El gran amor que nos tiene nuestra madre
1.
María, madre de amor
Si María es nuestra madre, bien está que consideremos
cuánto nos ama. El amor hacia los hijos es un amor necesario; por eso –como reflexiona
santo Tomás-Dios ha puesto en la divina ley, a los hijos, el precepto de amar a
los padres; mas, por el contrario, no hay precepto expreso de que los padres
amen a sus hijos, porque el amor hacia ellos está impreso en la naturaleza con
tal fuerza que las mismas fieras, como dice san Ambrosio, no pueden dejar de amar
a sus crías. Y así, cuentan los naturalistas, que los tigres, al oír los gritos
de sus cachorros, presos por los cazadores, hasta se arrojan al agua en
persecución de los barcos que los llevan cautivos. Pues si hasta los tigres,
parece decirnos nuestra amadísima madre María, no pueden olvidarse de sus
cachorros, ¿cómo podré olvidarme de amaros, hijos míos? “¿Acaso puede olvidarse
la mujer de su niño sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella
se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti” (Is 49, 15). Si por un imposible una
madre se olvidara de su hijo, es imposible, nos dice María, que yo pueda
olvidarme de un hijo mío. María es nuestra madre, no ya según la carne, como queda
dicho, sino por el amor. “Yo soy la madre del amor hermoso” (Pr 24, 24). El
amor que nos tiene es el que la ha hecho madre nuestra, y por eso se gloría,
dice un autor, en ser madre de amor, porque habiéndonos tomado a todos por
hijos es todo amor para con nosotros. ¿Quién podrá explicar el amor que nos
tiene a nosotros miserables pecadores? Dice Arnoldo de Chartes que ella, al
morir Jesucristo, deseaba con inmenso ardor morir junto al hijo por nuestro
amor. Y así, cuando el Hijo –dice san Ambrosio- colgaba moribundo en la cruz,
María hubiera querido ofrecerse a los verdugos para dar la vida por nosotros. Pero
consideremos los motivos de este amor para que entendamos cuánto nos ama esta
buena madre.
2. María, porque ama a Dios, ama a los hombres
La primera razón del amor tan grande que María tiene a
los hombres es el gran amor que ella le tiene a Dios. El amor a Dios y al
prójimo, como escribe san Juan, se incluyen en el mismo precepto. “Tenemos este
mandamiento del Señor, que quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4,
21). De modo que, cuando crece el uno, crece el otro también. Por eso vemos que
los santos, que tanto amaban a Dios, han hecho tanto por el amor de sus
prójimos. Han llegado a exponer la libertad y hasta la vida por su salvación.
Léase lo que hizo san Francisco Javier en la India, donde para ayudar a las
almas de aquellas gentes escalaba las montañas, exponiéndose a mil peligros
para encontrar a los paganos en sus chozas y atraerlos a Dios. Un san Francisco
de Sales que para convertir a los herejes de la región de Chablais se aventuró
durante un año a pasar todos los días un torrente impetuoso, andando sobre un
madero, a veces helado, para llegar a la otra ribera y poder predicar a los
obstinados herejes. Un san Paulino que se entregó como esclavo para librar al
hijo de una pobre viuda. Un san Fidel que por atraer a la fe a unos herejes, predicando
perdió la vida. Los santos, porque así amaban a Dios, se lanzaron a hacer cosas
tan heroicas por sus prójimos. Pero ¿quién ha amado a Dios más que María? Ella
lo amó desde el primer instante de su existencia más de lo que lo han amado
todos los ángeles y santos juntos en el curso de su existencia, como luego veremos
considerando las virtudes de María. Reveló la Virgen a sor María del
Crucificado que era tal el fuego de amor que ardía en su corazón hacia Dios,
que podría abrasar en un instante todo el universo si lo pudieran sentir. Que
en su comparación eran como suave brisa los ardores de los serafines. Por
tanto, como no hay entre los espíritus bienaventurados quien ame a Dios más que
María, así no puede haber, después de Dios, quien nos ame más que esta
amorosísima Madre. Y si se pudiera unir el amor que todas las madres tienen a sus
hijos, todos los esposos a sus esposas y todos los ángeles y santos a sus
devotos, no alcanzaría el amor que María tiene a una sola alma. Dice el P. Nierembergh
que el amor que todas las madres tienen por sus hijos es pura sombra en
comparación con el amor que María tiene por cada uno de nosotros. Más nos ama
ella sola –añade- que lo que nos aman todos los ángeles y santos.
