Zenaida Llerenas
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La gloriosa epopeya
cristera donó a nuestra Patria un martirologio propio, con sus hijos e hijas
que dieron su sangre generosa por proclamar y defender los derechos de Cristo
Rey, en las difíciles décadas de los veinte y treinta del siglo veinte. Entre
las mujeres mexicanas defensoras de la fe católica ocupan un lugar de honor las
heroicas muchachas de las llamadas Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco. Esta
admirable organización surgió para proveer, ayudar y auxiliar a los cristeros combatientes,
con pertrechos, medicinas, ropa y alimentos.
Ofreciendo bastecimiento a cristeros del sur de Jalisco. |
Muchas de aquellas
mujeres valientes eran sencillas campesinas, quizá iletradas, pero de una fe
sólida y de un temple espiritual generoso. Pero en muchos casos se trataba
también de distinguidas señoritas de buena posición social, que vestían ropas
elegantes y eran instruidas. Todas ellas sabían muy bien a lo que se
comprometían en caso de ser descubiertas, pero tenían muy claro que en los
momentos de bonanza, como sobre todo en los momentos difíciles, lo primero era
servir a Dios y dar la vida por Él si fuera necesario.
Las muchachas de las
Brigadas se organizaban en batallones, formados con tres escuadras cada uno.
Cada miembro de la brigada tenía su grado y, para iniciarse en ella, se
requería un juramento de fidelidad y de amor a Cristo Rey y a la Patria, por
cuya causa luchaba. En ese acto, cada muchacha recitaba el juramento propio de
los cristeros libertadores, en el cual ante un Crucifijo y de rodillas, la
brigadista solemnemente prometía: “Luchar por la noble causa de Cristo y de la
Patria, hasta vencer o morir; subordinación a los jefes; fraternidad cristiana
con los compañeros; no manchar con actos indignos la santa Causa que se
defendía, y preferir la muerte antes que denunciar o entregar a algún compañero
cristero o de la Brigada”. Este ejército de mujeres, casi todas muchachas
jóvenes, estuvo a la altura del heroísmo en aquellos tiempos de persecución y
odio contra la religión. Con abnegación, alegría y santo empeño, sin medir
fatigas ni peligros, tomaron a cuestas el encargo de proveer al ejército
defensor de la Patria, los soldados cristeros, de cuanto fuera más necesario:
armas, municiones, ropa y medicinas.
Ellas mismas se
ingeniaban para trasladar las provisiones hasta los campamentos cristeros en
bosques y montañas, cuando no había arrieros que pudieran hacerlo. Forradas
bajo el vestido con chalecos dobles de grueso paño, que las cubrían desde el
pecho hasta las piernas, llevaban en ellos una gran cantidad de cartuchos y
balas; todos los que cupieran en aquel molesto chaleco pegado a la piel.
Treinta, cuarenta o más kilos de peso encima, y así se trasladaban en trenes de
tercera, en tranvías, en carretas, o montadas en mulas para efectuar las
incómodas travesías a través de cañadas, lomas llenas de güizaches; bajo el sol
ardiente o bajo aguaceros que las calaba por completo y hacían de los senderos
un martirio de lodo y barro; al filo de la fría madrugada o en medio de la
noche. Lo que importaba era cumplir su misión por amor a Cristo Rey y a la
Patria.
Descubiertas en más
de una ocasión, fueron torturadas, ultrajadas en su virtud y en su moral, sin
que jamás el dolor del tormento les hiciese descubrir los secretos que
guardaban, ni de su organización, ni de sus compañeros de lucha, ni de las
personas que cooperaban en la cruzada cristera con dinero, ropa o medicinas.
Para algunas, el castigo terminó en la muerte; para otras, el destierro y la
prisión en la horrenda cárcel de las islas Marías. Estas intrépidas mujeres
mexicanas de las beneméritas Brigadas Santa Juana de Arco merecen un destacado
lugar de honor en nuestra historia y sentimientos de gratitud perenne entre las
heroínas cristianas de todos los tiempos.
Mujeres presas acusadas de apoyar a los cristeros. |
Una mártir colimense
Son varias las
mexicanas, dignas hijas de Santa María de Guadalupe, que dan un toque de
delicado perfume a nuestra invicta epopeya cristera. Una de ellas era apenas
una jovencita llamada Zenaida Llerenas, a quien le tocó vivir en el heroico
estado de Colima durante los años más crudos de la persecución religiosa. El
jueves de Corpus, 7 de junio de 1928, la señora Rosalía Torres viuda de
Llerenas y su hija Zenaida fueron hechas prisioneras, en la ciudad de Colima,
por el gran delito de ser hermana y sobrina, respectivamente, del coronel
cristero Marcos Torres, uno de los valientes defensores de Cristo Rey que
operaban en la zona del volcán.
