CAPITULO 3
(continuación)
Queriendo hacer una
visita a la casa de Dios, me acerqué al portal de la iglesia para orar, cuando
descubrí a dos niños de cinco y seis años, muy bien vestidos, que jugaban en el
prado circundante. Pensé que serían los hijos del párroco, pues estaban
vestidos con mucho esmero. Terminé mis oraciones y me puse de nuevo en camino.
No había dado una docena de pasos, cuando oí que me gritaban:
-¡Mendigo, mendigo
querido, detente!
Me detuve. El niño
y la niña vinieron corriendo, me cogieron de la mano y me dijeron:
-¡Ven con nosotros
a ver a la mamá; quiere mucho a los mendigos!
-Yo no soy un
mendigo, queridos niños; soy un strannik.
-Lo mismo da; ¡ven
a ver a mamá!
-¿Dónde vivís?
-Allá abajo, junto
a la iglesia, detrás del bosquecillo.
A través de un
gracioso jardincillo me condujeron a la casa de los propietarios, muy limpia y
coquetona. Una señora salió a nuestro encuentro:
-¡Bien venido seas,
querido hermano! Es Dios quien te manda. Siéntate.
Ella misma recogió
mi alforja, me ofreció una poltrona y me preguntó: -¿Quieres comer o tomar el
té? ¿Necesitas algo?
-¡Muchas gracias!
-respondí- Tengo todo lo que necesito: una alforja llena de pan. En cuanto al
té, alguna vez lo tomo, pero soy del campo y no tengo costumbre. Aprecio
vuestra hospitalidad más que ningún regalo. ¡Dios bendiga vuestra caridad
cristiana! Mientras estaba hablando, sentí en mi interior una violenta
conmoción. La oración se encendió con violencia en mi corazón y sentía la
necesidad de estar solo, para dejarme penetrar de esta llama, repentinamente
encendida en mi interior, y para ocultar a los hombres los signos que la
acompañan: las lágrimas, los suspiros y la expresión del rostro. Me levanté,
pues, y dije:
-¡Perdonadme; tengo
que marchar! Nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros y con vuestros hijos.
-¡No, no permitiré
que te vayas, Dios me libre! Mi marido estará al llegar de la ciudad, donde es
juez de paz, y se alegrará mucho de encontrarte aquí. Considera a cada strannik
como a un enviado de Dios. Mañana es domingo; oiremos juntos la Misa y luego
nos acompañarás a comer. Todos los domingos y días festivos invitamos a nuestra
mesa a treinta pobres, hermanos nuestros en Cristo. Cuéntame, pues, quién eres
y a dónde vas. Me entretengo de buena gana con personas piadosas, y me gusta
escuchar sus sabias palabras. Niños, coged la alforja del strannik y llevadla
al salón de recibir; pasará la noche con nosotros. Oyéndola hablar, me
preguntaba: «¿Es una persona de este mundo la que habla o
es una aparición del mundo superior?» Me quedé y le conté
mis peregrinaciones; le dije también que me dirigía a Irkutsk.
-¡Entonces tienes
que pasar por Tobolsk! Mi madre está allí de monja y es actualmente Skhimnitsa (1). Te
daremos una carta y ella se alegrará de verte. Mucha gente va a consultarle
cosas espirituales. Le llevarás también el libro de San Juan Clímaco (2) que
nos había hecho pedir a Moscú.
Se acercaba la hora
de comer y nos sentamos a la mesa. Llegaron cuatro mujeres y se sentaron a la
mesa con nosotros. Después del primer plato, una de ellas se levantó, hizo
primero una inclinación a la santa
imagen, luego otra a nosotros y se fue a buscar el segundo plato. Luego, otra
hizo lo mismo para servir el tercero. Entonces dije al ama de la casa:
-Si me permite,
quisiera preguntarle si estas mujeres pertenecen a la familia.
-Sí -respondió-;
son mis hermanas en Cristo. Una es nuestra cocinera; otra, mujer de nuestro
cochero; la tercera, nuestra portera, y la cuarta, la camarera. Todas están
casadas; no tenemos en casa ninguna que no lo esté. Todo esto me sorprendió y
di gracias a Dios por haberme hecho conocer personas con ideas tan conformes
con su divina voluntad. Sentí que la oración brotaba aún con más fuerza en mi
corazón. Para que no me impidiese orar y poder quedarme solo, después de la
comida dije a la señora:
-Seguramente iréis
a reposar: yo estoy tan acostumbrado a andar, que iré al jardín.
