Obispos Desterrados |
El presidente
Calles declaró: Ninguna influencia
interior ni exterior, inclusive los pujidos del Papa, será capaz de hacer
variar la actitud de mi gobierno. y por su parte la Liga Defensora de la
Libertad Religiosa, encabezando a las agrupaciones católicas nacionales,
resolvió emprender una campaña contra la Ley Calles que reformaba y adicionaba
el Código Penal, convirtiendo en delito todo acto de culto religioso. Sus
directores estudiaron los métodos empleados en situaciones semejantes que
pudieran aplicarse al caso, y fijaron sus ojos en la figura de Mahatma Ghandi
en su lucha contra el poder de Inglaterra: sin recurrir al extremo de las armas
aconsejó el boycot, o sea la abstención total de colaboración directa o
indirecta con el opresor. Creyéndolo eficaz decretaron un boycot con el objeto
de crear una grave situación general, paralizar en lo posible la vida social y
económica del país y obligar así a Plutarco Elías a derogar su ley. El programa
de acción imponía la consigna de no comprar cosa alguna que no fuera
estrictamente indispensable, y aun en este caso, la de hacer las compras a los
amigos de la causa y por ningún motivo a los enemigos. Con mayor empeño se hizo
hincapié en la abstención de toda clase de diversiones, tanto públicas como
privadas.
Una noche estaba el
Grupo abarrotado de socios y propagandistas de la Liga, así como de impresos
con el programa del boycot, cuando nos avisaron que estábamos vigilados por la
policía y que se encontraban dos agentes de la reservada a regular distancia de
la casa y otro más en el quicio mismo de la entrada. En eso llegó el Centavo,
quien traía noticias de lo más sabrosas, por lo que le rodeamos y pedimos las repitiera
para todos.
-Salimos esta
mañana del grupo varios compañeros con propaganda del boycot -dijo-, y nos
fuimos repartiéndola en las casas y en propia mano a los transeúntes. Yo iba
con Roberto Pro por Álzate cuando un individuo que nos seguía nos pidió una de
las hojas y sin mayor dilación se la dimos. Se detuvo un momento a leer la y
alcanzándonos de nuevo nos dijo: -"Quedan ustedes detenidos"
-mostrándonos al mismo tiempo su placa de policía reservada.
-Al preguntarle el
motivo de la detención nos dijo: "¿Les parece poco, 'tontejos'? Los he
cogido con las manos en la masa y bajo el cargo de sedición los llevaré por lo
pronto a la Séptima Demarcación de Policía. ¿No saben que los firmantes de esta
hojita están bien presos desde ayer? Y no así como así saldrán de ésta, pues el
Presidente está frenético y tenemos instrucciones muy rigurosas de parar en
seco este movimiento subversivo". En la demarcación nos encontramos con
otros veinte detenidos, entre los quienes estaban el Pichón, Enrique y jícama, así
como tres señoritas de Juventud Católica. Después de nosotros todavía llevaron
a unos seis o siete más, y con ellos a Romo, de quien nos hemos reído de buena
gana, pues temeroso del castigo suplicó al gendarme lo consignara por cualquier
infracción policíaca, pero no por sedición, como pretendía el agente, quien
acabó por ceder, y lo consignó por faltas a la autoridad. Cuando el comisario revisó la lista de
detenidos separó a los sediciosos, como nos llamaban, y empezó por calificar a
los infractores del orden común. Al llegar su turno a Romo, quien no se atrevía
ni a mirarnos, y mucho menos a reconocernos, "confesó" que como el
policía no guardaba una postura marcial le había llamado tecolote y otras
cosas. El comisario le impuso multa de diez pesos o un día de arresto; pero
como no tenía dinero, ni quería pedirlo a su casa, ni menos dirigirse a
nosotros, le aplicaron la pena corporal. Le ordenaron hacer talacha (trabajo) y
lo pusieron a fregar el piso y la letrina, lo que hizo con tales caras de repugnancia
que nosotros estallamos de risa. El comisario nos dirigió un ampuloso discurso
llamándonos "inconscientes", pues reíamos sin damos cuenta de la
gravedad del cargo que pesaba sobre nosotros, y terminó llamándonos
"víctimas de los emboscados que escudándose en el aspecto religioso
ocultan viejas tendencias reaccionarias de quienes sueñan con traer a México
otro príncipe extranjero".
