Carta Pastoral nº 1
LA IGNORANCIA RELIGIOSA
“Dios de lo alto de los cielos mira los hijos de
los hombres para ver si hay algún sabio que busca a Dios. Todos están
extraviados, todos son pervertidos”. Con estas palabras del salmista hacen eco las de San
Pablo: “Los hombres son inexcusables, puesto que habiendo conocido a Dios,
no lo han glorificado como Dios y no le han dado gracias, pero se han vuelto
vanos en sus pensamientos y su corazón sin inteligencia se cubrió de tinieblas”.
¿Estas comprobaciones no son aun de la mayor
actualidad? ¿No es verdad que en nuestros días son numerosos los que no se
preocupan ni de Dios ni de las cosas celestiales, numerosos los que no conocen
nada de la religión cristiana y de los misterios de Cristo? Aun más, no es raro
ver a numerosos bautizados ignorar todo o casi todo de la religión, incapaces
de recitar las oraciones más elementales. ¡Cuántos entre ellos, aun con
diplomas universitarios, son incapaces de distinguir la verdadera religión en
la cual han sido bautizados, de las herejías o cultos inventados por los hombres! Si esta ignorancia se justifica para los que viven en
un ambiente pagano y que hacen loables esfuerzos para salir de él, es
inexcusable para los que viven en un ambiente cristiano y tienen, con una
cierta instrucción, todos los medios a su disposición para acceder a la
sabiduría que hace del hombre una criatura verdaderamente hecha a la imagen de
Dios.
“Todos aquellos que tienen todavía el celo de la
gloria divina - dice nuestro Santo Padre, el Papa San Pío X - buscan las
causas y las razones de la disminución de las cosas divinas; unos dan una,
otros otra, y cada uno según su opinión propone medios diferentes para defender
o restablecer el reino de Dios sobre la tierra. En cuanto a nosotros, sin
desaprobar el resto, creemos que hay que adherir al juicio de aquellos quienes
atribuyen el relajamiento actual de las almas y su debilidad, con los males tan
graves que resultan, principalmente a la ignorancia de las cosas divinas. Es
exactamente lo que Dios decía por boca del profeta Oseas: «No hay más ciencia
de Dios sobre la tierra: la calumnia, la mentira, el homicidio, el robo y el
adulterio desbordan y la sangre sigue la sangre. He aquí por qué la tierra
gemirá y todos los que la habitan serán debilitados»”.
¡Cuántos creen poder contentarse con una instrucción
religiosa recibida antes de los once años, edad donde uno no es capaz de poseer
perfectamente una ciencia profana! Si bien es cierto que la religión es natural
al hombre y que en la edad donde las pasiones no han oscurecido todavía la
inteligencia, la elevación del alma a Dios es fácil y espontánea, sin embargo,
la verdadera ciencia que funda la convicción que permitirá resistir a los
asaltos interiores y exteriores del demonio y del mundo es imposible adquirirla
en esta época de la vida. ¡De qué crimen se harán quizás culpables los padres
que estiman inútil para los hijos el proseguir su instrucción religiosa más
allá de la profesión de fe! Se engañan los que creen que la ciencia
de la religión es buena para la infancia, pero que el adolescente y el adulto
deben considerarse eximidos de este conocimiento, que una cierta práctica de la
religión, como la asistencia a una misa vespertina el domingo, la única
comunión pascual, bastan para llevar una vida cristiana.
Uno no se ha de extrañar más de ver a los cristianos
practicar el estricto minimum pedido por la Iglesia y viviendo en el
mundo como gente sin fe y sin moral. “La voluntad extraviada y enceguecida por las malas
pasiones - dice San Pío X - tiene necesidad de un guía que muestre el
camino para hacerla entrar en los senderos de la justicia que cometió el error
de abandonar. Ese guía no tenemos que buscarlo afuera, nos fue dado por la
naturaleza: es nuestra inteligencia. Si le falta la verdadera luz, es decir, el
conocimiento de las cosas divinas, será la historia del ciego conduciendo al
ciego; los dos caerán en la zanja”. Mucho peor aún, muy a menudo ocurrirá que el
adolescente abandonará toda práctica religiosa y no tardará en dejar toda
moral, con gran desolación de los sacerdotes y religiosos que habrán intentado
todo para mantener a estas jóvenes almas en la vía del deber y la salvación
eterna.
