PARTE SÉPTIMA
EL ULTIMO EVANGELIO
EL ULTIMO EVANGELIO
Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu'
(Luc. 23, 46.)
encomiendo mi espíritu'
(Luc. 23, 46.)
Es una hermosa paradoja
que el último evangelio nos vuelva al principio, pues comienza con esas
palabras: "En el principio'*. Así es la vida. El término de esta vida es
el comienzo de la futura. Con toda propiedad la Ultima Palabra de Nuestro Señor
fue su Ultimo Evangelio: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu". Como el último evangelio de la Misa también éste vuelve al
Señor al principio, porque ahora regresa al Padre del cual salió. Había
terminado su Obra. Comenzó su Misa con la Palabra "Padre" y la
termina con la misma. "Todo lo perfecto —dirían los Griegos— se mueve
circularmente" Como los grandes planetas sólo después de un largo periodo
completan sus órbitas y entonces regresan de nuevo al punto de partida, cual si
quisieran saludar a Aquel que los envió a su jornada, así el Verbo Encarnado, que
bajó a celebrar su Misa, terminada ahora su carrera terrena, vuelve de nuevo a
su Padre celestial que le envió a la jornada de la Redención del mundo. El Hijo
Pródigo está a punto de volver a ia casa de su Padre, porque ¿acaso no es El el
Hijo Pródigo? Treinta y tres años hace que dejó la Casa de su Padre y las
bendiciones del cielo y bajó a esta tierra nuestra que es un país extranjero,
ya que es extranjero todo país que está fuera de la Casa del Padre. Durante
treinta y tres años había gastado su hacienda. Gastó la hacienda de su verdad
en la infalibilidad de su Iglesia; gastó la hacienda de su Poder en la
autoridad concedida a los Apostolesy a sus sucesores; gastó la hacienda de su vida
en la Redención y en los Sacramentos. Ahora, que hasta la última moneda se ha gastado, vuelve anhelosamente de nuevo
los ojos a la Casa Paterna y con un poderoso grito entrega su espíritu en los
brazos de su Padre; no con la actitud de uno que se sumerge en las tinieblas,
sino como quien sabe donde va; al encuentro en el Hogar con su Padre.
En la Última Palabra y
Ultimo Evangelio que le devuelve al Principio de todo cuanto comienza, esto es,
a su Padre, se manifiesta la historia y el ritmo de la vida. El fin de todas
las cosas debe, en cierta manera, volver a sus principios. Como el Hijo vuelve
al Padre; como Nicodemus debe renacer; como el cuerpo vuelve al barro, así el
alma del hombre, que vino de Dios, debe un día volver a Dios. La muerte no
acaba con todo. La fría tierra que cubre la sepultura no señala el fin de la
historia del hombre. El modo como ha vivido en esta vida determina cómo vivirá
en la próxima. Si buscó a Dios durante la vida, su muerte será semejante al abrir
de la jaula, capacitándole para usar sus alas y volar a los brazos del Amado
Divino. Si huyó de Dios durante la vida, la muerte será el principio de una
eterna huida de la vida, la verdad y el amor —y eso es el infierno. Ante el trono
de Dios, de quien vinimos a nuestro noviciado terrenal, deberemos comparecer un
día a rendir cuentas de nuestro servicio. No habrá criatura humana
que, recogida la última gavilla, no sea contada entre los que aceptaron o
rechazaron el don de la Redención, y que, en la aceptación o rechazo de ese
don, no haya firmado la escritura de su eterno destino. Como las ventas son
comprobadas en la caja registradora al terminar el negocio diario, así nuestros
pensamientos, palabras y hechos serán examinados en el Juicio final. Si hemos
vivido a la sombra de la Cruz, la muerte no será un fin, sino un principio de
la eterna vida; en lugar de una separación será un encuentro; en lugar de una
partida será una llegada; en lugar de estar al fin será un Ultimo Evangelio, un
volver al principio. Cuando una voz susurre "Sal de este mundo", la
voz del Padre dirá: "Hijo mío, ven a mí". Hemos sido enviados a este
mundo como hijos de Dios para asistir al Santo Sacrificio de la Misa, Debemos ocupar
nuestro puesto a los pies de la Cruz, y como los que junto a ella estuvieron el
primer día, habremos de dar cuenta de nuestra fidelidad. El Señor nos ha dado el
trigo y las uvas de la vida, y, como los hombres del Evangelio, a quienes se
dieron los talentos, tendremos que dar cuenta de este don divino. Dios nos ha
dado nuestras vidas como trigo y uvas. Es nuestro deber consagrarlas y
devolverlas a Dios como pan y vino, transustanciadas, divinizadas y espiritualizadas.
