CAPITULO XII
LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA
“La enseñanza no puede ser
sino de verdades.”
León XIII, Libertas.
Entre las nuevas
libertades, la tercera condenada por los Papas, ha sido la libertad de
enseñanza. ¡Escandalizaos entonces almas ingenuas, espíritus liberales que se
ignoran, cerebros embebidos de dos siglos de cultura liberal! Sí, confesad que
no salís de vuestro asombro, que ya no se comprende nada: ¡los Papas condenan
la libertad de enseñanza! ¡Oh sorpresa, oh escándalo! el Papa –y qué Papa, León
XIII, que algunos llaman liberal– condena la sacrosanta libertad de enseñanza!
Pero ¿cómo defenderemos nuestras escuelas católicas, bueno...nuestras escuelas
libres? –pues el nombre de escuela católica tiene un resabio de sectarismo, un
sabor de guerra religiosa, un color demasiado confesional que no es bueno manifestar
en un tiempo en el cual cada uno en su lugar guarda su bandera en el bolsillo.
Os haré admirar de paso las
muelles y dulzonas virtudes liberales, superándose la una a la otra en
hipocresía: necedad, cobardía, traición se dan aquí la mano para cantar en
coro, como en junio de 1984 en las calles de París, el “Cántico de la escuela
libre”: “Libertad, libertad, tu eres la única verdad.” Lo que claramente
hablando significa: “No os pedimos más que la libertad, bueno... un poquito de
libertad para nuestras escuelas; no tenemos nada en contra de la libertad de
enseñanza laica y obligatoria, de la libertad del casi monopolio de la escuela
marxista y freudiana. Continuad tranquilamente arrancando de las almas a
Jesucristo, denigrando a la patria, manchando nuestro pasado, en el espíritu y
el corazón del 80% de los niños; por nuestra parte cantaremos loas a los
méritos de la tolerancia y del pluralismo, denunciaremos los errores del
fanatismo y la superstición; en resumen, haremos saborear los encantos de la
sola libertad al 20% que nos queda.” Dejo ahora a los Papas el cuidado de
mostrarnos la falsedad de esta libertad nueva y la trampa que ella constituye
para la defensa verdadera de la enseñanza católica. En primer lugar veamos su
falsedad.
“No de otra manera se ha de
juzgar la que llaman libertad de enseñanza. No puede, en efecto, caber duda de
que sólo la verdad debe llenar el entendimiento, porque en ella está el bien de
las naturalezas inteligentes y su fin y perfección; de modo que la enseñanza no
puede ser sino de verdades, tanto para los que ignoran como para los que ya
saben, para dirigir a unos al conocimiento de la verdad y conservarlo en los
otros. Por esta causa, sin duda, es deber propio de los que enseñan, librar de
error a los entendimientos y cerrar con seguras defensas el camino que conduce
a opiniones engañosas. Por donde se ve cuánto repugna a la razón esta libertad
de que tratamos, y cómo ha nacido para pervertir radicalmente los
entendimientos al pretender serle lícito enseñarlo todo según su capricho;
licencia que nunca puede conceder al público la
autoridad del Estado sin infracción de sus deberes. Tanto más, cuanto que puede
mucho en los oyentes la autoridad del maestro y es rarísimo que pueda el
discípulo juzgar, por sí mismo, si es o no verdad lo que explica el que enseña.
Por lo cual es necesario que esta libertad no salga de ciertos términos, si ha
de ser honesta, es decir, si no ha de suceder impunemente que la facultad de
enseñar se trueque en instrumento de corrupción.” Tomemos nota entonces de estas palabras
del Papa: el poder civil no puede acordar en las escuelas llamadas públicas la
libertad de enseñar Marx y Freud, o, lo que es peor, la licencia de enseñar que
todas las opiniones y doctrinas valen por igual, que ninguna puede reivindicar
la verdad para sí, que todas deben tolerarse mutuamente; lo que constituye la
peor de las corrupciones del espíritu: el relativismo.