3. María recibió de Jesús el encargo de amarnos
Además, nuestra Madre nos ama tanto porque Jesús nos ha recomendado
a ella como hijos cuando le dijo antes de expirar: “Mujer, he ahí a tu hijo”,
entregándole en la persona de Juan a todos los hombres, como ya lo hemos
considerado. Estas fueron las últimas palabras que le dijo su Hijo. Los últimos
encargos de la persona amada en la hora de la muerte son los que más se estiman,
y no se pueden borrar de la memoria.
4. María nos ama por ser fruto
de su dolor
También somos hijos muy queridos de María porque le
hemos costado excesivos dolores. Las madres aman más a los hijos por los que
más cuidados y sufrimientos ha tenido para conservarles la vida. Nosotros somos
esos hijos por los cuales María, para obtenernos la vida de la gracia, ha tenido
que sufrir el martirio de ofrecer la vida de su amado Jesús, aceptando, por
nuestro amor, el verlo morir a fuerza de tormentos. Por esta sublime inmolación
de María, nosotros hemos nacido a la vida de la gracia de Dios. Por eso somos
los hijos muy queridos de su corazón, porque le hemos costado excesivos
dolores. Así como del amor del eterno Padre hacia los hombres, al entregar a la
muerte por nosotros a su mismo Hijo, está escrito: “Tanto amó Dios al mundo,
que le entregó a su propio Hijo” (Jn 3, 16), así ahora –dice san Buenaventura-
se puede decir de María. “Así nos amó María, que nos entregó a su propio Hijo”.
¿Cuándo nos lo dio? Nos lo dio, dice el P. Nierembergh, cuando le otorgó
licencia para ir a la muerte. Nos lo dio cuando, abandonado por todos, por odio
o por temor, podía ella sola defender muy bien ante los jueces la vida de su
Hijo. Bien se puede pensar que las palabras de una madre tan sabia y tan amante
de su hijo hubieran podido impresionar grandemente, al menos a Pilato,
disuadiéndole de condenar a muerte a un hombre que conocía, y declaró que era
inocente. Pero no; María no quiso decir una palabra a favor de su Hijo para no
impedir la muerte, de la que dependía nuestra salvación. Nos lo dio mil y mil
veces al pie de la cruz durante aquellas tres horas en que asistió a la muerte
de su Hijo, ya que entonces, a cada instante, no hacía otra cosa que ofrecer el
sacrificio de la vida de su Hijo con sumo dolor y sumo amor hacia nosotros, y
con tanta constancia que, al decir de san Anselmo y san Antonino, que si
hubieran faltado verdugos ella misma hubiera obedecido a la voluntad del Padre
(si se lo exigía) para ofrecerlo al sacrificio exigido para nuestra salvación.
Si Abrahán tuvo la fuerza de Dios para sacrificar a su hijo (cuando Él se lo
ordenó), podemos pensar que, con mayor entereza, ciertamente, lo hubiera ofrecido
al sacrificio María, siendo más santa y obediente que Abrahán. Pero volviendo a
nuestro tema, ¡qué agradecidos debemos vivir para con María por tanto amor!
¡Cuán reconocidos por el sacrificio de la vida de su Hijo que ella ofreció con
tanto dolor suyo para conseguir a todos la salvación! ¡Qué espléndidamente
recompensó el Señor a Abrahán el sacrificio que estuvo dispuesto a hacer de su hijo
Isaac! Y nosotros, ¿cómo podemos agradecer a María por la vida que nos ha dado
de su Jesús, hijo infinitamente más noble y más amado que el hijo de Abrahán?
