PÍO IX
sobre los errores modernos
Con cuánto
cuidado y vigilancia los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, cumpliendo
con el oficio que les fue dado del mismo Cristo Señor en la persona del muy
bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y con el cargo que les puso de
apacentar los corderos y las ovejas, no han cesado jamás de nutrir
diligentemente a toda la grey del Señor con las palabras de la fe, y de
imbuirla en la doctrina saludable, y de apartarla de los pastos venenosos, es
cosa a todos y muy singularmente a Vosotros, Venerables Hermanos, bien clara y
patente. Y a la verdad, los ya dichos Predecesores Nuestros, que tan a pechos
tomaron en todo tiempo el defender y vindicar con la augusta Religión católica
los fueros de la verdad y de la justicia, solícitos por extremo de la salud de
las almas, en ninguna cosa pusieron más empeño que en patentizar y condenar en
sus Epístolas y Constituciones todas las herejías y errores, que oponiéndose a
nuestra Divina Fe, a la doctrina de la Iglesia católica, a la honestidad de las
costumbres y a la salud eterna de los hombres, han levantado a menudo grandes
tempestades y cubierto de luto a la república cristiana y civil. Por lo cual,
los mismos Predecesores Nuestros se han opuesto constantemente con apostólica
firmeza a las nefandas maquinaciones de los hombres inicuos, que arrojando la
espuma de sus confusiones, semejantes a las olas del mar tempestuoso, y
prometiendo libertad, siendo ellos, como son, esclavos de la corrupción, han
intentado con sus opiniones falaces y perniciosísimos escritos transformar los
fundamentos de la Religión católica y de la sociedad civil, acabar con toda
virtud y justicia, depravar los corazones y los entendimientos, apartar de la recta
disciplina moral a las personas incautas, y muy especialmente a la inexperta
juventud, y corromperla miserablemente, y hacer porque caiga en los lazos del
error, y arrancarla por último del gremio de la Iglesia católica.
Bien sabéis
asimismo Vosotros, Venerables Hermanos, que en el punto mismo que por escondido
designio de la Divina Providencia, y sin merecimiento alguno de Nuestra parte,
fuimos sublimados a esta Cátedra de Pedro, como viésemos con sumo dolor de
Nuestro corazón la horrible tempestad excitada por tan perversas opiniones, y
los daños gravísimos nunca bastante deplorados, que de tan grande cúmulo de
errores se derivan y caen sobre el pueblo cristiano, ejercitando el oficio de
Nuestro Apostólico Ministerio y siguiendo las ilustres huellas de Nuestros
Predecesores, levantamos Nuestra voz, y en muchas Encíclicas y en Alocuciones
pronunciadas en el Consistorio, y en otras Letras Apostólicas que hemos
publicado, hemos condenado los principales errores de esta nuestra triste edad,
hemos procurado excitar vuestra eximia vigilancia episcopal, y una vez y otra
vez hemos amonestado con todo nuestro poder y exhortado a todos Nuestros muy
amados los hijos de la Iglesia católica, a que abominasen y huyesen enteramente
horrorizados del contagio de tan cruel pestilencia. Mas principalmente en
nuestra primera Encíclica, escrita a Vosotros el día 9 de noviembre del año
1846, y en las dos Alocuciones pronunciadas por Nos en el Consistorio, la
primera el día 9 de Diciembre del año 1854, y la otra el 9 de Junio de 1862,
condenamos los monstruosos delirios de las opiniones que principalmente en esta
nuestra época con grandísimo daño de las almas y detrimento de la misma
sociedad dominan, las cuales se oponen no sólo a la Iglesia católica y su
saludable doctrina y venerandos derechos, pero también a la ley natural, grabada
por Dios en todos los corazones, y son la fuente de donde se derivan casi todos
los demás errores.
Aunque
no hayamos, pues, dejado de proscribir y reprobar muchas veces los principales
errores de este jaez, sin embargo, la salud de las almas encomendadas por Dios
a nuestro cuidado, y el bien de la misma sociedad humana, piden absolutamente
que de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para destruir otras dañadas
opiniones que de los mismos errores, como de sus propias fuentes, se originan.