Desgraciadamente, si es verdad que los adultos son
cautivados y fascinados más que nunca por todas las invenciones de la ciencia
moderna que arrastran al mundo a una actividad febril, si es verdad que el
espíritu de los hombres es atraído más que nunca hacia todo lo que cautiva los
sentidos, ¿cómo van a resistir los jóvenes esta atracción si no tiene en el
fondo de sus almas y de sus inteligencias una atracción más poderosa hacia
Dios, por un conocimiento más perfecto de las riquezas insondables de su
misericordia, de su poder y de su amor infinito, que nos ha manifestado
haciendo de su divino Hijo nuestro Hermano y nuestro alimento? En efecto, Nuestro
Señor nos enseña que la “la vida eterna consiste en el conocimiento de Dios
y de su divino Hijo Jesucristo”. ¿Vamos a abandonar la vida eterna, por nuestra
ignorancia de las cosas divinas, por seguir las atracciones de esta vida
efímera y caduca? Se comprueba entre los hombres de nuestro siglo una
nerviosidad enfermiza, provocada por una actividad de los sentidos
desproporcionada con las fuerzas físicas que Dios nos ha dado. La radio, el
cine y, en general, las invenciones modernas son en buena medida la causa de
ello.
Pero ellas serían un mal menor si uno supiera usarlas
con moderación. Ahora bien, ¿no vemos, al contrario, la precipitación y la
avidez con la cual se persiguen estas sensaciones y estas impresiones
violentas? Las consecuencias se hacen sentir muy claramente en la inteligencia,
que depende en su actividad de nuestro sistema nervioso. Es así que los chicos y los jóvenes muestran una gran
dificultad para mantener una atención sostenida en clase, que la gente madura
muestra repugnancia a un trabajo intelectual sostenido, a un esfuerzo de
atención prolongado. ¿Qué será entonces cuando se trate de cuestiones
religiosas, en las que los sentidos no tienen más que una parte reducida, donde
será necesario, desde las cosas sensibles, elevarse hacia las realidades
espirituales?
Sin embargo quien negará, dice el Papa Pío XI, “¡
... que los hombres creados por Dios a su imagen y semejanza, teniendo su
destino en Él, perfección infinita, y encontrándose en el seno de la
abundancia, gracias a los progresos materiales actuales, se dan cuenta hoy más
que nunca de la insuficiencia de los bienes terrenales para procurar la
verdadera felicidad de los individuos y de los pueblos! Así sienten más
vivamente en ellos esta aspiración hacia una perfección más elevada, que el
Creador ha puesto en el fondo de la naturaleza razonable”. Para satisfacer esta aspiración generosa hacia Dios y
las realidades eternas, y remediar esta ignorancia de Dios y de los misterios
divinos, ¿qué debemos hacer? Primero tener el deseo de adquirir la verdadera
sabiduría, la inteligencia de las cosas de Dios. Además, extraer esta ciencia
de su verdadera fuente, que es la Iglesia.
Por fin, y sobre todo, entregarnos a la oración. En efecto, no basta que hable el sacerdote, que
escriba, aún es necesario escucharlo con un deseo sincero de instruirse. “Hijo
mío - dice el profeta - no te apoyes sobre tu propia inteligencia ...
busca la sabiduría, mantén la instrucción, no la abandones, pues es tu vida ...
Hombres, es a ustedes a quienes grito; escuchen, pues tengo que decir cosas
magníficas”. Es así que exhorta a los fieles a escuchar su palabra y se
coloca como ejemplo:. “He deseado la sabiduría y me ha sido dada; la he
requerido y la he buscado desde mi juventud”.
Tengamos cuidado de no ahogar en nosotros, y sobre
todo en las almas de los niños, este deseo de conocer y amar a Dios que está
dentro de todo ser humano según estas palabras de San Agustín: “Nos has
hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en
Ti”. Como el siervo sediento desea alcanzar la fuente donde
podrá apagar su sed, vayamos nosotros también a la fuente de la sabiduría. Ahora
bien: toda sabiduría y toda ciencia están en Nuestro Señor Jesucristo, el
esplendor del Padre celestial. De Él ya hablaba el Antiguo Testamento en estos
términos:
“Venid a mí, vosotros que me deseáis con ardor, y
llenaos de los frutos que llevo: aquel que me escucha no será confundido”.
Él mismo dice: “Mis ovejas escuchan mi voz, y las
conozco, y me siguen y les doy la vida eterna”. “Aquel que cree en Mí,
cree en Aquél que me ha enviado”. Y agrega, dirigiéndose a sus Apóstoles: “Aquél
que a vosotros escucha, a Mí me escucha; aquel que a vosotros desprecia, a Mí
me desprecia”.