-Te acompaño -me
respondió-; me contarás algo edificante. Si sales tú solo, los niños no te
dejarán en paz. Querrían estar siempre contigo, porque aman mucho a los
mendigos, a los strannik y a todos nuestros hermanos en Cristo. Me fue
necesario aceptar su compañía. Para no tener que hablar yo, la saludé con una
profunda inclinación, y le pregunté:
-Decidme, por amor
de Dios, ¿cuánto tiempo hace que vivís esta vida y cómo la habéis alcanzado?
Entonces ella
comenzó a narrar:
-Mi madre es
descendiente de San Josafat (3) cuyas reliquias se conservan en Belgorod. Allí
teníamos una casa grande y, en fondo al jardín, otra pequeña, arrendada a un
noble venido a menos. Este murió y, poco después, murió también su mujer,
dejando un niño recién nacido.
Mi madre,
compadecida, le adoptó. Un año después nací yo. Crecimos juntos; tuvimos los
mismos preceptores, las mismas institutrices, todo en común, como hermano y
hermana. Después de la muerte de mi padre, mi madre abandonó la ciudad y vino
con nosotros a vivir en sus posesiones en Siberia. Cuando fuimos mayores,
preparó nuestro matrimonio, puso a nuestro nombre esta finca y ella tomó el
velo en un convento, donde se había hecho construir una celda. Nos dio su
bendición materna y nos recomendó vivir como buenos cristianos, rezar con
fervor y, sobre todo, practicar los principales mandamientos de Cristo: amar al
prójimo, ayudar con humildad y sencillez a los pobres, educar a los hijos
cristianamente y tratar a los criados como hermanos. Hace ya casi diez años que
vivimos en este lugar solitario y procuramos, en lo posible, poner en práctica
los consejos de nuestra madre. Hemos fundado un asilo para los pobres, donde
viven diez, entre lisiados y enfermos. Los verás mañana. Le pedí que me
enseñase el libro de San Juan, que quería mandar a su madre. Me lo trajo, y
cuando íbamos a abrirlo, llegó su marido. Me saludó, me abrazó y nos besamos,
como dos hermanos en Cristo. Luego me llevó a su habitación.
¡Cuántos libros y
cuántas preciosas imágenes en ella! Entre otras cosas, sobresalía un crucifijo
de talla natural y un nuevo Testamento puesto sobre una consola.
Oré brevemente, y
dije:
-¡Aquí, en vuestra
casa, parece que uno se encuentra en el paraíso! Aquí está Nuestro Señor
Jesucristo, su Santísima Madre y otros Santos de Dios. Y luego, indicando los
libros:
-Estáis rodeados de
palabras y lecciones divinas, que siempre vivifican... ¡Seguramente buscaréis a
menudo el consuelo en su compañía!
-Sí -respondió el
amo; me gusta mucho leerlos.
-¿Qué tipo de
libros tenéis?, pregunté.
-Tengo muchos
libros espirituales, respondió.
He aquí, íntegro,
el Menologio (4)
y las obras de San Juan Crisóstomo y de San Basilio el Grande, muchas otras
obras teológicas y filosóficas, e incluso muchos sermones de ilustres
predicadores modernos. Mi biblioteca no vale menos de cinco mil rublos.
-¿Tenéis algo sobre
la oración?
El señor buscó un
comentario al Paternóster, y comenzamos a leer con mucho interés. Poco después
entró la señora a servimos el té, y los niños, llevando su cestillo de plata
con unos hojaldres como yo no había nunca visto ni probado.
El señor pidió a su
mujer que nos leyera el libro sobre el Pater noster, mientras nosotros
tomábamos el té. Leía muy bien; mientras la escuchaba sentía resonar en mi
corazón, cada vez más fuerte, la oración interior. De repente, me pareció ver
brillar ante mí algo que se asemejaba a la figura de mi difunto maestro. Me
levanté bruscamente; luego me excusé diciendo que lo hacía para vencer un
pequeño ataque de sueño. Al mismo tiempo, me pareció que el espíritu de mi
maestro estaba en mí, iluminándome. Una nueva luz se encendió en mi alma, con
abundantes ilustraciones sobre la oración. La señora, entre tanto, seguía
leyendo. Cuando hubo terminado, el marido me preguntó si me había gustado.
-Me gusta mucho
-respondí.- El Padre Nuestro es la oración más bella y más dulce, hecha para
nosotros por el mismo Jesucristo. La exposición que habéis leído es también muy
bella y verdadera, pero insiste, sobre todo, en las obras de caridad cristiana.
Sin embargo, yo he encontrado en los Santos Padres otra explicación más
especulativa y misteriosa.
-¿En qué Santos
Padres?
-En Máximo,
confesor (5);
en Pedro Damasceno (6), en mi Filocalía.
-¿Podrás
exponérnosla?
