, sin vacilar un momento aceptó, agradecido, la
confianza que en él depositaba el amo. Prometió seriamente no revelar a nadie
lo que hacía, y jamás, aún en el caso de ser sorprendido por los enemigos,
decir nada de los cristeros, de su campamento, de sus proveedores, etc.
Es preciso haber vivido en aquella época, tan terrible como gloriosa, y haber
tenido algún contacto con los hijos de nuestro pueblo humilde, especialmente de
los rancheros, para darse cuenta del ardor, del entusiasmo, del deseo de
aquellos valientes, de participar en las gestas de los legendarios y epopéyicos
cristeros. El famoso grito ¡Viva Cristo Rey! los galvanizaba, los electrizaba,
a tal punto de que, al proferirlo, muchos dejaban rodar las lágrimas por sus
rostros. Y dicho y hecho, desde el día siguiente, por las veredas de la montaña
se podía ver al hijo del carbonero, cargado con un matalotaje no muy grande, en
atención a las fuerzas de un chiquillo como él, trepando, trepando incansable,
según se creía, en busca de su padre, pero en realidad dirigiéndose al
campamento de los cristeros.
Ligeras escaramuzas y entradas en las aldeas de las cercanías, asaltos a
las policías y oficinas del Gobierno, vinieron pronto a hacer correr el rumor
de que en Monte Alto había una partida de cristeros; y que ya se veían apurados
los representantes de las autoridades callistas. El rumor llegó, como es natural,
al Jefe de las armas del Estado, y éste se dispuso a batir a los levantados.
Convocó a su presencia a los hacendados de la región, para anunciarles su
campaña a los cristeros, y exigirles, más que pedirles, el avituallamiento de
sus tropas, que serían unos trescientos soldados; y guías conocedores de la
montaña.
No faltó de entre ellos, quien al conocer el proyecto, envió rápidamente
un propio al campamento cristero, para anunciar al jefe el peligro, y rogarle
que se dispersaran y escondieran mientras duraba la incursión de los militares.
Recibió el jefe el caritativo y urgente aviso, y reuniendo a los suyos, que
apenas eran una veintena de hombres, los dejó en libertad de esconderse y
disimularse, mientras pasaba el peligro; pero que él estaba resuelto, con los
hombres que quisieran seguirle, a hacer frente a la tropa, porque ansiaba ya,
un encuentro formal con los perseguidores. Todos a una, al grito de ¡Viva
Cristo Rey! decidieron seguir a su jefe. "Si vencemos será un principio de
la victoria final; si morimos, seremos mártires, porque ofrendamos nuestras
vidas por nuestra fe y religión". Pronto los toques del clarín y las
órdenes a gritos de los oficiales, les hicieron comprender que la montaña
estaba rodeada por la tropa, y que el cerco se iba estrechando. Parapetáronse
los valientes tras los árboles y comenzó el tiroteo, que se escuchaba desde muy
lejos. Los militares pensaban que se las tendrían que haber con un grupo
numeroso... pero ¡ay! ¿Qué podrían hacer veinte hombres, contra trescientos...?
Pronto cesó el tiroteo... los cristeros habían muerto, hasta el último hombre...
Y entonces, José María, ansioso de saber lo que había pasado, corrió hacia el
campamento con los víveres, que había recibido la víspera.
Los soldados que lo ocupaban le vieron llegar y comprendieron que era el
proveedor de los levantados. — ¿De dónde vienes....? ¿Quién es el que manda
esos víveres? Y el muchacho entonces, por toda respuesta, lanzó con todas las
fuerzas de sus pulmones el grito aterrador para los "guachos”: ¡Viva
Cristo Rey! — ¡Hola! ¿Con que esas tenemos? . . .¡A ver! azoten a ese bribón y
sáquenle las noticias que necesitamos—, ordenó el General. Y uno de los
oficiales desenvainó la espada, y comenzó a cintarear al chiquillo, que a cada
uno de aquellos horribles golpes, gritaba con más ardor ¡Viva Cristo Rey! Los
soldados, furiosos, a la vista del mismo General y con su anuencia, colgaron a
José María por las manitas atadas a un árbol. . . encima de los catorce
cadáveres de cristeros que habían recogido y amontonado ante el chico para aterrarle...
Pero a cada cadáver que traían, el muchacho lo recibía con el grito heroico:
¡Viva Cristo Rey!... Imposible sacarle otras palabras ni hacerle callar!
Entonces, con las puntas de las bayonetas empujándole, y naturalmente hiriéndole,
comenzaron a columpiarle, pero el chico, como si estuviera jugando, a cada ida
y venida del atroz campaneo, gritaba, casi desfallecido ¡Viva Cristo Rey! Un
soldado le disparó entonces su máuser y la bala expansiva le destrozó un pie...
y José María coreó el disparo con su ¡Viva Cristo Rey! Otro soldado imitó a su
compañero y le destrozó otro pie... ¡Viva Cristo Rey! Subieron más la puntería y destrozaron las rodillas. . . ¡Viva Cristo
Rey! . Los asesinos del niño estaban como locos. . . Palmo por palmo, fueron
subiendo el blanco, en el cuerpecito ya deforme y exhausto del chiquillo, hasta
que, una de las balas le tocó el corazón. . . y le dio la muerte, al exhalar
como un suspiro, su grito. . . ¡Viva Cristo Rey!
Cuando días después el mismo General, relató a un amigo que me lo ha
referido, lo que había hecho...se horrorizaba y se mostraba angustiado por su
crimen... al mismo tiempo que exclamaba en el colmo de la admiración... ¡qué
valientes son esos cristeros! ¡Ah! el infeliz no sabía que era la gracia de
Dios la que da esas fuerzas a niños, mujeres y hombres, que en sus juicios, ha
predestinado para el martirio. Pero en sus noches de insomnio, aquel verdugo,
verá siempre levantarse ante él, aterrorizado, el cuerpecito de José María, el
hijo del carbonero, balanceándose en el aire, y le oirá gritar y gritar mil
veces ¡Viva Cristo Rey!
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