Capítulo 1
"La infancia"
Pasamos algunos años de vida apacible en familia con
buenos padres cristianos, profundamente cristianos. Es cierto que la
iglesia parroquial no estaba lejos, cinco minutos a pie. Cada mañana mis padres
acudían a ella muy temprano para comulgar, y asistir a Misa cuando podían. En
aquel tiempo, en la parroquia, un sacerdote daba la comunión cada cuarto de
hora, desde las cinco y cuarto de la mañana hasta las nueve, si mal no
recuerdo. Era costumbre en aquel tiempo, porque muchas personas acudían al
trabajo y no disponían del tiempo para quedarse a la Misa. Por eso, quien
llegaba a la iglesia algunos minutos antes del cuarto de hora, estaba seguro de
poder comulgar. Algunos minutos para prepararse, algunos minutos para la acción
de gracias después de haber comulgado, y se partía luego al trabajo. Mis padres
tenían la costumbre de asistir a la Santa Misa, pero si no podían, al menos
comulgaban. Observando las leyes de Dios, comenzaron por tener cinco hijos, uno
por año, y luego otros tres algún tiempo más tarde. Tres en 1903, 1904, 1905,
los tres primeros;
luego, en 1907, mi hermana María Gabriel, en 1908 mi hermana María Christiane,
y en 1914, justo antes del comienzo de la guerra, José. Finalmente, los otros
dos después de la guerra. Vivíamos felices durante esos años que precedieron la
guerra. Mis padres se habían casado en 1902, yo nací en 1905. Por lo tanto,
tenía yo nueve años cuando se declaró la guerra.
El ambiente de vida en el Norte
El ambiente de vida en el Norte era un ambiente de
trabajo. El trabajo en la fábrica lo dominaba todo. Cada cual acude a la
fábrica, patrón, empleado, obrero; uno a las seis de la mañana, otro a las
siete y media. El obrero se queda en su trabajo hasta el toque de campana, y el
patrón algunas veces hasta las nueve o las diez de la noche. Y eso es así cada
día. Fábrica textil : a las cinco y media o seis de la mañana se oía cómo
los trabajos se ponían en marcha. Las chimeneas comenzaban a humear, pues todo
funcionaba con carbón; aún no había electricidad. La vida era regular, un poco
monótona. El tiempo en esas regiones es generalmente nublado, un poco gris, lo
cual no incita mucho a ir de paseo. Por eso a la gente le gusta el trabajo, y
se sentiría desgraciada si no fuese a trabajar. Es un poco parecido a Suiza
alemana : es lo mismo, no me podrán decir lo contrario. Cuando visité
Ibach en la región de Schwytz, había una señora, la señora Elsener, muy buena
persona, que tenía una fábrica de cuchillos. Contaba nada menos que con mil
obreros. No era empresa de poca monta. Como su marido había muerto, ella misma
era la patrona, y dirigía la fábrica con uno de sus hijos. Todos sus hijos
trabajaban : las mujeres en la oficina, los varones en la fábrica. Ella
también trabajaba desde la mañana hasta la noche, y me decía en su
sencillez : «Mire usted, nuestros
obreros están tristes el domingo, porque no pueden venir a trabajar en la
fábrica... Es su vida». Así era la vida en el Norte en otro tiempo, una
época que ya pasó. Hoy en día, prácticamente, la industria textil ha hecho
quiebra, ha muerto a causa de la concurrencia extranjera, a causa de las nuevas
condiciones.
Existía entonces esa cuenca minera que se extiende
desde Bélgica, por el lado de Mons, hasta la Ruhr, en Alemania; inmensa cuenca
minera que atraviesa toda Europa hasta Inglaterra. Era la fuente de energía, de
donde se sacaba el carbón para poner en marcha las fábricas, etc. Las fábricas
se situaban cerca de esa fuente de energía, y no lejos de los puertos, para
traer el algodón y la lana desde Australia, Argentina, Egipto. Como era una zona
poblada, industriosa y trabajadora, las fábricas florecieron en ese momento,
contando con condiciones muy favorables. Más tarde todo cambió, con la llegada de la
electricidad y del petróleo, de las nuevas condiciones de vida, de los
transportes y de otras cosas más. Vino entonces la concurrencia
extranjera : Japón, los Estados Unidos, América del Sur, se pusieron a
montar industrias, y eso acarreó prácticamente la quiebra en todas partes.
Actualmente ya casi no quedan industrias textiles en el Norte. Como les decía, llevábamos una vida tranquila.
