“Lo que importa es la vida interior y el cuidado
de la oración.”
-¡No corras! El
sacerdote está muy enfermo dice la liturgia
muy despacio. ¡Ganas tienes de estar en pie! Efectivamente, la liturgia duró
muchísimo. El Sacerdote, joven, pero pálido y muy demacrado, celebraba lentamente
con gran reverencia y devoción. Al final de la liturgia pronunció un bellísimo
sermón sobre los medios para alcanzar el amor de Dios. Después de la liturgia
me invitó a comer. Estando a la mesa le dije:
-Padre, veo que
celebráis lentamente y con mucha reverencia.
-Sí -me respondió-o A
mis feligreses no les gusta, pero ¿qué voy a hacer? Recitando una oración me
gusta meditarla y saborearla. Sin este goce interior toda palabra pronunciada
es inútil para mí y para los demás. Lo que importa es la vida interior y el
cuidado de la oración. ¡Y qué pocos se preocupan de esta vida interior!
-¿Qué hay que hacer
para alcanzarla? Me parece muy difícil.
-De ninguna manera
-me respondió el sacerdote-o Hay un medio muy sencillo para llegar a ser
hombres de vida interior. Practica de esta manera la meditación: elige un texto
cualquiera de la Sagrada Escritura; léelo despacio y concentra en él toda la
atención, en el mayor recogimiento posible. Pronto comenzará a manifestarse su
sentido, iluminando tu alma. Haz lo mismo con la oración vocal. Si quieres que
sea de verdadero provecho, elige una corta, de pocas palabras, pero cargadas de
sentido, repítela con frecuencia y verás cómo comienzas a gustar la oración. La
explicación del sacerdote me gustó muchísimo. ¡Qué sencilla era y, al mismo
tiempo, qué sabía y profunda! Interiormente di gracias a Dios por haberme hecho
conocer a un verdadero pastor de su Iglesia. Terminada la comida, el sacerdote
me dijo:
-Puedes dormir la
siesta, mientras yo leo la Biblia y preparo el sermón de mañana. Me fui, pues,
a la cocina. No había nadie, fuera de una anciana que estaba acurrucada en un
rincón, tosiendo. Me senté junto a una ventanilla y saqué mi Filocalía. Mientras
estaba tranquilamente leyendo oía a la viejecilla en el rincón susurrar la
oración a Jesús. Alegrándome de oír repetir con tanta frecuencia el santísimo
nombre de Jesús, le dije:
-¡Qué cosa tan santa
hacéis, abuela, repitiendo la oración a Jesús; es la oración más bella y más
saludable!
-¡Oh, sí! -respondió
Ha sido el único consuelo de mi vida: Jesús mío, ten misericordia de mí.
-¿La recitáis desde
hace mucho tiempo?
-Siempre, desde que
era muy joven. ¿Cómo podría yo vivir sin esta oración, si ella me ha salvado de
todo peligro y de la muerte?
-¿Queréis contarme
algo de ello? Redundaría en gloria de Dios y exaltación del poder de la oración
a Jesús. Metí de nuevo la Filocalía en la alforja y me puse a escuchar.
-Cuando era joven,
mis padres quisieron que me casase; la tarde precedente al matrimonio mi novio
vino a buscarme; pero, de repente, cuando estaba una docena de pasos de nuestra
casa, le dio un colapso y sin volver en sí, murió. Fue tal el espanto que esto
me causó que renuncié para siempre al matrimonio para conservar mi virginidad y
dedicarme a la oración. Deseaba ir en peregrinación a los más famosos
santuarios, pero no me atrevía a ir sola por temor de que, siendo aún joven,
gente sin conciencia pudiera hacerme algún mal. Entonces conocí a una anciana
peregrina, que me enseñó a recitar incesantemente la oración a Jesús en todas
mis peregrinaciones, asegurándome que si lo hacía no me sucedería nada malo.
Fiada en sus palabras, he visitado varias veces las reliquias más lejanas, sin
que nunca me haya sucedido algo desagradable. Mis padres me daban el dinero
para los viajes. Cuando me hice vieja y achacosa, este sacerdote, con corazón
bondadoso, me ofreció comida y alojamiento. Escuché con espiritual regocijo su relato y no
sabía cómo dar gracias a Dios por esta jornada, en que tantas cosas había
aprendido a través de edificantes ejemplos de vida espiritual. Luego pedí la
bendición del sacerdote y proseguí mi camino.
Para terminar, voy a
contar cómo, no hace mucho, atravesando la provincia de Kazán para venir aquí,
tuve ocasión de aprender que el poder de la oración a Jesús se revela también a
aquellos que la practican sin conocerlo y que su ejercicio asiduo es camino
breve y seguro para llegar a la contemplación divina. Una vez tuve que pasar la
noche en un pueblo tártaro. Al llegar a él, vi junto a una choza una carroza y
un cochero ruso. Los caballos, sueltos los tiros, pacían cerca de la carroza.
Contento de encontrarme entre cristianos, me dispuse a dormir al raso.
Acercándome al cochero, le pregunté quién era el dueño de la carroza. Me
respondió que era de un señor que iba desde Kazán a Crimea. Mientras
hablábamos, se corrieron los visillos de la carroza y el señor que iba dentro
me miró.
-Paso aquí la noche
-dijo-o Entre los tártaros hay mucha suciedad y prefiero dormir aquí. Como el
atardecer era magnífico, quiso bajar a tomar el fresco y nos pusimos a charlar.
