CAPITULO SEGUNDO
Peregriné largo tiempo
a través
de diversos lugares, acompañado
siempre por la oración
a Jesús,
que me fortalecía
y consolaba en mi camino y en todas las incidencias de mi viaje. Finalmente
comprendí
que me convenía
detenerme, concentrarme, estar solo y estudiar mi libro. A pesar de leerlo
siempre que encontraba posada por la noche o cuando descansaba durante el día, me
atormentaba el deseo de profundizar en su lectura y meditar en el recogimiento
de mi oración
sobre la salvación
del alma. Desgraciadamente, y a pesar de mis esfuerzos, no pude encontrar en
ningún
sitio una ocupación
adecuada a mis fuerzas, pues tenía
el brazo izquierdo paralizado desde mi infancia. Hallándome en la imposibilidad de fijar de
modo estable mi residencia, decidí
hacer una peregrinación
al sepulcro de San Inocencio, en Irkutsk, en Siberia(1) «Caminaré a través de los
bosques y de las estepas -pensé-,
en una soledad y un silencio que podrán favorecer mi lectura y mi oración.» Después de algún tiempo me
di cuenta de que mi oración
había
pasado de los labios al corazón.
Me parecía
que el corazón,
con cada uno de sus latidos, repetía
las palabras de la oración:
1) Jesús,
2) mío,
3) ten misericordia... Dejé
de pronunciar mi oración
con los labios y escuchaba atentamente lo que decía el corazón. Me parecía que mis ojos penetraban en su
interior y pensaba en las palabras de mi viejo staretz; que me había descrito
este beatífico
estado. Después
sentí
en mi corazón
como un ligero dolor y en mi alma un amor tan grande a Jesucristo que me parecía que si
hubiese logrado verle me hubiera arrojado a sus pies, los hubiese abrazado y
besado mil veces y, llorando, le hubiese dado gracias por haberme concedido
benignamente tan grande consolación,
a mí,
criatura suya indigna y llena de pecados. Luego experimentaba en mi pecho y en
mi corazón
un fuego singular y beatificante. Esto me movió aún más a aplicarme a la lectura de mi
libro, para verificar y analizar mis sentimientos a la luz de la meditación. Temía que sin tal
examen pudiera atribuir a la gracia efectos puramente naturales, cayendo en el
orgullo, como ya me había
prevenido mi staretz: Durante casi toda la noche caminaba, y el día lo pasaba
leyendo la Filocalía
a la sombra de un árbol
del bosque. ¡Cuántas cosas
nuevas, sabias, desconocidas para mí,
me revelaban aquella lectura! Me embriagaban y me hacían experimentar un goce que hasta
entonces no hubiera sido capaz ni de imaginar. Muchos puntos permanecían aún oscuros
para mis sentidos obtusos, pero la meditación aclaraba lo que no había entendido
en la lectura. Algunas veces veía
en sueños
a mi difunto staretz, que me instruía,
dirigiendo mi alma sobre todo por el camino de la humildad. En este dicho
estado pasé
más de dos
meses durante el verano. Caminaba casi siempre a través de los bosques, bordeando el camino
carretero. Cuando llegaba a algún
pueblo no pedía
más que unos
mendrugos de pan duro y un puñadillo
de sal. Llenaba de agua mi calabaza y con estas provisiones recorría centenares
de kilómetros.
Durante aquel verano tuve numerosas tentaciones, quizá en pena por mis pecados, quizá porque aún me convenía recibir
nuevas experiencias y lecciones. Una vez, al caer de la tarde, llegué al borde del
camino carretero y se me acercaron dos hombres con la cabeza rapada, que me parecieron
dos soldados. Me pidieron dinero. Cuando les respondí que no tenía ni un kopeck(2) no me creyeron Y me contestaron
con descortesía:
¡Mientes! ¡Los
peregrinos recogen siempre mucho dinero! -No discutas con él -dijo uno
de ellos, al tiempo que me propinaba tal garrotazo en la cabeza que me dejó sin sentido.