Las cuales opiniones, falsas y perversas, son tanto más abominables, cuanto
miran principalmente a que sea impedida y removida aquella fuerza saludable que
la Iglesia católica, por institución y mandamiento de su Divino Autor, debe
ejercitar libremente hasta la consumación de los siglos, no menos sobre cada
hombre en particular, que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes
supremos; y por cuanto asimismo conspiran a que desaparezca aquella mutua
sociedad y concordia entre el Sacerdocio y el Imperio, que fue siempre fausta y
saludable, tanto a la república cristiana como a la civil (Gregorio XVI, Epístola
Encíclica Mirari 15 agosto 1832). Pues sabéis muy bien, Venerables Hermanos, se
hallan no pocos que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio
que llaman del naturalismo, se atreven a enseñar: “que el mejor orden de la sociedad pública, y el
progreso civil exigen absolutamente, que la sociedad humana se constituya y
gobierne sin relación alguna a la Religión, como si ella no existiese o al menos
sin hacer alguna diferencia entre la Religión verdadera y las falsas”.
Y contra la doctrina de las sagradas letras, de la Iglesia y de los Santos
Padres, no dudan afirmar: “que es la mejor la condición de aquella sociedad en que no
se le reconoce al Imperante o Soberano derecho ni obligación de reprimir con
penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública”.
Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea
opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas
llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la
misma Encíclica Mirari), a saber: “que la libertad de conciencia y cultos es un derecho
propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley
en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la
libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus
conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo,
sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil”.
Pero cuando esto afirman temerariamente, no piensan ni consideran que predican
la libertad de la perdición (San Agustín, Epístola 105 al. 166), y que: “si se deja a la
humana persuasión entera libertad de disputar, nunca faltará quien se oponga a
la verdad, y ponga su confianza en la locuacidad de la humana sabiduría,
debiendo por el contrario conocer por la misma doctrina de Nuestro Señor
Jesucristo, cuan obligada está a evitar esta dañosísima vanidad la fe y la sabiduría
cristiana” (San León, Epístola 164 al. 133, parte 2, edición Vall).
Y porque luego en el punto que es desterrada de la
sociedad civil la Religión, y repudiada la doctrina y autoridad de la divina revelación,
queda oscurecida y aun perdida hasta la misma legítima noción de justicia y del
humano derecho, y en lugar de la verdadera justicia y derecho legitimo se
sustituye la fuerza material, véase por aquí claramente que movidos de tamaño
error, algunos despreciando y dejando totalmente a un lado los certísimos
principios de la sana razón, se atreven a proclamar “que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión
pública, que dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente
de todo derecho divino y humano; y que en el orden público los hechos
consumados, por la sola consideración de haber sido consumados, tienen fuerza
de derecho”. Mas, ¿quién no ve y siente claramente que la sociedad humana,
libre de los vínculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede
proponerse otro objeto que adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus
acciones otra ley que el indómito apetito de servir a sus propios placeres y
comodidades? Por estos motivos, semejantes hombres persiguen con encarnizado
odio a los instintos religiosos, aunque sumamente beneméritos de la república
cristiana, civil y literaria, y neciamente vociferan que tales institutos no
tienen razón alguna legitima de existir, y con esto aprueban con aplauso las
calumnias y ficciones de los herejes, pues como enseñaba sapientísimamente
nuestro predecesor Pío VI, de gloriosa memoria: “La abolición de los Regulares daña al
estado de la pública profesión de los consejos evangélicos, injuria un modo de
vivir recomendado en la Iglesia como conforme a la doctrina Apostólica, y
ofende injuriosamente a los mismos insignes fundadores, a quienes veneramos
sobre los altares, los cuales, nos inspirados sino de Dios, establecieron estas
sociedades” (Epístola al Cardenal De la Rochefoucault 10 marzo
1791).
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