4.
Ejemplar
Pascual dirige sus pasos hacia la
alegre Murcia, el país de los jardines, de las fértiles huertas atravesadas por
canales y cubiertas de una vegetación sorprendente. Va a visitar a su hermana
Juana, que vive en Peñas de San Pedro. ¿No es ella su madrina para él, como él es para ella desde
hace ya tiempo su frailecito? Una tarde, pues, al decir de Juana y
de su compañera, criada de la casa, ven éstas llegar a Pascual. Está extenuado
por el cansancio, a causa del largo camino recorrido. Juana pone todo su empeño
en obligarle a reparar sus fuerzas, y ordena a Ana que prepare para él el mejor
lecho en la mejor habitación ¡Juzgábase tan feliz con la llegada de su «pequeño
Pascual,» muy desarrollado ahora, pero siempre tan modesto y tan bondadoso!
¡Ah! ¡qué de cosas iba a decirle! Acababa de abandonar el país de Torre Hermosa
para ir en busca de un misterioso desconocido... Juana, sin pararse en cumplimientos,
le habla con amable familiaridad. Una primera sorpresa viene a aguar su
satisfacción. Pascual se niega a gustar todo otro alimento que no sea pan y
agua. La pobre muchacha, hondamente conmovida, atribuye la negativa al
extremado cansancio de Pascual... Luego le conduce a su habitación. Con sumo
gusto hubiera pasado toda la noche conversando con él, pero Pascual le dice que
ya hablarán largo y tendido en la mañana del siguiente día.
Una vez solo cierra la habitación y
echa mano de las disciplinas. Juana, confusa e inquieta como está, no quiere
retirarse a descansar con el corazón oprimido por la incertidumbre. Pocos momentos
después se acerca de nuevo a la habitación... La luz está aún encendida. Guiada
la joven por su curiosidad, mira hacia dentro a través de las rendijas de la puerta,
y ve que Pascual, armado con una nudosa cuerda se azota cruelmente A la mañana
siguiente, otra nueva decepción la sorprende. Pascual se empeña en no probar alimento.
Y además no hay medio de convencerle de que acepte provisiones para el viaje. «No, Juanita, dice el Santo, basta con que
metas en mi calabaza alguna agua fresca. Si siento hambre en el camino, nadie
me impide demandar por limosna un pedazo de pan». Juana le ve marchar, al
fin, con el rostro iluminado por inefable sonrisa. La joven, hondamente conmovida,
retorna sollozando a su casa. Allí le esperaba una nueva sorpresa: el lecho
preparado para Pascual estaba aún en la misma forma en que lo habían dejado el
día anterior. «¡Es
un santo!», exclama la joven, y como ella
piensan todos los de la casa. Pascual, entonces, procura emplearse como pastor,
bajo las órdenes de un propietario del reino de Valencia. Albaterra, Orihuela y
Monforte le han de ver, durante muchos años, recorrer sus campiñas al frente de
los rebaños de su señor.
El joven extranjero se captó desde un
principio la estima de todos. Y lo que más admiraba a las gentes era su extrema
probidad. Pascual ponía todo cuidado en mantener a raya a sus ovejas, a fin de
que no causasen desperfectos en las propiedades particulares. Cuando éstas
alguna vez se desmandaban, en seguida reconocía:
«la culpa es mía». Y al momento
escribía el nombre del propietario, evaluaba los destrozos causados, y a costa
de la paga que recibía entregaba al damnificado la cantidad que, a su juicio,
le era debida a título de compensación. En vano se le decía: «Pascual, tú te arruinas de ese modo. ¿No
ves que, en resumidas cuentas, llegarás a soltar más dinero del que vale todo
el rebaño?» Pero el Santo replicaba: «Muchos
robos pequeños forman uno grande, y llegan al fin a sumar una cantidad
respetable que hace a uno merecedor del infierno».
Una vez, en la estación de primavera,
invaden sus ovejas un plantío de trigo. Pascual las arroja de allí al instante,
pero no se cree en condiciones de apreciar por sí mismo el daño ocasionado.
Recurre, pues, a los arbitradores, que
eran como los consejeros de la corporación, y se somete a su fallo. Éstos
estimaron que debía esperarse, para fallar, el tiempo de la mies. Llegó el
tiempo de la mies, y en ninguna parte de aquel campo eran tan hermosas y tan
llenas las espigas como en el sitio en donde habían pastado las ovejas del
santo pastor. Tal es el testimonio de los testigos oculares. A pesar de todo
Pascual no estaba tranquilo. De aquí que, aprovechando sus horas libres, acostumbra
por aquel entonces acudir al lado de los segadores para ayudarles gratuitamente
en sus faenas, y satisfacer así por el daño que pretendía haber causado.