Los soldados del
gobierno de Calles, el perseguidor de la Iglesia, estaban furiosos, pues el
Coronel cristero hacía frecuentes incursiones en la ciudad y siempre había
podido burlar su vigilancia. Era Jueves de Corpus Christi de aquel año y
aquellos perseguidores, varias veces burlados, pensaron en dar un golpe de
escarmiento a los católicos, precisamente el día de esta gran fiesta.
— ¿Es usted la
hermana de Marcos Torres? —preguntó bruscamente el jefe del piquete de soldados
que irrumpió de improviso en el pacífico domicilio de la familia Torres.
—Sí, yo soy Rosalía
viuda de Llerenas, para servir a Dios y a usted. ¿Qué se les ofrece y por qué
han allanado mi casa gritando y apuntando con sus fusiles? —le respondió al
militar la digna señora a quien acompañaba su joven hija Zenaida.
—Con nosotros no se
resuelve nada. Al jefe tendrá que responderle de algunas acusaciones contra
usted. ¡Así que jálele p’a fuera usted y su hija también!
Satisfechos de su
“hazaña” de detener de malas maneras a dos indefensas mujeres, los
perseguidores llevaron presas a doña Rosalía y a Zenaida, y para mayor
escarnio, se les recluyó en el departamento de la cárcel destinado a las
mujeres de mala vida, para confundirlas con ellas. Mas la pobres mujeres
presas, que purgaban sus delitos en la cárcel, bien sabían la virtud y buena
fama de que gozaba la familia Torres, muy conocida en Colima, y la del valiente
coronel Marcos, que pasaba por ser uno de los más piadosos jefes cristeros. De
manera que las mismas prisioneras se alejaban respetuosas de las dos nuevas
compañeras de prisión e incluso procuraban moderar su lenguaje y acciones
cuando pasaban cerca de ellas.
Doña Rosalía y
Zenaida se mantenían unidas y serenas, y rezaban el rosario en honor de la
Santísima Virgen, pidiendo en la oración lo mismo por los defensores cristeros
que luchaban en las zonas del volcán y del Nevado de Colima, que por los
perseguidores de la Iglesia en México y por las pobres presas de la cárcel para
que Dios moviera sus corazones a la conversión.
Un lento y doloroso
martirio moral
Pero para hacerlas
sufrir más y tratar de romper su serenidad espiritual, al poco tiempo las
separaron, cada cual en una bartolina inmunda, maloliente, oscura y estrecha,
donde apenas si podían dar cuatro o cinco pasos. Había comenzado el martirio
moral de las dos inocentes mujeres.
La señora Rosalía
escribió tiempo después los sufrimientos a los que las sometieron:
“Es imposible
describir los sufrimientos de esos días de prisión. Estábamos separadas,
Zenaida y yo, sin posibilidad de comunicarnos y sin ninguna noticia del
exterior. Cada día iban varias veces a tomarnos declaración y nos molestaban
con muchas impertinencias. A mí me decían que ya mi hija había sido fusilada y
a ella le decían lo mismo de su madre, y en la angustia no sabíamos si era o no
verdad. Los dos primeros días se dio orden de que no nos dieran de comer, pero
Dios, que obra en todo, nos mandó personas caritativas que nos diesen algo.”
Probablemente alguna
de las otras presas, compadecida, les llevaba algo de la comida que recibían.
Una de las primeras
noches se presentó de improviso ante la señora Rosalía, en su celda de prisión,
el general federal Heliodoro Chaires, jefe de operaciones en Colima, para
interrogarla. Sin mayores rodeos, le preguntó:
— ¿Dónde está su
hermano Marcos?
—No lo sé, General.
Debe andar por el volcán con otros cristeros
Chaires era uno de
los militares más interesados en apresar al coronel Marcos Torres para vengar
las varias derrotas que los soldados federales habían sufrido ante las fuerzas
de los cristeros, entre ellas, la que les proporcionó el general cristero Jesús
Degollado cuando atacó Manzanillo. Chaires no olvidaba aquello, y por eso
quería vengar su humillación en la persona del jefe cristero o en sus
familiares, a quienes mandó apresar cobardemente porque era algo mucho más
fácil de hacer. ¿Qué podían dos indefensas mujeres contra él?
Su virtud se ve
amenazada...
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