CAPITULO IX: UNO DE LA SANTISIMA TRINIDAD
Para comprender mejor que Nuestro Señor Jesucristo es
Dios, entremos, en cierto modo, en su intimidad y ahí, necesariamente,
encontramos la Santísima Trinidad. Nuestro Señor tenía la visión beatífica en
su inteligencia humana y por consiguiente vivía de la gloria de la Santísima
Trinidad y, siendo Dios mismo, Hijo de Dios, con mayor razón, vivía en su
naturaleza divina de la vida de la Santísima Trinidad.
Todo esto está íntimamente relacionado. Se trata, evidentemente, de un
misterio incomprensible para nosotros, pero que sin embargo, podemos procurar
entender un poco, en la medida en que Nuestro Señor mismo nos lo ha revelado,
no por la razón sino por la fe.El catecismo del concilio de Trento es un pequeño resumen que nos da, en
la medida de lo posible, una vista general de lo que la fe nos enseña sobre el
tema. Creemos que Nuestro Señor es verdaderamente el Hijo de Dios y que es una
de las Personas de la Santísima Trinidad, unida consustancialmente al Padre y
al Espíritu Santo y que, por lo tanto, posee los atributos de Dios y todos los
privilegios de Dios, siendo Dios, lo cual le da a Nuestro Señor Jesucristo su
verdadera dimensión. No veamos sólo a Nuestro Señor Jesucristo en su humanidad.
Resulta más fácil, desde luego, imaginarse a Nuestro Señor Jesucristo hombre,
tal como era: niño en Belén y en Nazaret, luego predicando en Palestina y
Nuestro Señor en la Cruz. Podemos y tenemos que representárnoslo así.
Santo Tomás de Aquino dice que nuestra oración no puede alejarnos de
Nuestro Señor Jesucristo si lo consideramos en su humanidad, porque la
humanidad de Nuestro Señor nos conduce necesariamente a su divinidad. Aunque
tenemos que purificar nuestro espíritu de imágenes del mundo, porque podrían
distraernos de nuestra oración, la humanidad de Nuestro Señor, al contrario, no
nos puede distraer, puesto que está unida íntimamente a su divinidad. Pero
tenemos que pensar siempre que esta humanidad encierra la divinidad y que es un
milagro que Nuestro Señor Jesucristo no apareciese siempre radiante como en el
Tabor en el momento de la Transfiguración. Normalmente, tendría que haber
estado radiante y tener un cuerpo glorioso, puesto que poseía la visión
beatífica. Pero para morir por nosotros en la Cruz y para sufrir por nosotros,
Nuestro Señor quiso asumir nuestra condición de hombre igual que la nuestra:
capaz de sufrir y de morir.Hablando del Símbolo de los Apóstoles, el catecismo
del Concilio de Trento dice:
“Este mismo nombre del Padre nos indica que en una
sola esencia de la divinidad se debe creer no una sola persona sino distintas. Tres
son las personas en la divinidad: la del Padre, que de ninguno procede, la del
Hijo, que ante todos los siglos es engendrado por el Padre, y la del Espíritu
Santo, que igualmente procede desde la eternidad del Padre y del Hijo. Es el
Padre, en una misma esencia de la divinidad, la primera persona, quien con su
Hijo unigénito y el Espíritu Santo es un solo Dios y un Señor, no en la
singularidad de una persona sino en la Trinidad de una sustancia”
Por eso realmente podemos decir que no tenemos más que un solo Dios:
Nuestro Señor Jesucristo, puesto que Nuestro Señor es Dios Hijo y Dios Hijo no
se está nunca separado de Dios Padre ni de Dios Espíritu Santo, con quienes no
forma más que un solo Dios. Lo que creemos de Dios, lo proclamamos de Nuestro
Señor Jesucristo: Tu solus sanctus, tu solus Dominus, tu solus Altissimus,
Jesu Christe. Tú eres nuestro único Señor, que es lo que dice también san
Pablo en su epístola a los Efesios (4, 5): «Unus Dominus, una fides, unum
baptisma»: Un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo.
No tenemos dos o tres señores, porque tenemos un solo Señor; no tenemos
dos o tres dioses porque tenemos un solo Dios: Nuestro Señor Jesucristo, es
decir, Dios Hijo con el Padre y el Espíritu Santo. Es un misterio: el misterio
de Nuestro Señor Jesucristo.
CONTINUA...
No hay comentarios:
Publicar un comentario