No sé
cuánto
tiempo permanecí
en este estado 2 Kopeck, centésima
parte de un rublo de plata inconsciente, pero cuando volví en mí me hallé tumbado
junto al camino, despojado de todo. Mi saco había desaparecido, quedando sólo las
cuerdas que lo ligaban y que habían
sido cortadas. Por fortuna, no me habían llevado el pasaporte, que tenía siempre
metido en mi gorro de piel, dispuesto a presentarlo cuando me lo pidiesen.
Me levanté llorando
amargamente, no tanto por el fuerte dolor de cabeza que sentía, cuanto por
mis libros, desaparecidos con la alforja: la Biblia y la Filocalía. Día y noche no
hacía
más que gemir y
lamentarme: -¿Dónde está ahora la Biblia
que tenía
siempre conmigo y que leía
desde mi juventud? ¿Dónde la
Filocalía,
que tantas cosas me ha enseñado
y tantos consuelos causado? ¡Infeliz
quien ha perdido su primero y último
tesoro sin haber tenido tiempo de gozar plenamente de él! ¿Por qué no me han
matado antes que dejarme vivo, pero sin alimento espiritual? ¡Pero podré rehacerme de
esta pérdida!
Durante dos días
pude seguir caminando con dificultad; tan oprimido estaba por mi desventura. Al
tercer día,
extenuado de fuerzas, caí
detrás
de un matorral y me dormí.
Soñé
que estaba en la laura, en la celda de mi staretz, llorando mi tesoro perdido.
El staretz intentaba consolarme: -Es una lección para ti. Hay que vivir des- asido
de las cosas de la tierra; es necesario que seas libre de volar hacia el cielo.
Esto te sucede para que no te ligues a los gustos espirituales. Dios quiere que
el cristiano renuncie completamente a su propia voluntad y a sus propios
apetitos para someterse enteramente a la voluntad de Dios. Consuélate, pues, y
cree que ninguna tentación
os viene, que no sea humana: y Dios, que es fiel, no permitirá que seáis tentados
sobre vuestras fuerzas, mas con la tentación os dará también el modo de poder soportarla (1 Co
10, 13). Pronto te alegrarás
mucho más
de cuanto hoy te afliges. Al llegar a estas palabras me desperté; sentí mis fuerzas
renovadas y mi alma llena de paz y de luz. Dije: «Cúmplase la voluntad de Dios.» Me
santigüé,
me levanté
y proseguí
mi camino. La oración
volvió
a resonar en mi corazón
y durante tres días
seguí
tranquilamente mi peregrinar. De pronto fui alcanzado por una cuerda de
prisioneros de Estado, escoltados por militares, y reconocí entre ellos
a los dos individuos que me habían
robado. Cuando se hallaban al límite
de la fila me acerqué,
me arrojé
a sus pies y les pregunté
con humildad qué
habían
hecho de mis libros. Al principio no quisieron escucharme, pero luego uno de
ellos me dijo: -Si nos das algo, te diremos dónde están tus libros. Danos un rubIo. Juré que si
conseguía
hacerme con un rubIo se lo daría
con gusto y, como garantía,
les ofrecí
mi pasaporte. Entonces me dijeron que mis libros estaban en el carro que seguía a los
prisioneros, con los demás
objetos robados. -¿Cómo podré hacerme con
ellos? -Díselo
al comandante que nos conduce. Me acerqué inmediatamente al comandante y le
conté
todo.
-¿Sabes leer?
-me preguntó.
-Sí,
señor
-respondí-;
sé leer y
escribir. Sobre la Biblia hay una escritura de mi puño y he aquí mi pasaporte con mi nombre de
bautismo y mi apellido. Entonces el
comandante me contó
que los que me habían
robado eran desertores, que vivían
en una choza en el bosque y que habían
robado a muchas personas; pero un correo, dándose cuenta de que querían robarle su
troika(3),
les había
echado mano.
-Bien; yo te
daré
tus libros -añadió-; pero debes
venir con nosotros hasta el final de esta jornada..., no más de cuatro
kilómetros,
porque comprenderás
que no puedo detener por ti todo el convoy y todos los carros que lo siguen. Acepté de buen
grado y me entretuve charlando con el capitán, caminando junto a su caballo. Me
pareció
un hombre bueno y honesto; de cierta edad. Me preguntó quién era, de dónde venía y adónde iba. Respondí a todas sus
preguntas, sin callar nada. Así
llegamos a la casa donde habían
de pasar la noche.