Durante este tiempo, se alimentaba por su cuenta, negándose a comer de lo que
se traía para los trabajadores. «No tengo,
decía, derecho alguno para ello». También era en extremo escrupuloso en
orden al empleo de los víveres que le enviaban sus amos, hasta el punto de no
osar distribuirlos a los pobres. A éstos los favorecía, pero siempre a cuenta
de su peculio.
Como es de suponer, tanta probidad
fue calificada por muchos de exagerada. Pero Pascual obraba llanamente siempre
que se trataba de bienes ajenos, y no concebía siquiera que estas cosas
pudieran ser tenidas como escrúpulos. No hacía, pues, caso alguno de tales críticas.
«Más vale pagar aquí que en el infierno»,
replicaba invariablemente a sus censores. Y éstos, al fin, enmudecieron.
Pero no se crea por lo dicho que
nuestro Santo llegara a observar para con los demás el rigor con que se trataba
a sí mismo. Cuando alguna que otra vez hablaba a otros de sus deberes, lo hacía
con tal bondad y dulzura, que nadie podría darse justamente por ofendido. «Me hablaba con frecuencia, dice López, su
mayoral, sobre los intereses de mi alma, y me excitaba instantemente a
arreglar mi conciencia». «Debemos estar
preparados, decía, porque la muerte puede sorprendernos cuando menos lo
pensemos». Su candoroso acento tenía una fuerza persuasiva tan eficaz, que
uno se sentía emocionado al escucharle. «Verdaderamente,
pensaba yo, Pascual podría llegar a ser un buen predicador». «Sólo en una cosa, añade otro de sus
compañeros, se mostraba intratable: en lo relativo a las costumbres». Si
alguno pronunciaba en su presencia palabras menos honestas, lo miraba con vista
tan amenazadora, con brillo tan feroz en los ojos, con tal contracción en los
labios, con los puños tan nerviosamente alterados y, en suma, con actitud tan
terrible, que nadie hubiera osado proseguir con un tal lenguaje. Cierto día, un
pastor de Albaterra tuvo la desvergüenza de presentar al Santo una ramera. Pascual
retrocedió espantado al verla, y rugió con energía:
«¡Atrás!
¡si te acercas a mí, os rompo a los dos la crisma a pedradas!...»
Y sabido era que cuando Pascual decía
una cosa, no se retractaba nunca. «Cuando
digo sí, sí; y cuando digo no, no. Sábete desde ahora para siempre que yo
ni chanceo, ni miento». Tal era su divisa,
y no fue necesario que la dijera más veces para que todos la conociesen. El seductor no volvió a insistir. Y en
ello obró cuerdamente, pues se tenía en grande aprecio la virtud del Santo, y hasta sus propios compañeros admiraban en el
fondo del alma su varonil entereza.
Por otra parte, nuestro joven poseía
sobre los otros cierto predominio, y más de una vez se hizo caso de sus
palabras cuando, consultando su pequeño calendario, les anunciaba la proximidad
de una fiesta de precepto o de un día de vigilia obligatoria. Hubo ocasiones,
particularmente cuando hablaba de las verdades eternas, en que las lágrimas llegaban
a bañar su rostro quemado por el sol. Se reconocía que sus palabras eran el
reflejo de una convicción profunda, y que él no consideraba como algo vago la
figura de aquel Jesús cuya atracción y doctrina se esforzaba en describir a los
otros.
Pascual estaba, sin duda, en relaciones
con algún ser misterioso al cual trataba con intimidad y confianza. Y esto
impresionaba a sus compañeros, tanto más cuanto que, austero consigo mismo y
enemigo de bebidas y diversiones, no por eso dejaba de acomodarse en lo demás a
sus costumbres. «Siempre que llegaba
algún día de fiesta, nos felicitaba alegremente y nos estimulaba a entretenernos
durante las horas libres en recreaciones animadas... “pero honestas; ¿no os parece?”,
añadía mirándonos con seriedad y al propio tiempo con benevolencia». Por
otra parte, Pascual siempre que veía a uno afligido, se apresuraba a acercarse
a él. Y los consuelos con que procuraba animarle le salían de lo íntimo de su
alma. «Pobre hermano mío, exclamaba,;
vamos, anímate. Ten valor y paciencia, vence sin desmayos esta prueba, que la
Virgen Santísima no dejará de venir en nuestra ayuda». No es, pues, nada
extraño que todos le considerasen como a un ángel de Dios.
CONTINUA...
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