El colegio de los Apóstoles, que tiene por cabeza a
San Pedro, es la Iglesia. Y la Iglesia continua levantando su voz por medios de
los obispos y de los sacerdotes. Concluiremos, entonces, que aquél que desee
adquirir la ciencia de Dios, debe escuchar al sacerdote que dispensa la
enseñanza de la Iglesia. Ahora bien, el sacerdote dispensa esa enseñanza de
varias maneras: por la predicación dominical, la de los días de fiesta, por las
instrucciones de cuaresma, por sus conversaciones y sus visitas a domicilio, en
las cuales aconseja, refuta los errores, indica el camino de la verdad. Debe
combatirse la costumbre que tienen algunos fieles de elegir, sin motivo
razonable, para cumplir su obligación dominical, la misa del domingo en la que
no hay predicación.
Además, el sacerdote enseña mediante el catecismo a
los chicos y a los adultos. A propósito: que los padres recuerden el grave
deber que tienen de enviar a sus hijos al catecismo, aún al catecismo de
perseverancia. La instrucción religiosa no es menos indispensable para el chico
que sigue sus estudios en una escuela laica que para aquél que es alumno de una
escuela católica. Que los padres hagan todo lo que esté a su alcance para
suplir aquello que le falta al colegio. Es esta una de sus obligaciones más
esenciales.
Hemos podido comprobar con alegría que más fieles
serviciales se ponían a disposición de los Padres para ayudarles en la
enseñanza del catecismo. Que sepan cuán agradable a Dios y a la Iglesia es su
generosidad, y que atraen sobre ellos las bendiciones del cielo. Otro modo de
enseñanza de la Iglesia es aquel que se cumple por la prensa, ya se trate de
libros, revistas, diarios u otras publicaciones, que nutren y esclarecen la
inteligencia y le dan el conocimiento de las cosas divinas. El libro de oro de la ciencia de Dios es, ante todo,
el libro de las Sagradas Escrituras. “Que los obispos - dice Pío XII - alienten
todas las iniciativas emprendidas por los apóstoles celosos, con el fin loable
de excitar y mantener entre los fieles el conocimiento y el amor de los libros
santos”.
Favorezcan, entonces, y sostengan estas piadosas
asociaciones que se proponen difundir entre los fieles los ejemplares de las
santas letras, sobre todo de los Evangelios, y vigilen que la piadosa lectura
se haga todos los días en las familias cristianas ... Como lo dice San
Jerónimo: “La ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo”. Si hay algo que tiene el hombre sabio en esta vida y que lo persuade,
en medio de los sufrimientos y de los tormentos de este mundo, de mantener la
identidad de su alma, estimo que es en primer lugar la meditación y la ciencia
de las Escrituras. De todo corazón animamos a nuestros fieles a adquirir esta
excelente costumbre, aconsejada por nuestro Santo Padre el Papa, de leer en
familia algunos extractos de estos libros inspirados.
Queridísimos hermanos, no descuiden nada de lo que
pueda darles un conocimiento más profundo de nuestra santa religión y del autor
de toda gracia, Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué fuerza, qué consolación! ¡Qué
esperanza en las tribulaciones y en las pruebas, qué fe cristiana que nos lleva
ya a las realidades eternas! Al deseo de la ciencia de Dios, a la preocupación de
abrevar de las fuentes de la verdad, es necesario unir la oración, la del ciego
sobre el camino de Jericó, a quien Jesús preguntaba lo que deseaba: “¡Señor,
que vea!”. Con qué acento hubo de pronunciar este pobre enfermo estas
palabras: “¡ ... que vea!”. Y no se trataba, sin embargo, más que de la
visión de las cosas pasajeras. ¡Podríamos repetir estas palabras con una
insistencia y un corazón que muevan la misericordia de Dios!
En esta Santa Cuaresma, esforcémonos por rezar con más
humildad, con más contrición -”Dios no desdeña el corazón contrito y
humillado”- a fin de que la luz de la sabiduría y de la ciencia se levante
en nuestras almas como una aurora de paz y de bendición, esperando que el día
del Señor nos encuentre para siempre en posesión de la eternidad
bienaventurada.
Monseñor Marcel Lefebvre
(Carta Pastoral -Dakar-
25/enero/ 1948)
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