Este amor de María –al decir de san Buenaventura- nos obliga a quererla
muchísimo, viendo que ella nos ha amado más que nadie al darnos a su Hijo único
al que amaba más que a sí misma.
5. María nos ama por ser fruto de la muerte de Jesús
De aquí brota otro motivo por el que somos tan amados
por María, y es porque sabe que nosotros somos el precio de la muerte de su Jesús.
Si una madre viera a uno de sus siervos rescatado por su hijo querido, ¡cuánto
amaría a este siervo por este motivo! Bien sabe María que su Hijo ha venido a
la tierra para salvarnos a los miserables, como él mismo lo declaró: “He venido
a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Y por salvarnos aceptó entregar hasta
la vida: “Hecho obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8). Por consiguiente, si
María nos amase fríamente, demostraría estimar poco la sangre de su Hijo, que
es el precio de nuestra salvación. Se le reveló a la monja santa Isabel que
María, que estaba en el templo, no hacía más que rezar por nosotros, rogando al
Padre que mandara cuanto antes a su Hijo para salvar al mundo. ¡Con cuánta
ternura nos amará después que ha visto que somos tan amados de su Hijo que no
se ha desdeñado de comprarnos con tanto sacrificio de su parte! Y porque todos
los hombres han sido redimidos por Jesús, por eso María los ama a todos y los
colma de favores. San Juan la vio vestida de sol: “Apareció en el cielo una
gran señal, una mujer vestida de sol” (Ap 12, 1). Se dice que estaba vestida de
sol porque, así como en la tierra nadie se ve privado del calor del sol, “no
hay quien se esconda de su calor” (Sal 28, 7), así no hay quien se vea privado
del calor del amor de María, es decir, de su abrasado amor. ¿Y quién podrá
comprender jamás –dice san Antonino- los cuidados que esta madre tan amante se toma
por nosotros? ¡Cuántos cuidados los de esta Virgen madre por nosotros! ¡A todos
ofrece y brinda su misericordia! Para todos abre los senos de su misericordia,
dice el mismo santo. Es que nuestra madre ha deseado la salvación de todos y ha
cooperado en esta salvación. Es indiscutible –dice san Bernardo- que ella vive
solícita por todo el género humano. Por eso es utilísima la práctica de algunos
devotos de María que, como refiere Cornelio a Lápide, suelen pedir al Señor les
conceda las gracias que para ellos pide la santísima Virgen, diciendo: “Dame,
Señor, lo que para mí pide la Virgen María”. Y con razón, dice el mismo autor,
pues nuestra Madre nos desea bienes inmensamente mayores de los que nosotros
mismos podemos desear. El devoto Bernardino de Bustos dice que más desea María hacernos
bien y dispensarnos las gracias, de lo que nosotros deseamos recibirlas. Por
eso san Alberto Magno aplica a María las palabras de la Sabiduría: “Se anticipa
a los que la codician poniéndose delante ella misma” (Sb 6, 14). María sale al
encuentro de los que a ella recurren para hacerse encontradiza antes de que la
busquen. Es tanto el amor que nos tiene esta buena Madre –dice Ricardo de San
Víctor-, que en cuanto ve nuestras necesidades acude al punto a socorrernos
antes de que le pidamos su ayuda.
6. María socorre en especial a
quienes la aman
Ahora bien, si María es tan buena con todos, aun con los
ingratos y negligentes que la aman poco y poco recurren a ella, ¿cómo será ella
de amorosa con los que la aman y la invocan con frecuencia? “Se deja ver
fácilmente de los que la aman, y hallar de los que la buscan” (Sb 6, 13).
