IX
Los estragos de
esta catequesis son visibles en las generaciones que ya tuvieron que sufrirlas.
En la Ratio studiorum de mis seminarios yo había incluido un año de
espiritualidad situado al comienzo de los estudios que duran seis años.
Espiritualidad, es decir, ascetismo, misticismo, formación en la meditación y
en la oración, profundización de los conceptos de virtud, de gracia
sobrenatural, de presencia del Espíritu Santo... Pero pronto tuvimos que
desengañarnos. Nos dimos cuenta de que esos jóvenes (que llegaban con un vivo
deseo de convertirse en verdaderos sacerdotes, que poseían una vida interior
más profunda que muchos de sus contemporáneos y que tenían el hábito de la
oración) no conocían ni siquiera las nociones fundamentales de nuestra fe.
Nunca se las habían enseñado. De modo que durante ese año de espiritualidad fue
necesario enseñarles el catecismo. Muchas veces referí cómo nació el seminario
de Ecóne. En esa casa situada en el Valais, entre Sion y Martigny, se había
previsto que los futuros sacerdotes sólo harían un primer año de espiritualidad
allí; luego seguirían los cursos de la universidad de Friburgo. Pero si muy
pronto se consideró la creación de un seminario completo se debió a que en la
universidad de Friburgo ya no se aseguraba una enseñanza verdaderamente
católica. La Iglesia siempre consideró las cátedras universitarias de teología,
de derecho canónico, de liturgia y de derecho eclesiástico como órganos de su
propio magisterio o por lo menos de su predicación. Pero en la actualidad, es
un hecho cierto el de que en todas las universidades católicas o casi católicas
ya no es más el credo católico ortodoxo lo que se enseña. No veo ninguna
universidad que lo haga ni en Europa libre ni en los Estados Unidos, ni en la
América del Sur. Siempre hay algunos profesores que, con el pretexto de
realizar investigaciones teológicas, se permiten dar opiniones contrarias a
nuestro credo y no sólo en aspectos secundarios. Ya hablé de ese decano de la
facultad de teología de Estrasburgo para quien la presencia de Nuestro Señor en
la misa puede compararse con la presencia de Wagner en los festivales de
Bayreuth. Para ese decano ya no se trata del Novus Ordo, sino que el
mundo evoluciona con una velocidad tal que estas cosas se encuentran
rápidamente en el tiempo pasado. Estima pues que hay que prever una Eucaristía
que surja del grupo mismo. ¿En qué consistirá dicha Eucaristía? Él mismo no lo
sabe, pero profetiza en su libro Pensamiento contemporáneo y expresión de la
fe eucarística que los miembros del grupo, al estar juntos, crearán el
sentimiento de la comunión con Cristo quien estará presente en medio de ellos, pero
sobre todo no en las especies del pan y del vino. Sonríe ante la Eucaristía que
se llama "signo eficaz", definición común a todos los sacramentos y
dice: "Eso es ridículo, en la hora actual ya no se pueden decir esas
cosas, en nuestra época eso no tiene sentido". Los jóvenes alumnos que
oyen estas afirmaciones de boca de su profesor, que por añadidura es decano de
la Facultad, los jóvenes seminaristas que acuden a sus cursos se ven poco a
poco impregnados por el error y reciben una formación que ya no es católica, Lo
mismo cabe decir de aquellos que asistían antes a las clases de un profesor
dominico de Friburgo, quien aseguraba que las relaciones prematrimoniales eran
normales y deseables.
Mis propios seminaristas conocieron a otro dominico
que les enseñaba a componer nuevos cánones: "Eso no es muy difícil;
vean ustedes algunos principios que podrán utilizar fácilmente cuando sean
sacerdotes". Se podrán multiplicar los ejemplos. Smulders, de la
Escuela Superior de Teología de Amsterdan, sospecha que san Pablo y san Juan
impusieron abusivamente el concepto de Jesús hijo de Dios y rechaza el dogma de
la Encarnación. Schillebeeckx, de la universidad de Nimega, expone las ideas
más extravagantes, inventa la transignificación, somete el dogma a las
variaciones impuestas por las circunstancias de cada época, asigna un fin
social y terrenal a la doctrina de la salvación. Küng, en Tubingen, antes de
que le prohibieran enseñar en una cátedra de teología católica, ponía en tela
de juicio el misterio de la Santísima Trinidad, a la Virgen María, los
sacramentos y decía que Jesús era un narrador de feria desprovisto de
"toda cultura teológica". Snackenburg, en la universidad de Wüzburg,
acusa a san Mateo de haber forjado el episodio de la confesión de Cesarea para
autenticar la primacía de Pedro. Rahner, que acaba de morir, minimizaba la
tradición en sus cursos de la universidad de Múnich, negaba propiamente la
Encarnación al hablar sin cesar de Nuestro Señor como de un hombre
"naturalmente concebido", negaba el pecado original y la Inmaculada
Concepción, preconizaba el pluralismo teológico. Los elementos avanzados del
neo modernismo pusieron por las nubes a toda, esa gente que cuenta con el apoyo
de la prensa, de manera tal que sus teorías asumen importancia a los ojos del
público y sus nombres son conocidos. Parecen, pues, representar toda la
teología y favorecen la idea de que la doctrina de la Iglesia ha cambiado. Esos
hombres pueden continuar su perniciosa enseñanza durante largos años
interrumpidos a veces por ligeras sanciones. Los papas recuerdan de manera
regular los límites de la misión del teólogo. No hace mucho aún Juan Pablo II
decía: ''No es posible apartarse, por separarse, de los puntos fundamentales
de referencia que son los dogmas definidos sin perder la identidad
católica." Schillebeeckx, Küng, el padre Pohier fueron reprendidos
pero no sancionados, este último por un libro en el que negaba la resurrección
corporal de Cristo. ¿Se puede imaginar que en las universidades romanas,
incluso en la Gregoriana, se permitan, con el pretexto de la indagación
teológica, las teorías más peregrinas sobre las relaciones de la Iglesia y el
Estado, sobre el divorcio y sobre otras cuestiones fundamentales? Es seguro que
el hecho de haber transformado el Santo Oficio, que siempre fue considerado por
la Iglesia como el tribunal de la fe, favorece estos excesos. Hasta entonces,
cualquier fiel, sacerdote y con mayor razón cualquier obispo, podía someter a
la consideración del Santo Oficio un escrito, una revista, un artículo y
preguntar qué pensaba de él la Iglesia y si se trataba de un escrito que estaba
de acuerdo o no con la doctrina católica. Un mes o seis semanas después el
Santo Oficio respondía: "Esto es justo, esto es falso, eso debe ser
distinguido porque hay una parte verdadera y una parte falsa".