-¡Pero qué bruto!
-exclamó Pancho.
-Luego nos exhortó
con mucho énfasis a no dejarnos engañar por quienes "nos enviaron a la
calle" y temblando "se escondieron en sus casas". Terminó por
dejamos en libertad, no sin antes advertimos que de reincidir seríamos
duramente castigados. Y aquí estoy listo para otra -concluyó el Centavo.
-Muy bien -comentó
Raúl-; pero no olviden: tenemos policía en la puerta y si ésta entra no
terminaríamos con una amonestación, y ni siquiera haciendo talacha como el
pobre de Romo los, que trataron de dispersarlas a culatazos y potentes chorros
de agua. Todo fue saberlo y salir
corriendo con el Centavo hacia la iglesia; en el trayecto se advertía un
movimiento inusitado de personas que como nosotros se dirigían apresuradamente
al lugar del zafarrancho.
A dos calles de
distancia topamos con una compacta multitud que con furiosos gritos fustigaba a
los gendarmes, que luchaban por mantenerla a raya. La lucha llevaba ya dos horas de iniciada, con
un considerable saldo de -prisioneros y heridos; había estallado al pretender
los callistas clausurar el templo que se encontraba pletórico de fieles. La gente de armas había sido reforzada varias
veces, pero el contingente popular crecía en mucha mayor proporción atraído por
el repique a vuelo de las campanas. Cuantos llegaban hacían causa común con los
defensores del templo.
El Centavo y yo
pugnábamos por llegar a primera fila sin propósito definido, pero antes de
lograrlo la multitud ululante nos presionó con tal intensidad que arrollamos a
la fuerza armada de la valla, cuyos elementos seguían luchando ya dispersos,
con gesto desesperado, tratando de conservar la integridad personal gravemente
amenazada; eran muchos los que habían perdido el kepí o tenían desgarrados sus
chaquetines. Vencida la resistencia me
encontré corriendo, arrastrado por la carrera general de la multitud, hacia la
iglesia donde nos esperaban impasibles los bomberos apuntando hacia nosotros
sus mangueras; las hicieron funcionar al aproximarnos y bajo el impacto de sus
potentes chorros rodaron por tierra muchos de los que junto a mí corrían. Los ánimos se enardecieron más y se luchó
cuerpo a cuerpo con los bomberos; algunos les cortaron las mangueras, les
tiraron sus cascos y desgarraron sus impermeables; éstos, enfurecidos,
esgrimieron sus hachas y pronto quedaron heridas muchas mujeres del pueblo y
algunos muchachos que con ellas venían, los que al sentirse heridos retrocedían
y chocaban con los que aún avanzaban. En aquel desconcertado remolino humano
mezclábanse los gritos de angustia y terror con los de rabia e indignación. La confusión
culminó cuando la policía que formaba el cordón atacó por retaguardia a golpes
de culata. La multitud corría o se apretujaba sin objeto, ni sentido,
arrastrándome en sus movimientos.
Un fuerte golpe de
agua casi me hizo perder el conocimiento, mas sin duda la misma agua y el
terror de caer al suelo me dieron aminos para sobreponerme al efecto del
impacto. Busqué la forma de salir de aquel tropel, pero el ataque por
retaguardia hacía difícil mi posición. Recibí numerosos golpes y estuve en
peligro de correr la suerte de quienes, heridos o faltos de equilibrio, habían
caído y pisábamos en las carreras.