Exclama san Alberto Magno: “¡Qué fácil para los que aman a María encontrarla
toda llena de piedad y de amor!” “Yo amo a los que me aman” (Pr 8, 17). Ella
declara que no puede dejar de amar a los que la aman. Estos felices amantes de
María –afirma el Idiota- no sólo son amados por María, sino hasta servidos por
ella. “Habiendo encontrado a María se ha encontrado todo bien; porque ella ama
a los que la aman y, aún más, sirve a los que la sirven”. Estaba muy grave fray
Leonardo, dominico (como se narra en las Crónicas de la Orden), el cual más de
doscientas veces al día se encomendaba a esta Madre de misericordia. De pronto
vio junto a sí a una hermosísima reina que le dijo: “Leonardo, ¿quieres morir y
venir a estar con mi Hijo y conmigo?” “¿Y quién eres, señora?”, le preguntó el
religioso. “Yo soy –le dijo la Virgen- la Madre de la Misericordia; tú me has
invocado tatas veces y ya ves que ahora vengo a buscarte. ¡Vámonos al paraíso!”
Y ese mismo día murió Leonardo, siguiéndola, como confiamos, al reino bienaventurado.
María, ¡dichoso mil veces quien te ama! “Si yo amo a María –decía San Juan
Berchmans, estoy seguro de perseverar y conseguiré de Dios lo que desee”. Por
eso el bienaventurado joven no se saciaba de renovarle su consagración y de
repetir dentro de sí: “¡Quiero amar a María! ¡Quiero amar a María!”
7. María aventaja en amor aun a los santos que fueron modelo de
amor a ella
¡Y cómo aventaja esta buena madre en el amor a todos sus
hijos! Ámenla cuanto puedan –dice san Ignacio mártir-, que siempre María les
amará más a los que la aman. Ámenla como un san Estanislao Kostka, que amaba
tan tiernamente a ésta su querida madre, que hablando de ella hacía sentir
deseos de amarla a cuantos le oían. Él se había inventado nuevas palabras y
títulos para celebrarla. No comenzaba acción alguna sin que, volviéndose a
alguna de sus imágenes, le pidiera su bendición. Cuando él recitaba el Oficio,
el rosario u otras oraciones, las decía con tal afecto y tales expresiones como
si hablara cara a cara con María. Cuando oía cantar la Salve se le inflamaba el
alma y el rostro. Preguntándole un padre de la Compañía, una vez en que iban a
visitar una imagen de la Virgen santísima, cuánto la amaba, le respondió:
“Padre ¿qué más puedo decirle? ¡Si ella es mi madre!” Y el padre dijo después que
el santo joven profirió esas palabras con tal ternura de voz, de semblante y de
corazón, que ya no parecía un joven, sino un ángel que hablase del amor a
María. Ámenla como B. Herman, que la llamaba esposa de sus amores porque con
ese nombre le había honrado a María. Ámenla como un san Felipe Neri, quien con
solo pensar en María se derretía en tan celestiales consuelos que por eso la
llamaba sus delicias. Ámenla como un san Buenaventura, que la llamaba no sólo
su señora y madre, sino que para demostrar la ternura del afecto que le tenía llegaba
a llamarla su corazón y su alma. Ámenla como aquel gran amante de María, san
Bernardo, que amaba tanto a esta dulce madre que la llamaba robadora de corazones,
por lo que el santo, para expresar el ardiente amor que le profesaba, le decía:
“¿Acaso no me has robado el corazón?” Llámenla “su inmaculada”, como la llamaba
san Bernardino de Siena, que todos los días iba a visitar una devota imagen
para declararle su amor con tiernos coloquios que mantenía con su reina; y por
eso, a quien le preguntaba a dónde iba todos los días, le respondía que iba a
buscar a su enamorada. Ámenla cuanto un san Luis Gonzaga, que ardía tanto y
siempre en amor a María, que sólo con oír el dulce nombre de su querida madre
al instante se le inflamaba el corazón y se le encendía el rostro a la vista de
todos. Ámenla cuanto un san Francisco Solano, quien como enloquecido con santa
locura en amor a María, acompañándose con una vihuela, se ponía a cantar coplas
de amor delante de la santa imagen, diciendo que así como los enamorados del