Entre otras cosas, me contó lo siguiente:
-Hasta los setenta
años fui capitán de primera en la flota. Al ir haciéndome viejo comenzó a
atacarme la gota, enfermedad incurable. Presenté la dimisión y me establecí en
Crimea, donde mi mujer tenía unas posesiones y casa de campo. Mi mujer era
excéntrica, casquivana y enviciada en el juego de naipes. Se cansó pronto de
estar siempre junto a un enfermo y me abandonó para ir a vivir con una hija
casada, que está en Kazán. Se llevó todo lo que pudo, y además, a toda la servidumbre,
dejándome solo con un muchacho de ocho años, ahijado mío. Viví así durante tres
años.
El rapaz era muy
despierto y me servía muy bien en todos los oficios domésticos: me hacía la cama,
encendía la estufa, preparaba la comida y el samovar, pero era un
picaruelo inquieto y rumoroso: corría, saltaba, jugaba, estaba siempre haciendo
ruido. Me tenía aburrido. Inmovilizado por la enfermedad, me gustaba leer
libros piadosos y tenía, entre otros, el de Gregorio Palamas sobre la oración a
Jesús. Viendo que el rapazuelo me impedía leer y que ninguna amenaza o castigo
conseguía hacerle dejar sus granujadas, excogité un medio para hacerle estar
quieto. Hice que se sentase en mi habitación y repitiese sin cesar la oración a
Jesús. Al principio esto le aburría e intentaba marcharse o estaba allí, pero
callado. Entonces cogí una vara y la coloqué junto a mí. Mientras él recitaba
la oración a Jesús, yo leía tranquilamente o le escuchaba; cuando se callaba,
le mostraba la vara, y él, asustado, comenzaba de nuevo a rezar. Yo estaba
encantado de haber dado con el medio de restablecer la paz en la casa. Pasado
algún tiempo me di cuenta de que ya no necesitaba la vara; el muchacho hacía lo
que yo le mandaba con mejor voluntad y más celo que antes. Poco a poco se había
obrado un gran cambio en su carácter: de impulsivo que era se hizo tranquilo y
callado y hacía cada vez mejor sus deberes domésticos. Me alegré mucho con este
cambio y le concedí mayor libertad. Lo más sorprendente vino luego: sin que
nadie se lo impusiera seguía repitiendo la oración en medio de sus ocupaciones.
Cuando le pregunté el porqué, me respondió que sentía un deseo incontenible de
recitar continuamente esta oración.
-¿Qué experimentas
cuando la rezas?
-Nada; simplemente,
me gusta recitarla.
-Entonces, ¿te
sientes feliz?
-Sí, me siento feliz.
Tenía ya doce años
cuando estalló la guerra de Crimea. Me fui a vivir a Kazán con mi hija y lo
llevé conmigo. Le pusimos en la cocina con otros criados. Lo sintió mucho y
venía continuamente a quejárseme de que sus compañeros, queriendo hacerle
intervenir en sus charlas, le impedían orar. A los tres meses se me presentó
declarando serenamente: -Me voy; no puedo aguantar más este ruido que me
importuna.
-¿Cómo vas a hacer tú
solo, y además en invierno, un viaje tan largo? Espera a que me vaya yo y te
llevaré conmigo. Al día siguiente el
muchacho había desaparecido. Se le buscó por todas partes sin resultado.
Finalmente llegó una
carta de Crimea. Los encargados de nuestra casa escribían que el muchacho en
cuestión había sido hallado muerto, en mi casa deshabitada, el 4 de abril,
segundo día de Pascua. Estaba tendido en mi habitación, mirando al cielo, con
los brazos piadosamente cruzados sobre el pecho, el gorro colocado bajo la
cabeza y vestido con el pequeño gabán que llevaba siempre en casa. Lo
enterraron en mi jardín.
No salía de mi
asombro pensando cómo había podido realizar un viaje tan largo en tan poco
tiempo. Nos había dejado el 24 de febrero y fue hallado muerto el 4 de abril. ¡Había
recorrido tres mil kilómetros en un mes! Esto no era posible más que con
caballos de postas. Suponiendo que alguien, compadecido, le haya dado una plaza
en su coche, ¿no es éste un favor especial de la Providencia? y terminó el
relato:
-He aquí cómo un jovencito
gustó el fruto de la oración. Y yo, viejo ya, aún no he llegado tan alto...Más
tarde dije a este señor:
-Conozco el libro de
Gregorio Palamas, de que me habéis hablado; es muy bello, pero insiste sobre
todo en la oración vocal. Leed la Filocalía y en ella encontraréis una doctrina
perfecta y completa que os enseñará a practicar la oración espiritual y a
gustar sus regalados frutos. Me prometió adquirir el libro. «Dios mío -pensé
entre mí-, qué maravillosas manifestaciones de la potencia divina se encierran
en esta oración! ¡Y qué aleccionador a resulta la historia de este jovencito! ¡Una
vara le enseñó a rezar y se convirtió en instrumento de consolación! ¿Acaso los
sufrimientos y las penalidades no son la vara divina que nos acompaña en el
camino de la oración? Pues ¿por qué la tememos tanto cuando nos la muestra la
blanda mano del Padre celestial? El nos ama con amor infinito y estas varas nos
enseñan a rezar y nos guían a consuelos inefables.» Terminados estos relatos,
dije a mi padre espiritual:
-¡Perdonadme, padre,
en nombre de Dios! He hablado demasiado y los Santos Padres llaman cháchara s
aun a las conversaciones más espirituales cuando se prolongan demasiado. Ya es
tiempo de ir a buscar a mi compañero para emprender el viaje a Jerusalén. Pedid
por mí, pobre pecador; pedid a Dios que en su misericordia haga que este viaje
sea provechoso para mi alma.
-¡Lo deseo de todo
corazón, mi querido hijo en Cristo! Que la gracia divina ilumine tu camino y te
acompañe, como el arcángel Rafael acompañó a Tobías.
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