Consideremos ahora la trampa que
significa la libertad de enseñanza. Consiste para el católico en decir al
Estado: “No os pedimos más que la libertad.” En otras palabras “la escuela
libre, en el Estado libre”. O también: “¡Dejáis libertad a Marx y a Freud en
vuestra escuela laica, dejad entonces libertad a Jesucristo en nuestras
escuelas libres!” Esto es una trampa: es dejar a la libre voluntad del Estado
el cuidado de determinar el mínimo tolerable de vuestro proyecto educativo
cristiano en una sociedad laica, para que se sometan dócil-mente a él. Sería un
argumento ad hominem a lo sumo aceptable ante un régimen brutal-mente
perseguidor, pero frente a un poder liberal-masónico tal como existe en
Occidente, especialmente en Francia, y en un país en el cual los recursos de la
cristiandad no han sido aniquilados, es una cobardía y una traición.
¡Católicos, mostrad valientemente vuestra fuerza! ¡Manifestad abiertamente los
derechos de Jesucristo sobre los espíritus redimidos por su sangre! ¡Defended
valerosamente la libertad plena que la Iglesia tiene de enseñar, en virtud de
su misión divina! Reivindicad también la plena libertad de los padres a dar una
educación y una instrucción católica a sus hijos, en virtud de su oficio de
educadores de la prole. Tal es la enseñanza de Pío XI en su encíclica Divini Illius del 31 de diciembre de
1929, sobre educación:
“Doble es, pues, la función de la
autoridad civil, que reside en el Estado: la de proteger y promover; y no
absorber a la familia y al individuo, o suplantarlos. “Por lo tanto, en orden a
la educación, es derecho, o por mejor decir, deber del Estado, proteger en sus
leyes el derecho anterior –que dejamos descrito arriba– de la familia en la
educación cristiana de la prole; y, de consiguiente, respetar el derecho
sobrenatural de la Iglesia sobre tal educación cristiana.”Y también en su
encíclica Non Abbiamo Bisogno del 29
de junio de 1931 contra el fascismo que estrangulaba las asociaciones católicas
de juventud, Pío XI escribió unas admirables palabras que se aplican a la plena
libertad de enseñanza, a la que tienen derecho tanto la Iglesia como las almas
mismas: “Decíamos los derechos sagrados e inviolables de las almas y de la
Iglesia. Se trata del derecho que tienen las almas a procurarse el mayor bien
espiritual bajo el magisterio y la obra formadora de la Iglesia, divinamente
constituida, única mandataria de este magisterio y de esta obra, en el orden
sobrenatural, fundado por la sangre de Dios Redentor, necesario y obligatorio
para todos a fin de participar de la Redención divina. Se trata del derecho de
las almas así formadas a comunicar los tesoros de la redención a otras almas y
a participar bajo este respecto en la
actividad del apostolado jerárquico [Pío XI apunta hacia la Acción Católica].
“En consideración a este doble derecho
de las almas, decíamos recientemente que Nos consideramos felices y orgullosos
de combatir el buen combate por la libertad de las conciencias, no (como tal
vez por inadvertencia nos han hecho decir algunos) por la libertad de conciencia,
frase equívoca y frecuentemente utilizada para significar la absoluta
independencia de la conciencia, cosa absurda en un alma creada y redimida por
Dios. “Se trata, por otra parte, del derecho no menos inviolable que tiene la
Iglesia de cumplir el divino mandato de su Divino Fundador, de llevar a las
almas, a todas las almas, todos los tesoros de verdad y de bien, doctrinales y
prácticos, que El había traído al mundo. ‘Id y enseñad a todas las naciones
enseñándoles a guardar todo lo que os he confiado’ (Mat. 28, 19-20).”
Esta doctrina se aplica especialmente a
la enseñanza dispensada por las escuelas católicas. Pienso que se comprende
mejor ahora la diferencia y la oposición diametral entre la libertad de
enseñanza liberal, por así decirlo, y la libertad total de enseñanza
reivindicada por la Iglesia como uno de sus derechos sagrados. ¿Qué lugar deja
la doctrina de la Iglesia al Estado en la enseñanza y la educación? La
respuesta es simple: puestas aparte ciertas escuelas preparatorias a los
servicios públicos, como las escuelas militares, por ejemplo, el Estado no es
ni educador ni docente. Su oficio es, según el principio de subsidiariedad
aplicado por Pío XI en la cita precedente, de promover la fundación de escuelas
libres por los padres y por la Iglesia, y no substituirlos. La escuela estatal,
el principio de un “gran servicio nacional educativo”, incluso si no es laico y
si el Estado no reivindica el monopolio de la educación, es un principio
contrario a la doctrina de la Iglesia.
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