Halló mis libros,
me los entregó
y dijo: -¿Dónde vas a ir
ahora, que ya es de noche? ¡Quédate aquí y acuéstate en mi
antecámara!
Me quedé,
y estaba tan contento por haber encontrado mis libros, que no sabía cómo dar
gracias a Dios. Estreché
los libros contra el pecho y los tuve así tan largo rato, que las manos
comenzaban a adormecerse. Lloré
de alegría
y el corazón
me saltaba de gozo. El capitán
me miró
y dijo: -¡Mucho
debes querer a tu Biblia! A causa de mi contento, no pude responderle; sólo podía llorar.
Entonces prosiguió:
-También yo,
hermano, leo regularmente el Evangelio todos los días.
Abrió su maleta y
sacó
un pequeño
Evangelio, impreso en Kiev y encuadernado en plata. =-Siéntate y te
contaré
cómo he llegado
a esto. ¡Servidnos
aquí
la cena! –ordenó.
Desde mi juventud servía
yo en el ejército,
pero no en la guarnición.
Conocía
mi oficio y mis jefes me apreciaban como a sub oficial serio y de conciencia.
Pero era
joven, como todos mis amigos y compañeros.
Para mi desgracia, adquirí
el hábito
de beber, que pronto se transformó
en una pasión
tan violenta que casi siempre estaba borracho. Cuando no bebía era un buen
oficial; pero en cuanto empezaba a beber, ya no servía para nada durante seis semanas.
Durante mucho tiempo lo soportaron, pero al fin, por haber dicho una insolencia
a mi jefe, en estado de embriaguez, me degradaron y me mandaron a una lejana
guarnición
para tres años.
Si no dejaba de beber y no me corregía,
estaba amenazado con un castigo mucho más grave. A pesar de todo, no pude
dominarme y dejar de beber. Ensayé
diversos remedios, pero de nada sirvieron, y decidieron mandarme a un escuadrón
disciplinar. Cuando me lo comunicaron. No sabían qué hacer. Estaba en el cuartel sumido
en estos tristes pensamientos, cuando llegó un monje, recogiendo limosnas para
una iglesia. Cada uno de nosotros le ofreció lo que podía. El monje me preguntó: « ¿Por qué estás triste?» Le
conté
mi desgracia. Se compadeció
de mí
y me dijo: «La misma desgracia sucedió a mi hermano, y ¿sabes lo que
le sirvió
de remedio? Su padre espiritual le dio un Evangelio y le mandó muy
severamente leer un capítulo
cada vez que sintiera ganas de beber; si las ganas continuaban, debía leer otro,
y así
sucesivamente. Mi hermano así
lo hizo, y en poco tiempo dejó
por completo la bebida. Hace ya quince años que no toma una gota de alcohol. Haz
lo mismo y esto te ayudará.
Te traeré
un evangelio que tengo.» Después
de escucharle, pregunté:
«¿Cómo va a
ayudarme tu Evangelio cuando todos mis esfuerzos y los de mis médicos no han
conseguido hacerme dejar la bebida?» Hablaba así porque jamás había leído el Evangelio. «No hables así -me dijo el
monje-; puedes estar completamente seguro del remedio.» Al día siguiente
me trajo su Evangelio. Lo abrí,
lo eché
una ojeada y me pregunté:
« ¿Qué hago con él? No estoy
acostumbrado al eslavo y no entiendo una palabra» Dios (4) Pero el monje me aseguró que las
palabras del Evangelio obran por sí
mismas la salvación,
porque contienen lo que el mismo el Grande), ha querido escribir. «No importa que al principio no comprendas; sigue
leyendo con aplicación.