mundo, él le daba la serenata a su amada reina. Ámenla cuanto la han amado tantos
siervos suyos que no sabían qué hacer para manifestarle su amor. El padre Juan
de Trejo, jesuita, se preciaba de llamarse esclavo de María, y en señal de esclavitud
iba con frecuencia a visitarla en una ermita; y allí, ¿qué hacía? Al llegar derramaba tiernas lágrimas por el amor
que sentía a María; después besaba aquel pavimento pensando que era
la casa de su amada señora. El P. Diego Martínez, de la misma Compañía, en sus
fiestas, se sentía como transportado al cielo a contemplar cómo allí la
celebraban, y decía: “Quisiera tener todos los corazones de los ángeles y de
los santos para amar a María como ellos la aman. Quisiera tener la vida de
todos los hombres para darla por amor a María”. Trabajen otros por amarla
cuanto la amaba Carlos, hijo de santa Brígida, que decía no haber cosa que le
consolara en el mundo como saber que María era tan amada de Dios. Y añadía que
con mucho gusto hubiera aceptado todos los sufrimientos imaginables con tal de
que María no hubiera perdido ni pudiera perder un punto de su grandeza; y que si la grandeza de María hubiera
sido suya, con gusto hubiera renunciado a ella en su favor por ser María la más
digna. Deseen hasta dar la vida como prueba de amor a María, como lo deseaba
san Alonso Rodríguez. Lleguen finalmente a grabar su nombre en el pecho con agudos
hierros, como lo hicieron el religioso Francisco Binancio y Radagunda, esposa
del rey Clotario. Y hasta impriman con hierros candentes sobre la carne el amado
nombre para que quede mucho más visible y duradero, como lo hicieron en sus
transportes de amor sus devotos Bautista Archinto y Agustín de Espinosa,
jesuitas. Hagan por María e imaginen cuanto puede hacer el más fino amante para
expresar su amor a la persona amada, que no llegarán a amarla como ella los ama.
“Señora mía –dice san Pedro Damiano-, ya sé que eres amabilísima y nos amas con
amor insuperable”. Sé, señora mía, venía a decir, que nos amas con tal amor que
no se deja vencer por ningún otro amor. Estaba una vez san Alonso Rodríguez a
los pies de una imagen de María y sintiéndose inflamado de amor hacia la
santísima Virgen, rompió a decir: “Madre mía amantísima, ya sé que me amas,
pero no me amas tanto como yo a ti”. Pero María, como sintiéndose herida en punto
de amor, le respondió desde la imagen: “¿Qué dices, Alonso, qué dices? ¡Cuánto
más grande es el amor que te tengo que el que tú me tienes!. No hay tanta
distancia del cielo a la tierra como de mi amor al tuyo”. Razón tiene san
Buenaventura al exclamar: “¡Bienaventurados los corazones que aman a María! ¡Bienaventurados
los que la sirven fielmente!” ¡Dichosos los que tienen la fortuna de ser fieles
servidores y amantes de esta Madre llena de amor! Sí, porque la reina,
agradecida más que nadie, no se deja superar por el amor de sus devotos. María,
imitando en esto a nuestro amorosísimo redentor Jesucristo, con sus beneficios
y favores, devuelve centuplicado su amor a quien la ama. Exclamaré con el
enamorado san Anselmo: “¡Que desfallezca mi corazón en constante amor a ti!
¡Que se derrita mi alma!” Arda siempre por ti mi corazón y se consuma del todo
en tu amor el alma mía, mi amado salvador Jesús y mi amada madre María. Y ya
que sin vuestra gracia no puedo amaros, concededme, Jesús y María, por vuestros
méritos, que no por los míos, que s ame cuanto merecéis. Dios mío, enamorado de
los hombres, has podido morir por tus enemigos, ¿y vas a negar a quien te lo
pide la gracia de amarte y amar a tu Madre santísima?
EJEMPLO
Muerte santa de una
pastorcilla
Narra el P. Auriema que una pobra pastorcilla que
guardaba su rebaño amaba tanto a María, que toda su delicia consistía en ir a
la ermita de nuestra Señora que había en el monte y estarse allí, mientras
pastaba el rebaño, hablando y haciendo homenajes a su amada Madre. Como la imagen,
que era de talla, estaba desprovista de adornos, como pudo le hizo un manto.
