Carta Pastoral n° 20
LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN.
En su carta apostólica del 29 de septiembre
último, Su Santidad Juan XXIII, magnificando la oración del Rosario, decía:
“Oh, Rosario bendito de María, qué dulzura verte levantado por manos
inocentes de santos sacerdotes, de las almas puras, de los jóvenes y de los
viejos, que aprecian el valor y la eficacia de la oración, levantado por las
muchedumbres innumerables y piadosas como emblema, como estandarte, mensajero de
paz en los corazones y de paz para todos los hombres”.
¿Apreciamos
verdaderamente este valor y esta eficacia de la oración?
En ocasión de la venida de monjes benedictinos,
contemplativos, es decir particularmente avocados a la oración y a la alabanza
de Dios, de la presencia ya antigua de nuestras monjas de Sebikhotane, de la
llegada de los Padres del Santísimo en San José de Medina, que vienen a
inaugurar una adoración casi perpetua de la Eucaristía, quisiéramos, en las
líneas que siguen, echar una luz de fe y de verdad sobre la necesidad, la
importancia capital de la oración en toda la vida cristiana, y su eficacia
misteriosa para el apostolado. Ojalá los sacerdotes, los religiosos, las
religiosas, ojalá todos los fieles de la diócesis se convenciesen de esta
verdad esencial a toda vida espiritual y a toda actividad misionera. Nuestro
Señor nos afirma que todo lo que pidamos por la oración con fe, nos será
otorgado. Es, en efecto, a la luz de la fe que debemos
ubicar nuestra concepción de la oración; la liturgia, que es la oración de la
Iglesia, nos muestra de una manera admirable cómo debemos rezar. Toda la
oración litúrgica está hecha en nombre de Nuestro Señor. En Él y con Él debemos
dirigir nuestras oraciones a Dios Padre. ”Y cuanto pidiereis a mi Padre en
mi nombre, yo lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo” (San
Juan, XIV,13).
Oración, fuente de vida interior
Se puede afirmar en verdad que la oración
encierra en ella, como en un estuche, todos los tesoros de la ascesis y de la unión
con Dios. En ella se ejercen todas las virtudes teologales y cardinales. ¿Se
puede rezar sin creer, sin esperar, sin amar?¿Se puede rezar sin adorar, sin anonadarse
delante de Dios, es decir, sin cumplir el acto más eminente de la Justicia?
Rezar es ser prudente y sabio, es aprovisionar la lámpara de aceite a la espera
del esposo. Rezar es ser fuerte con la fuerza del Todopoderoso. Por fin, ¿se
puede elevar el alma hacia Dios sin alejarse de las criaturas, y adquirir la
justa medida en su uso? La oración pondrá nuestras almas en la verdad, en el
orden; es decir, en la humildad, la confianza y la paz. Por eso, no hay que
extrañarse al sentir esa atmósfera y ese ambiente de verdad y de paz en los
monasterios. Cuántas almas cansadas de vivir en un clima de error y de mentira,
de desorden y disensión, se apresuran a ir hacia esos islotes de paz profunda
que son los monasterios, refugios del orden y de la verdad, a fin de nutrir sus
almas con la oración y con todos sus frutos. Frutos admirables de conocimiento
y de amor de Dios en Nuestro Señor, frutos de unión con Dios y de abandono a su
santa voluntad. Será un primer resultado de la presencia de la abadía de Keur
Moussa en la diócesis: procurar a las almas un encuentro con Dios Nuestro Señor
en la oración, y especialmente en la oración litúrgica. Pero si esta primera eficacia de la oración
aparece más fácilmente a nuestros ojos, hay otra, más misteriosa sin duda, pero
no menos cierta, que es bueno considerar con fe: es la eficacia apostólica de
la oración.