Teníamos un buen colegio a cinco minutos de casa, y una buena institución, las
Ursulinas, muy cerca también. Las niñas iban a las Ursulinas, los niños iban al
colegio; y por ese lado llevábamos también una vida muy regular. A las ocho salíamos de casa; gracias a Dios, dos
excelentes personas ayudaban a mamá a ocuparse de los hijos. Antes de salir nos
decían : «¿No te olvidas de nada, te
has puesto el pañuelo en el bolsillo, no te dejas la merienda, no te olvidas de
esto o de aquello...?» Y nos daban un beso añadiendo : «Bueno, hasta luego, ten cuidado, camina por
la acera...» Nos sentíamos rodeados, podríamos decir, del afecto de tres
madres. Eramos niños muy dichosos en ese tiempo.
Primera Guerra Mundial
Viene entonces la terrible guerra. Una guerra como
la de 1914-1918 es algo espantoso, verdaderamente espantoso. Movilización,
evidentemente : todos los hombres deben partir, y las madres se quedan
solas con sus hijos, de la noche a la mañana. Es horrible cuando se piensa en
cosas como estas, espantoso. ¿Cómo harán ellas para el trabajo, cómo harán para
conseguir el alimento? ¿Qué va a ser de ellas cuando ya no queda ningún hombre
en casa? En las escuelas sucede lo mismo : los
profesores debieron irse, movilizados. Quedan algunos, ya por ser de edad
avanzada, ya por estar enfermos. En las parroquias, también los vicarios son
movilizados; no quedan más que uno o dos sacerdotes donde antes había cinco o
seis. Y luego, rápidamente, empezaron los combates, la
invasión, las muertes, los prisioneros, etc., las noticias del frente :
tantos muertos, muchos prisioneros. Mucha gente del Norte fue apresada en Bélgica.
Mi padre, sin embargo, no se fue enseguida; no podía
ser movilizado porque tenía seis hijos. Por eso se quedó. Pero quiso ayudar a
los prisioneros ingleses y franceses a huir de las líneas enemigas, de las
cárceles, del campo donde se encontraban encerrados, para que pudiesen volver a
sus hogares. A partir de enero de 1915 se dio cuenta de que era buscado por los
Alemanes, y de que ciertamente sería fusilado si lo capturaban. Así, pues,
debió huir. Dando un rodeo por Bélgica, Holanda e Inglaterra, pudo llegar a la
zona no ocupada de Francia, para evitar que la policía alemana lo abatiese. Papá se había ido, mientras que nosotros
permanecimos allí durante la guerra, cuatro años de ocupación. Los Alemanes
vinieron a ocupar la ciudad dos meses más tarde. Vimos a húsares, lanceros,
todavía a caballo en ese momento, desfilar por las calles, con casco, con
lanzas de tres metros de largo. Ocupaban la ciudad, movilizada esta vez por los
Alemanes; había que albergar a los militares y hacerse cargo de ellos. Todos
los que eran capaces, incluso las jóvenes y las mujeres de edad, eran
movilizadas y debían trabajar para el ejército alemán.
Al mediodía la ciudad hacía distribuir sopas
populares, e íbamos a tomar una sopa en las salas de la municipalidad, porque
poco era lo que se encontraba para comer. Supuestamente, los Americanos nos
enviaban alimentos : pollos que desde allá llegaban completamente
podridos, y harina. Aún me pregunto por dónde pasaba esa harina, porque cuando
el pan nos llegaba era negro, completamente negro, no se secaba, estaba aún
blando por dentro, y la miga se desprendía de la corteza, era como masilla; y
era eso lo que debíamos comer. Probablemente era, no sé, harina de trigo negro
o harina de papa, de legumbres. Era un pan… Se compraba eso en la panadería.
¡Qué le vamos a hacer, algo había que comer! Reinaba verdaderamente la privación y la miseria,
una gran miseria; y luego vinieron los registros. Los Alemanes descubrieron
reservas de lana en la fábrica, ocultas en los sótanos detrás de falsos muros
para evitar que se las llevaran. Perforaron sistemáticamente todos los muros de
todas las fábricas, en todos los sótanos, cada tres o cuatro metros, para ver
si no quedaban otros escondrijos con reservas de lana, etc. Descubrieron
algunas en nuestra casa, y mi madre fue encarcelada durante varias semanas. Ya
no me acuerdo si fueron varias semanas o varios meses, pero en fin, fue encarcelada
por esto. Mi madre dejaba a sus hijos solos en manos de las
criadas, que eran muy buenas; pero, en fin, todo eso le provocaba muchas
emociones. Fue entonces cuando contrajo una descalcificación de la columna
vertebral, de suerte que al fin de la guerra debió ser enyesada. Durante años,
aún la veo, debió quedarse acostada en el comedor de la casa, como consecuencia
de los sufrimientos de la guerra, como resultado de las privaciones de la
guerra.