Otro día, con flores del campo hizo una guirnalda y subiendo sobre el altar
puso la corona a la Virgen, diciendo: “Madre mía, bien quisiera ponerte corona
de oro y piedras preciosas, pero como soy pobre recibe de mí esta corona de
flores y acéptala en señal del amor que te tengo”. Con éstos y otros obsequios
procuraba siempre esta devota jovencita servir y honrar a su amada Señora. Pero
veamos cómo recompensó esta buena Madre las visitas y el amor de esta hija
suya. Cayó la joven pastorcita gravemente enferma, y sucedió que dos religiosos
pasaban por aquellos parajes. Cansados del viaje, se pusieron a descansar bajo
un árbol. Uno de ellos dormía, pero ambos tuvieron la misma visión. Vieron una
comitiva de hermosísimas doncellas, entre las que descollaba una en belleza y majestad.
“¿Quién eres, señora, y dónde vas por estos caminos?”, le preguntó uno de los
religiosos a la doncella de sin igual majestad. “Soy la Madre de Dios –le respondió-
que voy con estas santas vírgenes a visitar a una pastorcilla que en la próxima
aldea se halla moribunda y que tantas veces me ha visitado”. Dicho esto, desapareció
la visión. Los dos buenos siervos de Dios se dijeron: “Vamos nosotros también a
visitarla”. Se pusieron en camino y pronto encontraron la casita y a la pastorcita
en su lecho de paja. La saludaron y ella les dijo: “Hermanos, rogad a Dios que
os haga ver la compañía que me asiste”. Se arrodillaron y vieron a María que estaba
junto a la moribunda con una corona en la mano y la consolaba. Luego las santas
vírgenes de la comitiva iniciaron un canto dulcísimo. En los transportes de tan
celestial armonía y mientras María hacía ademán de colocarle la corona, la
bendita alma de la pastorcita abandonó su cuerpo yendo con María al paraíso.
ORACIÓN PARA ALCANZAR EL
AMOR DE MARÍA
¡María, tú robas los corazones!
Señora, que con tu amor y tus
beneficios
robas los corazones de tus siervos,
roba también mi pobre corazón
que tanto desea amarte.
Con tu belleza has enamorado a Dios
y lo has atraído del cielo a tu
seno.
¿Viviré sin amarte, madre mía?
No quiero descansar hasta estar
cierto
de haber conseguido tu amor,
pero un amor constante y tierno
hacia ti, madre mía,
que tan tiernamente me has amado
aun cuando yo era tan ingrato.
¿Qué sería de mí, María,
si tú no me hubieras amado
e impetrado tantas misericordias?
Si tanto me has amado cuando no te
amaba,
cuánto confío en tu bondad ahora
que te amo.
Te amo, madre mía,
y quisiera un gran corazón que te
amara
por todos los infelices que no te
aman.
Quisiera una lengua
que pudiera alabarte por mil,
y dar a conocer a todos tu
grandeza,
tu santidad, tu misericordia
y el amor con que amas a los que te
quieren.
Si tuviera riquezas,
todas quisiera gastarlas en
honrarte.
Si tuviera vasallos,
a todos los haría tus amantes.
Quisiera, en fin, si falta hiciera,
dar por ti y por tu gloria hasta la
vida.
Te amo, madre mía, pero al tiempo
temo no amarte cual debiera
porque oigo decir que el amor
hace, a los que se aman,
semejantes.
Y si yo soy de ti tan diferente,
triste señal será de que no te amo.
¡Tú tan pura y yo tan sucio!
¡Tú tan humilde y yo tan soberbio!
¡Tú tan santa y yo tan pecador!
Pero esto tú lo puedes remediar,
María.
Hazme semejante a ti pues que me
amas.
Tú eres poderosa para cambiar
corazones;
toma el mío y transfórmalo.
Que vea el mundo lo poderosa que
eres
a favor de aquellos que te aman.
Hazme digno de tu Hijo, hazme
santo.
¡Así lo espero, Así sea!
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