Eficacia apostólica de la oración
Antes de abordar las consideraciones que nos
manifiestan la luminosa verdad de esa afirmación, es bueno ponernos en guardia
contra una tendencia actual bastante difundida en los ámbitos más cristianos. El
deseo de hacer algún bien alrededor suyo llega a reflexionar sobre los medios
que tienen para ser testigos, para ser fermento en la pasta, para estar
presentes en todos los ámbitos - deseo ciertamente muy loable. Las
constataciones que las encuestas nos llegan a afirmar y que en verdad nos descubren las llagas
por las cuales sufre nuestra sociedad, nos hacen desear el empleo de medios a
menudo demasiado exclusivamente humanos, cuya eficacia aparente complace a
nuestro espíritu. Y estos medios nos parecen tanto más indispensables cuando
los comparamos con los que emplean los adversarios de la Iglesia y que nos
parecen de una gran eficacia. Hay aquí un peligro grave, particularmente para
las jóvenes inteligencias que se entusiasman rápidamente y cuyas imaginaciones
son seducidas por lo que aparece exteriormente. Para juzgar bien acerca de
estos problemas de evangelización, de apostolado, ante todo hay que verlos con
una mirada de fe, como los veía y los ve Nuestro Señor. ¿La sociedad era
perfecta en su tiempo? ¿La humanidad practicaba las virtudes en todos los
campos, individual, familiar, social? No parece que se pueda afirmarlo. Nuestro
Señor no descuidó utilizar medios humanos: primero su humanidad, y luego sus
discípulos, que había formado durante tres años. Pero todos aquellos que han
fundado sectas o religiones han obrado de la misma manera. Lo que es
evidentemente único en el caso de Nuestro Señor es que el soplo del Espíritu
Santo animaba todo su ser y que es ese mismo Espíritu divino el que llenó el
alma de los apóstoles en el día de Pentecostés. En ese Espíritu y por la fuerza
de ese Espíritu, las potencias de las tinieblas serán estremecidas por los
apóstoles, por la Iglesia en el curso de los siglos.
Conclusión evidente: obrar en este Espíritu, sin
haber tomado los medios para tenerlo en nosotros y con nosotros, es obrar sin
Nuestro Señor. Ahora bien, nos lo ha dicho: “Permaneced en mí, que yo
permaneceré en vosotros… quien está unido, pues, conmigo, y yo con él,
ése da mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer” (San Juan XV, 4-8). Traducimos:
“Aquel que permanece en mí, es decir en mi espíritu, será muy eficaz; aquel
que no está en mí será ineficaz…“ “No me elegisteis vosotros a mí, sino
que yo soy el que os ha elegido a vosotros, y destinado para que vayáis por
todo el mundo y hagáis fruto” (es decir, que sean eficaces) (ibídem XV,16). ¿Qué es “permanecer en Nuestro Señor y
Nuestro Señor en nosotros”, sino estar en un estado de oración habitual? Sin
la oración seríamos ineficaces para la obra de Nuestro Señor, en el apostolado.
Es inútil presentarse frente al inventario de los medios a emplear para la
transformación y la conversión de nuestros hermanos, frente a las maquinaciones
de los enemigos del bien y de la paz, de los enemigos de Dios, si no tenemos la
seguridad de que el Espíritu de Nuestro Señor está en nosotros y con nosotros.
Todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, toda la
historia de la Iglesia, son una ilustración de esta verdad. Acordémonos de la
oración de Abraham, de Moisés, de Judit, de Tobías; la oración de la Santísima
Virgen, su Magnificat, la oración durante Pentecostés, la preocupación de los
apóstoles por ser libres para rezar, hasta las admoniciones de los Papas, y en
particular de Nuestro Santo Padre el Papa Juan XXIII pidiéndonos rezar, pero
por encima de todo, el ejemplo de la vida de Nuestro Señor que no fue más que
una larga oración en palabras y en actos. ¿Por qué? “Mi Padre es el
labrador, yo soy la vid, vosotros los sarmientos”.”Padre mío, la hora es
llegada… para que les dé la vida eterna” (San Juan, XVII,2). Es la
gran oración de Cristo, que se manifestara en la Cena y sobre la Cruz y que se
perpetuara en la liturgia de la Iglesia. A fin de confirmar lo que precede, he
aquí algunas afirmaciones conciliares que nos manifiestan el pensamiento de la
Iglesia sobre la necesidad de la acción del Espíritu Santo en la obra de la
evangelización y el vínculo íntimo entre la acción del Espíritu Santo y la
oración.