-Ciertamente. Las
palabras Padre nuestro, que estás en los cielos, las explica vuestro libro como
una llamada al amor que debemos tener a nuestro prójimo, considerándonos todos
hermanos, hijos del mismo Padre. Es ciertísimo. Pero los Santos Padres añaden
que con estas palabras se invita a nuestra alma a que aspire al cielo, donde
está nuestro Padre, y a considerarse siempre en su presencia. Las palabras
santificado sea tu nombre las explica vuestro libro como una exhortación a
pronunciar el nombre de Dios con el máximo respeto, no con ligereza o perjurando.
Los comentaristas místicos dicen que estas palabras encierran también la
petición de la oración interior, para que el nombre de Dios esté siempre en
nuestro corazón y su presencia santifique todos nuestros sentimientos y
nuestras fuerzas. Con las palabras venga a nosotros tu reino pedimos que la paz
y la alegría de Dios reinen en nuestro corazón. Vuestro libro explica las
palabras el pan nuestro de cada día dánosle hoy como una petición de todo lo
que no es superfluo sino necesario a la vida del cuerpo e indispensable para
ayudar a los demás. Pero San Máximo, confesor, dice que en las palabras pan
nuestro de cada día hay que entender también el pan para nuestras almas, la
palabra y la unión divina, en el continuo pensamiento de Dios y en la oración
incesante del corazón.
-¡Ah, esa oración
continua es una cosa bellísima, pero casi imposible para los seglares! -exclamó
el señor-o Debemos darnos por satisfechos si logramos rezar nuestras oraciones
vocales sin negligencia! -¡No hable así, por favor! Porque si hubiera sido
imposible o de una dificultad insuperable, Dios no nos la hubiera recomendado
en modo alguno. Su fuerza brilla en nuestra debilidad y los Santos Padres nos
indican el camino para encontrar esta oración interior. Cierto que para los ermitaños
hay medios más elevados, pero existen también más sencillos para los seglares,
que los conducen de modo seguro a adquirir el don de la oración interior.
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(1) Skimnitsa, monja constituida en el grado
supremo de la vida religiosa. Los grados en la vida religiosa oriental tienen
como base no los votos de obediencia, castidad y pobreza, sino el hábito, el
ascetismo y la oración.
(2) El sobrenombre de Clímaco con que se le
conoce deriva de la primera palabra de su famosa obra La escala [Klimax] del
Paraíso. Algunos le llaman también el Sinaíta, sin duda por haber dirigido
durante algunos años el monasterio de santa Catalina del Sinaí. La mayor parte
de su vida la pasó, no obstante, al pie del Monte Athos. Sobre su obra
fundamental se han vertido juicios o estimaciones muy diversos. Parece más
fruto de buena experiencia personal y de la propia ascesis que de una sólida formación.
Se conocen pocos detalles de su vida. Las fechas de sus principales momentos
varían -según los diversos autores- por lo menos en medio siglo. Digamos que
vive parte de los siglos VI-VII. Algunas de sus páginas puede verlas el lector
en Textos de espiritualidad oriental, pp. 105-113.
(3) La referencia a la descendencia que tuvo
san Josafat divide a los autores a la hora de individualizarlo. En el siglo
XVIII viven dos eclesiásticos con el mismo nombre. La referencia a la ciudad de
Belgorod hace pensar en un obispo con residencia allí; pero de éste no consta
la santidad canónica como del san Josafat monje (1705-1754). Pudiera ser que
siendo descendiente del primero, la mujer asocie el nombre del segundo sin
precisar.
(4) Lo mencionamos ya al hablar de san Demetrio
de Rostov (nota 1 del primer relato). Es una recopilación de vidas de santos,
según los meses, teniendo en cuenta el día en que se celebra su memoria. Fue
publicado en Kiev entre los años 1684-1705, conociendo después varias
ediciones.
(5) Es uno de los grandes teólogos de la
Iglesia (580-662). Tuvo una vida muy agitada, debido a su inquietud religiosa y
a la controversia con los monoteletas. Nacido en Constantinopla, entra al
servicio del emperador como secretario. Posteriormente se retira al monasterio
de Chrysopolis (de ahí que algunos le llamen Máximo de Crisópolis). Huye a
África ante la invasión persa, y en África desarrolla una gran actividad anti
herética. Repatriado a la fuerza, sufre interrogatorio e y destierros. Muere
firme en su fe. Ha dejado muchas y valiosas obras escritas, también de tipo
ascético y místico. Sobre ellas precisamente se han escrito comentarios de
importancia en nuestro siglo. No es, pues, un autor pasado.
(6 ) No confundir con san Juan Damasceno, anterior y más conocido. Pedro Damasceno vive en el siglo XII y la mayor parte de sus obras han permanecido inéditas.
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