Zenaida Llerenas
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Su virtud se ve
amenazada
No pudiendo obtener
mejor respuesta de la madre, trató de conseguirla de la joven hija. Su madre,
intuyendo las malas intenciones del General, entre tanto, se puso a rezar por
su hija, desde su propia celda para que Dios la auxiliara en la prueba.
Pero Zenaida era del
mismo temple que su digna mamá y que su tío, el coronel cristero Marcos Torres,
y el General tampoco pudo obtener de ella nada ante sus negaciones y firmeza.
Entonces, montando en cólera por verse vencido por una muchachita, el indigno
militar la amenazó:
—Eres una orgullosa,
y tu orgullo está en que eres virgen; pero si insistes en tu silencio te
entregaré a estos soldados, en este mismo momento, para que hagan contigo lo
que les venga en gana. Los soldados entre gritos y risotadas obscenas aprobaban
la decisión y decían:
—Sí, sí, mi
General... ¡ya la haremos hablar!
Pero Zenaida logró
contenerse, y con toda su confianza puesta en Dios, con serenidad, respondió a
Chaires:
—General, ¿ese es el
honor de un militar? Bella honra debe tener, si así sabe castigar. Ahí tiene su
pistola; sáquela y dispare, pues prefiero ahora mismo la muerte.
El soldadote, confuso
por aquella respuesta valiente y justísima, salida de los labios de una
jovencita, no supo qué responder. Dio la vuelta y ordenó a los soldados que la
dejaran en paz.
¡Dios nunca abandona
a los que en Él confían!
Zenaida quedó a solas
en su estrecha y maloliente celda, y de rodillas dio gracias en su corazón a
Dios por haberle dado la fortaleza necesaria para no desfallecer durante la
dura prueba que acababa de pasar.
—Gracias, Dios mío.
¡Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío! Virgen Santísima de Guadalupe, protege
a mi querida mamá y protege a mi tío Marcos y a los demás cristeros de caer en
las manos de sus enemigos.
A continuación, más
serena, se puso a rezar el santo rosario a la espera de los nuevos
acontecimientos, por si el militar quisiera renovar sus amenazas contra su
virtud.
Otro día volvió el
General a la celda de Zenaida, casi seguro de que el miedo y el hambre iban
haciendo mella en el ánimo de la valiente jovencita para obligarla a hablar
sobre el paradero de los cristeros y de su tío, el coronel Marcos Torres, de
quien Chaires buscaba especialmente vengarse. Él era un general del ejército,
¡cómo iba a permitir que dos mujeres pudieran más que él!
—Ya mandé fusilar a
tu madre. ¿Por qué no respondes a lo que se te pregunta? ¿Qué es lo que
esperas? ¿Quieres que te mate a ti también?
— ¿Por qué se tarda,
pues, general? Lléveme a donde está muerta mi mamá y máteme ahí también.
—Pos ahora verás,
mocosa ¿Tú crees qu’estamos aquí p’a jugar contigo?
Los soldados
acompañantes de Chaires, que huían ante la vista de los cristeros del volcán,
se mostraron ahora sí muy “valientes” y amenazadores con Zenaida. Para
asustarla, le echaron una soga al cuello y entre risotadas y malas palabras
simularon que en ese momento la iban a ahorcar.
—General —dijo
entonces la jovencita—, no me ahorque; ¡saque su pistola y máteme de un
disparo!
—No, porque el parque
me cuesta.
—Pues entonces, ¡yo
le pago el cartucho que gaste en matarme..! Dispare de una vez, para reunirme
con mi madre, de quien usted dice que ya está muerta. ¡Si tiene algo de
humanidad, ya no me haga sufrir y acabe de una vez por todas!
Dicho esto, Zenaida
rompió a llorar, más dolida por el sufrimiento de su corazón que por los malos
tratos e insultos que recibía de esos bárbaros contra su frágil persona
Pero nuevamente la
valiente actitud de la muchacha desconcertó al brusco militar, quien se daba
cuenta de que ni las amenazas de muerte eran capaces de amedrentarla. La dejó
en la celda, y en los días sucesivos volvieron en más de una ocasión con la
misma macabra simulación de que iban a ahorcarla en el acto si no revelaba a
los cristeros. Pero Zenaida se encontraba cada día más resuelta y firme, porque
en ningún momento dejaba de rezar a Dios y a la Santísima Virgen de Guadalupe,
de quienes recibía consuelo espiritual y la fortaleza para la durísima prueba.
Su mamá, confinada en otra oscura celda, con la angustia en su alma por la
suerte de su hijita, velaba y rezaba también intensamente.
Pasaron doce días de
aquel inhumano martirio en que tanto padecieron las admirables doña Rosalía y
su hija Zenaida, cual nuevas Macabeos; madre e hija que sufrían el martirio por
su fidelidad a Cristo y a su santa causa, a la que ellas defendían con todo su
ánimo. Fueron entonces sacadas de la prisión y conducidas ante el juez de
distrito, y entre la sorpresa y las lágrimas de felicidad volvieron a abrazarse
madre e hija nuevamente. El juez no pudo obtener de ambas ninguna denuncia ni
retractación de su catolicismo, y las envió otra vez a la cárcel, pero ya no
separadas sino juntas en una misma estrecha y maloliente celda de la prisión de
mujeres.
— ¡Mamita, yo creí
que ya estabas muerta! Los soldados se burlaron de mí y me hicieron sufrir lo
indecible diciéndome que ya te habían fusilado, y que eso mismo iban a hacer
con los cristeros.
—También así lo creí
yo, hija querida, porque el mal corazón de esos hombres inventó esa mentira
para hacernos sufrir. ¡Pero ya vez cómo Cristo Rey nos ha protegido; Él y su
Madre Santísima nunca abandonan a los que confían en ellos. Ningún día he
dejado de rezar el santo rosario a la Virgen, encomendándote.
Entre las presas que
unos días antes las habían visto llegar a la cárcel, y que conocían los
sufrimientos a que madre e hija eran sometidas, iba creciendo no sólo el
respeto sino la admiración, por el testimonio de fe y valentía sobrehumana que
estaban dando en la prisión y en toda Colima, que seguía el caso muy de cerca y
rezaba por ellas y por toda la familia Torre
CONTINUA...
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