Esta guerra causó verdaderamente sufrimientos
penosos. Nosotros, que éramos niños, no nos dábamos tanta cuenta de lo que
ocurría, menos que los mayores ciertamente, pero a pesar de todo había cosas
que no podían pasarnos desapercibidas, porque estábamos muy cerca de la línea
del frente, al sur de Bélgica, por el lado de Ypres y del famoso Monte Kemmel,
donde hubo batallas terribles. Por la tarde y por la noche se veía el horizonte
completamente iluminado por los obuses que estallaban en gran número y sin
cesar. Escuchábamos el redoble y el retumbar de los obuses. A lo largo de la
línea del frente, el cielo ardía. Era espantoso. Y por la mañana veíamos llegar
al hospital, en frente de nuestra casa, a todo un cortejo de heridos, por
centenares, sin contar los muertos, tanto del bando aliado, del bando francés,
como del bando alemán. Estábamos del lado ocupado por los Alemanes; por eso
veíamos sobre todo a sus heridos, a todos esos pobres heridos… Ya lo ven ustedes, esto dejó huella en nuestra infancia. Aunque se tengan sólo nueve,
diez u once años, las imágenes quedan grabadas en la memoria… La guerra es
realmente algo espantoso, y todas las consecuencias de esta guerra, todos los
sufrimientos, las emociones continuas… Un día, los Alemanes anuncian la
movilización de todos los que aún gozaban de salud, para ir a trabajar en los
centros especiales para seleccionar municiones, pedazos de cobre y otras cosas
por el estilo, porque comenzaba a escasear el cobre para los obuses, etc.
Necesitaban personal. Por eso ordenaron a toda la gente de todas las casas que
se pusieran en la acera, listas para partir. Toda la gente mayor de dieciséis o
diecisiete años (¡fíjense, diecisiete años!), toda la gente que gozaba aún de
salud, debía estar preparada con su equipaje, sobre la acera, y los Alemanes
pasarían y tomarían a una u otra. No se sabía de antemano quiénes partirían y
quiénes no. Por eso debían estar todos afuera, me acuerdo muy bien. Nosotros
éramos niños, por eso no nos tomaron, y nuestras criadas tenían demasiada edad
para partir. Pero, en fin, asistimos a este desfile de personas que esperaban
sobre la acera. Los Alemanes pasaban con camiones, hacían subir en ellos a las
personas requisadas y se las llevaban sin que supieran qué iba a ser de ellas.
Evidentemente, todo eso provocó inquietudes,
dolores, separaciones; era algo horroroso. Uno no se imagina lo que es, lo que
puede ser la guerra. La crueldad, la brutalidad, las heridas, las separaciones,
los sufrimientos morales, todo eso es verdaderamente duro, muy duro. Eso dejó
huella en nosotros, los hermanos mayores. José no tenía más que un año, no se
daba cuenta; pero a nosotros cinco estos acontecimientos nos hicieron mella, y
pienso que, en parte al menos, les debemos nuestra vocación. Porque vimos que
la vida humana era poca cosa, y que, a decir verdad, había que saber sufrir.
Notemos también que en todo ese tiempo la piedad era grande. Cada tarde se
rezaba el rosario y la iglesia se llenaba, sobre todo de mujeres, pero también
de un buen número de hombres de edad, los jóvenes ya no estaban. Cada tarde,
pues, rezo del rosario, la última decena con los brazos en cruz, y exposición
del Santísimo Sacramento. Toda la parroquia llenaba la vasta iglesia. Se
rezaba, se rezaba por todos los que habían partido, por los prisioneros, por
los que se encontraban en el frente. Había un fervor evidentemente muy grande
en ese momento. Todo esto, como ustedes ven, creaba una atmósfera particular. Mi hermano René era el mayor de todos, cumplió los
15 años en 1918. Temíamos que los Alemanes acabasen por requisar a todos los
que eran capaces de trabajar un poco, fuese cual fuese su edad. Era posible
evitar esto gracias a los trenes de la Cruz Roja que pasaban por Suiza, y que
conducían a los chicos, hasta la edad de 15 años, a la zona libre de Francia,
si tenían allí familiares que pudiesen recibirlos. Sólo el Norte y el Este de
Francia estaban ocupados. Como mi padre se había ido y estaba en Versalles, mi
hermano René atravesó Suiza y se reunió con él. Y continuó allí sus estudios.
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