De esta manera se examinaba y juzgaba definitivamente
todo documento. ¿Es chocante que se sometan los escritos al conocimiento de un
tribunal? ¿Qué ocurre en las sociedades civiles? ¿No existe en ellas un consejo
constitucional para decidir lo que está de conformidad o no con la
Constitución? ¿No existen tribunales a los que se acude en el caso de
diferentes ofensas sufridas por los particulares y por las colectividades?
Hasta puede uno pedir al juez que intervenga en casos de moral pública contra
anuncios licenciosos o contra una publicación vendida a la plena luz del día y
cuya primera página constituye un ultraje a las buenas costumbres, por más que
en estos últimos tiempos y en numerosos países el límite de lo que está
permitido se haya ampliado considerablemente. Pero en la Iglesia ya no se
aceptaba la intervención de un tribunal, ya no había que juzgar ni condenar. Lo
mismo que los protestantes, los modernistas tomaron de los Evangelios la frase
que les interesaba: "No juzguéis". Pero no han tenido en
cuenta el hecho de que inmediatamente después Nuestro Señor dijo: "Guardaos
de los falsos profetas... Por sus frutos los juzgaréis". El católico
no debe juzgar inconsideradamente las faltas de sus hermanos, sus actos
personales, pero Cristo le ha mandado conservar su fe y ¿cómo podría hacerlo
sin echar una mirada crítica a lo que se le da a leer o a oír? El católico se
dirigirá al magisterio cuando una opinión le parece dudosa; para eso servía el
Santo Oficio. Pero éste, después de la reforma a que se lo sometió, se definió
a sí mismo como "Oficio de indagaciones teológicas". La
diferencia es enorme. Recuerdo que pregunté una vez al cardenal Browne, ex
superior general de los dominicos, que estuvo mucho tiempo en el Santo Oficio:
—Eminencia, ¿tiene usted la impresión de que este cambio es radical o
sencillamente superficial y accidental? ¡Oh! —me respondió—. ¡No! El cambio es
esencial. Por eso no hay que asombrarse si ya no se condena, si el tribunal de
la fe de la Iglesia no ejerce ya su papel frente a los teólogos y a todos
aquellos que escriben sobre cuestiones religiosas. Siguiese de ello que los
errores se difunden por todas partes; habiendo salido de las cátedras
universitarias invaden los catecismos y los presbiterios de las parroquias más
alejadas. El veneno de la herejía termina por invadir a toda la Iglesia. De
manera que el magisterio eclesiástico se halla sumido en una crisis muy grave.
Los razonamientos más absurdos se utilizan para prestar apoyo a esos teólogos
que sólo tienen el nombre de tales. Un padre Duquoc, profesor en Lyon, recorrió
Francia dando conferencias sobre la oportunidad de conferir un sacerdocio
provisional a ciertos fieles, incluso a mujeres. Buen número de católicos
reaccionó aquí y allá y un obispo del sur de Francia asumió una posición firme
contra este predicador dudoso; porque esto ocurre algunas veces. Pero en Laval,
los laicos escandalizados tuvieron que oír por parte del obispado estas
palabras.- "En esta circunstancia nuestro deber absoluto es preservar
la libertad de palabra en la iglesia". Realmente esto causa estupor.
¿De dónde sacaron ese concepto de libertad de palabra? Es un concepto
enteramente extraño al derecho de la Iglesia. ¡Y por añadidura lo convirtieron
en un deber absoluto del obispo! Esto equivale a trastrocar de un extremo al
otro el sentido de la responsabilidad episcopal que consiste en defender la fe
y en preservar de la herejía al pueblo que le ha sido confiado.
Debo citar ejemplos que, por lo demás, son del dominio
público; pero ruego al lector que crea que yo no escribo este libro para
criticar a las personas. Y ésa es la actitud que siempre se fijó el Santo
Oficio. El Santo Oficio no consideraba a las personas, sino que tan sólo se
atenía a las obras. Un teólogo se quejaba de que uno de sus libros hubiera sido
condenado sin oírlo a él. Pero, precisamente, el Santo Oficio condenaba las
obras y no a los autores. Decía: "Este libro contiene afirmaciones que
no están de acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia". ¡Eso
era todo! ¿Por qué remontarse a quien había escrito esas obras? Las intenciones
del autor, su culpabilidad, incumben a otro tribunal, el tribunal de la
penitencia.
CONTINUA...
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