Un monje ha dicho: Si tú
no entiendes la Sagrada Escritura, los malos espíritus la entienden y tiemblan. Tu
embriaguez proviene de espíritus
malos. y aún
quiero añadir
esto: San Juan Crisóstomo
enseña
que hasta la habitación
donde hay un Evangelio aleja los malos espíritus que no tienen influencia en
ella.» Yo no recuerdo lo que respondí
al monje, pero compré
su Evangelio, lo Metí
en un cofrecillo y allí
lo dejé
olvidado. Después
de un tiempo me vino deseo loco de beber. Una necesidad
irresistible de aguardiente me llevó
a abrir el cofre para coger dinero y correr a la cantina. Pero en aquel momento
mis ojos tropezaron con el libro del Evangelio y me acordé de las
palabras del monje. Abrí
el libro y leí
el capítulo
primero, según
San Mateo. No entendí
nada; pero ¿no
había
dicho el monje: «Aunque no entiendas sigue leyendo con atención?» «Es
necesario que lea el segundo capítulo»,
me dije a mí
mismo. Lo leí
y empecé
a entender algo.
Entonces
comencé
el capítulo
tercero, pero en este momento la campana del cuartel dejó oír su voz; cada
uno de nosotros debía
ocupar su puesto y ya no se concedía
permiso de salida. Tuve que quedarme en el cuartel. A la mañana
siguiente, casi completamente decidida a ir a buscar aguardiente, me dije de
pronto: «y si leo otro capítulo,
¿qué sucederá?» Lo leí y no fui a
la cantina. Nuevamente fui tentado, y de nuevo leí un capítulo. Comencé a sentir un
ligero bienestar. Esto me animó, y cada vez
que sentía
la necesidad de beber leía
un capítulo
de mi Evangelio. A medida que avanzaba en la lectura, me sentía mejor. Cuando
terminé
de leer los cuatro evangelios mi embriaguez había desaparecido Y sólo me producía disgusto.
Ahora hace ya veinte años
que no pruebo una gota de alcohol. Todos se maravillaron del cambio que se había obrado en mí. Tres años después me fue
restituido mi oficio. A su debido tiempo tuve la promoción y
finalmente he llegado al grado de capitán. Estoy casado con una buena mujer.
Gracias a Dios, tenemos bienes suficientes para llevar una vida desahogada.
Ayudamos a
los pobres según
nuestras posibilidades y recibimos a los peregrinos. Mi hijo es ya oficial y es
un buen muchacho. Cuando fui curado del alcoholismo hice voto de leer el
Evangelio cada día
durante toda la vida. Cuando tengo que hacer o estoy muy cansado para hacerla
por mí
mismo, llamo a mi mujer o a mi hijo para que me lo lean, y así cumplo mi
voto. A gloria de Dios y en acción
de gracias, hice encuadernar en plata este ejemplar del Evangelio, que desde
entonces llevo siempre sobre mi pecho. Escuché con gran contento la historia del
capitán,
y dije: -También
yo he conocido un caso semejante. Había un obrero en la granja de mi
pueblo; era un buen muchacho, muy capaz en su oficio. Desgraciadamente, adquirió la costumbre
de beber y emborracharse. Un hombre piadoso le sugirió que cuando sintiese la necesidad de
beber, recitase, a gloria de la Santísima
Trinidad y en memoria de los treinta y tres años de la vida terrena de Jesucristo,
treinta y tres veces la oración
a Jesús.
El obrero le escuchó
y procuró
seguir el consejo recibido. En poco tiempo dejó casi completamente la bebida. Y lo
que es más:
después
de tres años
ingresó
en un convento.
-¿Qué pensáis que es
mejor -preguntó
el capitán-,
la oración
a Jesús
o los Evangelios? -Son perfectamente la misma cosa -respondí-. Lo que son
los Evangelios lo es también
la oración
a Jesús,
porque el nombre divino de Jesús
encierra todas las verdades del Evangelio. Los Santos Padres nos dicen que la
oración
a Jesús
resume todo el Evangelio. Después
de nuestra conversación
salimos a rezar nuestras oraciones y el oficial se puso a leer Teolipto de
Filadelfia5. (Su vida y actividad se
desarrolla en la segunda mitad del siglo XIII y quizá primeros años del XIV. Obispo de Filadelfia,
ciudad a la que ya siempre irá
unido como n su apellido. Sólo
algunas de sus obras están
publica- Sus instrucciones das. Algunas
páginas pueden
leerse en Textos de espiritualidad oriental, pp. 198-204.) Sus instrucciones
porque enseña que una misma persona puede realizar
tres cosas a la vez: «Sentaos a la mesa y nutrid vuestro cuerpo, pero al mismo
tiempo alimentad la mente con la lectura y el corazón con la oración» 6 Pero acordándome de la velada feliz
del día anterior comprendí, por propia experiencia, el significado de estas palabras
y entendí también que la mente y el corazón no son una misma cosa.
