CAPÍTULO III
Lucha temporal contra la carne mortal.
6. Una cosa es pelear bien,
y esto ha de realizarse acá, mientras vivimos
conteniendo la muerte; otra cosa distinta es carecer de enemigo, y eso ha de realizarse allá, cuando
será aniquilada esa muerte, nuestra
postrera enemiga. En tanto que la continencia reprime y cohíbe la libido, ejercita un doble
cometido: apetece el bien inmortal, al
que tendemos, y rechaza el mal, con el que en esta mortalidad contendemos. Al primero lo ama y
espera; al segundo lo hostiga y vigila;
en ambos busca lo honesto y rehúye lo deshonesto. No se fatigaría la continencia en reprimir los
apetitos si no hubiese en ellos algo que
nos estimula contra la honestidad, si no hubiese en el apetito malo algo que repugna a la buena
voluntad. El Apóstol clama: sé que en
mí, es decir, en mi carne, no habita el bien; el querer el bien lo tengo al alcance, pero no el
realizarlo. Acá, mientras denegamos el consentimiento a la mala concupiscencia,
el bien es realizado; cuando la concupiscencia sea consumida, el bien será
consumado. Asimismo clama el Doctor de las gentes: me deleito en la ley de Dios
según el hombre interior; pero descubro en mis miembros otra ley que guerrea
con la ley de la razón.
Ley y gracia
7. Esta contienda no la
experimentan sino los luchadores de la virtud, los vencedores del vicio; porque
a ese mal de la concupiscencia no le hace frente sino el bien de la
continencia. Hay quienes ignoran en absoluto la ley de Dios y ni siquiera
cuentan entre los enemigos los deseos sórdidos; les prestan vasallaje en su ciega
ruindad y aun se reputan felices cuando logran mantenerlos más bien que
contenerlos. Y hay quienes los descubren por medio de la ley: ya que por la ley
viene el conocimiento del pecado; y yo ignoraría los malos deseos si la ley no
dijese: no tendrás malos deseos; pero quienes son vencidos en la lid, viven
bajo la ley, y la ley manda lo que es bueno, pero no lo da: no viven bajo la
gracia, pues la gracia por el Espíritu Santo da lo que la ley exige. A estos
tales la ley se entrometió para que proliferara el delito; el vedado aumentó la
apetencia y la hizo invencible; así sobrevino la prevaricación, que sin la ley
no se da, pero sin pecado tampoco se da,
porque donde no hay ley no hay transgresión. Cuando la gracia no ayuda,
la ley veda el pecado; y así se convierte en incentivo del mal el vedado. Por
eso dice el Apóstol: el poder del pecado, la ley. No es maravilla que la debilidad
humana saque de la ley buenas fuerzas para el mal, pues para cumplir la misma
ley estriba en su fuerza personal. Ignorando la justicia de Dios, el cual se la
presta al débil, y queriendo afirmar una justicia propia, de la que carece el
débil, no se somete a la justicia de Dios y se hace réprobo y soberbio. Mas
cuando la ley fuerza a buscar un médico, al ruin, parece que le hiere más
sañudamente con ese fin; entonces es la ley un pedagogo que nos lleva a la
gracia. Por el atractivo pernicioso nos abatía la concupiscencia; contra él nos
brinda Dios el atractivo benéfico por el que preferimos la continencia, y
entonces nuestra tierra da fruto, y el fruto sustenta al combatiente, y éste,
con la ayuda de Dios, vence al pecado.
Resistencia a la concupiscencia
8. A tales luchadores los
enardece la trompeta apostólica con esta llamada: No reine el pecado en vuestro
cuerpo mortal para obedecer a sus deseos; ni ofrezcáis vuestros miembros al
pecado como instrumentos de injusticia, sino poneos a disposición de Dios, como
resucitados de la muerte, y brindad vuestros miembros a Dios como instrumentos
de justicia. Así el pecado no os dominará, porque no vivís bajo la ley, sino
bajo la gracia. Y en otro lugar: Por lo tanto, hermanos, no somos deudores de
la carne [instinto], para vivir según la carne. Si viviereis según la carne,
moriréis; mas si mortificáis con el espíritu las obras de la carne, viviréis.