Mi cabeza parecía
estallar bajo aquel tropel de emociones y de ruido infernal que producían los
toques de corneta de bomberos y policías, los gritos de ataque y angustia, las
amenazas e imprecaciones, mezclado todo con el continuo sonar de las campanas
que tocaban a rebato. Apenas tuve tiempo
de sostenerme contra el quicio de un zaguán, y de librarme de una carga de
caballería, que decidió la refriega, El pueblo se retiró a mayor distancia, se
reforzó la valla y la policía se dispuso a levantar el campo. Los heridos que
pudieron hacerla se retiraron a sus domicilios; lleváronse las ambulancias a
quienes quedaron tendidos y los consignaron junto con otros muchos, como
responsables de resistencia a la autoridad. Al ver adelantar un piquete de policía
deteniendo a quienes quedaron en la zona de batalla, toqué ansiosamente el
zaguán que me protegía, suplicando asilo, que oportunamente me fue dado. Desde la azotea de esa casa, a donde subí para
que el sol secara mis ropas, pude ver el epílogo de aquella desproporcionada
batalla, de la cual se desarrollaron aún muchos incidentes aislados. El jefe de la policía llegó acompañado de
numerosos militares y se dirigió a parlamentar con las personas encerradas en
la iglesia, logrando que le abrieran las puertas y salieran los que allí
estaban. Claramente vi
cuando golpeó con su fuste el rostro de una dama con quien hablaba y cómo un
joven indignado descargó fuerte golpe en la cara del cobarde agresor, quien
estuvo a punto de perder el equilibrio y caer de la escalinata del templo. Se
produjo gran confusión en el grupo de acompañantes del general, y aun de
lugares distantes corrieron agentes y policías uniformados a prestar ayuda a su
jefe, quien repitió su cobarde hazaña golpeando con el mismo fuste al joven,
mientras los esbirros sujetaban a éste por ambos brazos. Tras la valla de policía los estudiantes
habían organizado una porra y con música de una pieza muy en boga cantaban las
siguientes estrofas:
i
Cantad, cantad, cantad, cantad,
Que al
cabo mi Cristo no muere! ...
i
Reíd, reíd, reíd, reíd,
Que al
cabo con El nadie puede!
i Boycot , boycot , boycot, boycot,
Aunque
los tiranos renieguen;
Que
sepan y que entiendan
Que
son libres los hijos de Dios.
IV
EL
30 DE JULIO DE 1926 fue el último día que hubo culto público.
En toda la República los fieles asistieron a los templos en multitudes
incontables, con tal compostura y devoción que salvo muy contadas excepciones,
en que la policía intervino arbitrariamente, el día transcurrió sin que hubiera
la reacción popular que temía el gobierno y en previsión de la cual mantenía
acuarteladas todas las fuerzas armadas de que podía disponer. Los sacerdotes
recomendaron constantemente prudencia, exhortando a los católicos a permanecer
fieles a la Iglesia y a desempeñar las prácticas religiosas compatibles con la
situación. Calles a su vez quiso dar la impresión de que contaba con el apoyo
del pueblo y organizó una manifestación de "respaldo", a la que
obligó a concurrir a los empleados públicos, so pena de cese, a los obreros,
amenazándolos con la cláusula de exclusión, es decir, con quitarles el trabajo,
a los agraristas, bajo la amenaza de perder sus parcelas, y a la tropa por
disciplina; de tal manera, la farsa resultó numerosísima. A nadie valieron
pretextos, ni certificados médicos que les excusaran de asistir. La consigna
estaba dada y la amenaza se cumplió; pasaron lista de presentes antes y después
del desfile. La necesidad angustiosa de vivir y el temor de perder la forma de
ganarse el sustento, les obligó a sacrificar su dignidad de hombres libres y
acudieron llenos de amargura a fingir apoyo a la política que sus conciencias
repudiaban. Los que tuvieron fortaleza para sostener su convicción fueron
cesados.
A los agraristas
los trajeron antes del alba en interminables manadas, dando a la ciudad el
triste espectáculo de su miseria, que proclamaban sus salpicados calzones de
manta, sus raídas camisas, sus pobres sombreros de petate y burdos huaraches.
Algunos llevaban una jerguilla a guisa de abrigo, otros ni eso. Transportados
en camiones de carga venían apiñados, las piernas abiertas, las manos
crispadas, como ganado que movilizara el patrón. Otros llegaban en caballos res tirados de
flacura, de cuadriles salidos, huesos señalados, orejas caídas. Todos, animales
y gentes, traídos de lejos, del rancho o de la parcela, por el líder que
destacaba por su costosa chamarra y su Stetson. Los soldados distinguíanse por
sus ropas nuevas de mezclilla, su andar acompasado y el gesto despreocupado y
uniforme que contrastaba con las caras contrariadas de los demás manifestantes. Entre la multitud
sobresalían grandes cartelones de idéntica factura, con leyendas como éstas:
"Los que trajeron a Maximiliano atacan al General Calles", "El
clero quiere resucitar la inquisición" Calles y su gabinete presenciaron
el desfile desde el Palacio Municipal, donde pronunciaron numerosos discursos
que el pueblo acogió con helado mutismo, que convertía el acto en una
manifestación de repudio. Elementos convenientemente distribuidos...
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