Al día siguiente, apenas se
hubo levantado el capitán, fui a darle las
gracias y a despedirme de él. Me ofreció una taza de té y un rublo para el viaje
y se despidió de mí. Yo emprendí alegremente el camino. Había recorrido ya un buen
trozo de camino cuando me acordé de que había prometido un rublo a mis dos soldados, este rublo me lo
había mandado Dios ahora de modo totalmente extraordinario.
Primero pensé: «Estos tales querían matarte y te han robado; además, este rublo no puede
servirles para nada estando arrestados.» Pero luego cambié de opinión: ¿No está escrito en la Biblia:
«Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; porque
obrando así amontonas carbones encendidos sobre su
cabeza. No te dejes vencer del mal, sino triunfa del mal con el bien?» (Rm 12,
20-21). ¿Y el mismo Jesucristo no dijo: A quien
quiere llevarte a juicio para apoderarse de tu túnica, cédele también el manto? (Mt 5, 40).
Sobre todo: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a aquellos que os maldicen,
haced bien a quienes os odian y rogad por los que os maltratan y persiguen» (M
t 5, 44). Volví, pues, sobre mis pasos. Cuando llegué cerca de la casa donde acampaban, los prisioneros salían para ponerse en camino y cubrir la etapa siguiente. Me
acerqué en seguida a mis soldados y les di el
rublo, diciéndoles: -Arrepentíos y orad. Jesucristo ama a los hombres y no os abandonará. Luego emprendí la marcha. (5) Después de haber andado cinco kilómetros por el
camino carretero, me decidí
a tomar un sendero que lo flanqueaba, para estar más solo y poder leer más
tranquilamente. Anduve largo tiempo por el bosque, encontrando muy raramente
alguna aldea. A veces me pasaba todo el día leyendo la Filocalía y sacando
de su lectura preciosas enseñanzas.
Mi corazón
ardía
en deseos de unirse a Dios, ayudado de aquella oración interior que me esforzaba en
practicar, siguiendo las instrucciones del libro. La única cosa que me afligía era no
tener una habitación
donde poder dedicarme tranquilamente a la lectura.
____________________________________________________
(1)
Es uno de los grandes santos de la moderna Iglesia rusa (1682-1731). Hombre
polifacético
y bien formado. Estudia en Kiev, profesor en Moscú, abad en San Petersburgo, misionero
en China, primer obispo de Irkutsk. Trabajó en todos estos puestos con gran
limpieza de ánimo.
Ya en vida se le consideró
como santo.)
(2)(Kopeck, centésima parte de un
rublo de plata.)
(3) (Troika,
carruaje ruso, parecido a un gran trineo, arrastrado por tres caballos.)
(4)(Hace
aquí referencia al eslavo antiguo o litúrgico,
muy diferente del ruso moderno, actualizado por Pedro).
(5) (Recuérdese lo dicho en la introducción a este respecto. Occidente, a causa de las discusiones
sobre todo contrarreformistas, se ha interesado más por una Tradición que contuviese algo que
no se encontrase en la Sagrada Escritura. En cambio hay que afirmar fuertemente
que la Tradición es, ante todo y sobre
todo, interpretación de la Palabra de Dios.
Y si puede ser una interpretación vivida, mejor.) En el cuarto relato El Peregrino
recomendará
expresamente leer durante la comida. Es una práctica que se ha vivido durante siglos
en los monasterios, e incluso, aunque menos, fuera de ellos. Esta práctica continúa todavía en algunas legislaciones
religiosas. Para muchos hoy día
esta práctica
sería
sólo
un residuo sacral negativo o indicaría que no se han descubierto otros
aspectos más
humanos en el ambiente que rodea una comida familiar.)
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