Todos los que se dejan gobernar por el espíritu de Dios, hijos son de Dios. Mientras
esta vida mortal fluye bajo la gracia, ese es nuestro empeño: que no reine en
nuestro cuerpo mortal el pecado, es decir, la concupiscencia del pecado, pues
la concupiscencia se llama pecado en este lugar. El acatamiento a su imperio es
prueba de nuestro cautiverio. Vive, pues, en nosotros la concupiscencia del
pecado, pero no hemos de tolerar su reinado. Hemos de resistir a sus demandas para
que no reine sobre vasallos sumisos. No usurpe para sí la concupiscencia
nuestros miembros; es la continencia quien ha de reclamarlos en propiedad para
que sirvan a Dios como instrumentos de justicia y no al pecado como armas de
iniquidad. De ese modo no nos sojuzgará el pecado. No vivimos ya bajo la ley,
que prescribe el bien y no lo da; vivimos bajo la gracia, que eso mismo que la
ley prescribe nos lo hace amar, y así puede sobre corazones libres imperar.
Las obras de la carne y los frutos del espíritu
9. Asimismo, nos recomienda
el Apóstol que no vivamos según la carne
para que no muramos, sino que amortigüemos con el espíritu las obras de la
carne para que vivamos. Esa trompeta que vibra nos denuncia la guerra en que
vivimos y nos arrastra a pelear denodados, a mortificar a nuestros enemigos
para no ser por ellos mortificados. Bien claramente señala los enemigos. Son
esos a quienes tenemos que amortiguar, a saber, las obras de la carne, pues
dijo así: mas si por el espíritu mortificareis las obras de la carne, viviréis.
Para saber cuáles son esas obras, oigámosle de nuevo cuando escribe a los
Gálatas y dice: las acciones de la carne [instinto] son manifiestas: fornicación,
indecencia, desenfreno, idolatría, hechicería, enemistades, reyertas, envidias,
celos, ambición, herejías, facciones, borracheras, comilonas y cosas
semejantes; sobre eso os predico lo que os prediqué, a saber, que los que tal
hacen no poseerán el reino de Dios. Al expresarse así denunciaba la guerra,
enardecía a los luchadores con esa celeste y espiritual trompeta cristiana para
que mortifiquen a la hueste malsana. Antes había dicho: yo os encargo que
procedáis según el espíritu y no ejecutéis los deseos carnales. Porque la carne
apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos mutuamente son
tan opuestos que no hacéis lo que queréis. Pero si os dejáis guiar por el
espíritu, no estáis bajo la ley. Por lo tanto, quiere que los que vivan bajo la
gracia sostengan el combate contra las obras de la carne, y para denunciar las
obras de la carne añadió el pasaje que antes cité: y manifiestas son las obras
de la carne, a saber, fornicación, etc. Obras de la carne son las que citó y
las que dejó sobrentender, máxime teniendo en cuenta que añade: y cosas semejantes.
Además, al sacar a plaza en esta batalla, frente a esa especie de ejército
carnal, una hueste espiritual, dice: Por el contrario, los frutos del espíritu
son: amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia. Contra semejantes frutos no hay
ley. No dijo contra estos para que no creamos que no hay otros. Bien es verdad
que, aunque lo hubiese dicho, deberíamos aplicarlo a todos los frutos del mismo
linaje que podamos pensar. Lo cierto es que dijo: contra semejantes, es decir,
contra estos y otros tales. Y hasta parece que procuró con énfasis imprimir en
nuestra memoria esta continencia de que me propuse tratar, y de la que ya he
dicho hartas cosas. Por eso la nombró en último lugar entre los frutos mencionados,
porque tiene la mayor importancia en esta guerra en la que el espíritu apetece
contra la carne; es que crucifica en cierto modo las apetencias mismas de la
carne. Y por eso, después de hablar así, continúa el Apóstol: más los que son
de Jesucristo han crucificado su carne con pasiones y concupiscencias. He ahí
la obra de la continencia y he ahí cómo se mortifican las obras de la carne. En
cambio, éstas, a su vez, mortifican a los que consienten en la ejecución y se
dejan arrastrar por la concupiscencia por haberse apartado de la continencia.
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