(Decisiones conciliares del Siglo V - 57 Extracto de “La Fe
Católica” nº 537)
“Consideremos también los misterios de las
oraciones dichas por los sacerdotes. Transmitidos por los apóstoles, son
celebrados uniformemente en el mundo entero y en toda la Iglesia católica, para
que la ley de la oración constituya la ley de la fe. Cuando los que presiden a
las santas asambleas cumplen la misión que les ha sido confiada, presentan a la
clemencia divina la causa del género humano, y toda la Iglesia gimiendo con
ellos, piden y rezan para que la fe sea dada a los infieles, para que los
idólatras sean liberados de los errores que los dejan sin Dios, para que el
velo que cubre el corazón de los judíos desaparezca y que la luz de la verdad
brille sobre ellos, para que los herejes se arrepientan y acepten la fe
católica, para que los cismáticos reciban el espíritu de una caridad reanimada,
para que a aquellos que han caído les sean dados los remedios de la penitencia,
para que, en fin, a los catecúmenos conducidos a los sacramentos de la
regeneración sea abierto el palacio de la misericordia celestial... “Todo
eso está tan fuertemente sentido como la obra de Dios, que la acción de gracias
continua y la alabanza de su gloria son dirigidas a Dios que hace estas cosas,
por haber iluminado y corregido estos hombres”. Tengamos cuidado de no
contar más que con nosotros mismos, con medios humanos, con nuestra propia
reflexión e inteligencia, con nuestros propios esfuerzos, nuestra organización,
nuestros planes para alcanzar un fin que pertenece a Dios, en un dominio que es
el suyo, el dominio de las almas, y aún en el dominio de las cosas temporales
que ha creado para que estén al servicio de las almas.
Si no queremos ser vencidos antes de haber
empezado, tenemos que ponernos en oración y asegurarnos de que las oraciones se
eleven sin cesar para ayudarnos. Este incienso que sube hacia Dios para
alabarlo, adorarlo por Nuestro Señor y obtenernos su Espíritu, no es otro que
las oraciones de los monjes y las monjas, y las de toda la Iglesia, que reza
sin cesar con Jesús y en Él. Tan verdadero es esto, que la liturgia, la obra
divina por excelencia, es la manifestación más hermosa de la caridad hacia Dios
y de la caridad para con el prójimo. Nada es más misionero que la oración que
ha hecho descender el Espíritu Santo sobre los apóstoles; y esa misma oración
de Nuestro Señor se perpetúa en la santa liturgia de la Iglesia, oración
siempre eficaz por la promesa misma de Nuestro Señor.
Esta oración que la Iglesia pone sobre nuestros
labios, es la voz de la Esposa que se extiende sobre los fieles, sobre los
infieles, sobre todas las criaturas espirituales presentes en el mundo, y en
particular sobre los 150.000 agonizantes de cada día. Mas esta oración penetra
en lo Alto hasta el purgatorio, donde atrae también la efusión del Espíritu
purificador.
Así la oración de los monjes, lejos de achicar
su corazón, lo ensancha hasta la dimensión del Corazón de Jesús. Nada es tan
fecundo en caridad, y en consecuencia más eficaz, como la oración para la
extensión del reino de Nuestro Señor en las almas para el tiempo y la
eternidad.
Monseñor Marcel Lefebvre
(Carta pastoral: Roma en la
fiesta de la conversión
de San Pablo - 25 de enero
de 1962)
(En el momento que íbamos a dar a imprimir esta
carta pastoral, nos llega el anuncio de la decisión de la Santa Sede. Pensamos
entonces que estas líneas, que son las últimas que dirigimos a los fieles de la
diócesis de Dakar, sean para ellos un último testimonio de nuestra solicitud
pastoral y de nuestros afectos en el Señor )
Dakar, el 2 de febrero de
1962.
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