Debemos llevar las gavillas en nuestros brazos pasada la primavera de ía
peregrinación terrena. Para eso está el Calvario
erigido en medio de nosotros, y para eso estamos nosotros en la colina sagrada.
No hemos sido hechos para meros espectadores, que jugamos nuestros dados como
los verdugos de entonces, sino para ser participantes del misterio de la cruz. Si
hay algún modo de pintar el Juicio con trazos de la Misa, será describiendo la
manera como el Padre felicitó a su Hijo; esto es, recreándose en sus manos.
Llevaban la señal del trabajo, los callos de la redención, las llagas
salvadoras. Así también cuando haya terminado nuestra peregrinación terrena y
volvamos a nuestro principio, Dios mirará nuestras dos manos. Si en la vida se
juntaron con las de su Divino Hijo, llevarán las mismas marcas lívidas de los
clavos; si nuestros pies caminaron el mismo camino que lleva a la eternal
gloria, a través de un desearnado y espinoso Calvario, ostentarán las mismas Bagas;
si nuestros corazones latieron al unísono con el suyo, también mostrarán ei
costado herido que atravesó la dura lanza de ia envidia humana.
¡Dichosos, sin duda,
aquellos que en sus manos estigmatizadas llevan el pan y el vino de sus vidas
consagradas, subscritas con la firma y selladas con el sello del amor redentor!
Pero ¡ay de aquellos que vienen del Calvario con las manos blancas y sin la
menor herida...! ¡Quiera Dios que cuando acabe la vida, y la tierra se
desvanezca como el sueño de quien despierta, y la eternidad anegue nuestras
almas con sus resplandores, podamos con fe humilde y triunfante hacer
resonar el eco de la Ultima Palabra de Cristo: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu"! Y así termina la. Misa de Cristo. El Confíteor
fue su oración al Padre por el perdón de nuestros pecados; el Ofertorio fue
la presentación de las pequeñas hostias del ladrón y nuestras en la patena de
la Cruz; el Sanctus fue su encomendarnos a María, la Reina de los
Santos; la Consagración fue la separación de la Sangre de su Cuerpo y la
separación aparente entre su Divinidad y su Humanidad; la Comunión fue
su sed de las almas de los hombres; el Ite Missa est fue la perfección de
la Obra de la Salvación; y el Ultimo Evangelio el retorno al Padre, de
donde vino. Y ahora que se acabó la misa y ha entregado su espíritu al Padre se
dispone a devolver su Cuerpo a su Madre Bendita a los pies de la Cruz. Así
nuevamente el fin será el principio; porque en el principio de su vida terrena
ella le meció en sus brazos en Belén y ahora en el Calvario El ocupará de nuevo
su puesto en ellos. La tierra había sido cruel con El. Sus pies corrieron tras la
oveja perdida y nosotros los horadamos con acero; sus manos nos alargaron el
Pan de la eterna vida y nosotros las fijamos con clavos; sus labios hablaron la
verdad y nosotros los sellamos con hiel; vino a darnos la Vida y nosotros se la
quitamos. Ese fue nuestro error capital. Nosotros en realidad no se la
quitamos. Nosotros tan sólo tratamos de quitársela. El fue el que espontáneamente
la dio. En ninguna parte dicen los Evangelistas que El murió. Dicen: "Entregó
su espíritu". Fue una voluntaria y libre donación de la vida. No era la
muerte la que se acercó, a El, fue El quien se acercó a la muerte. Por eso, al
aproximarse el fin, mandó a. las puertas de la muerte abrirse para El en la
presencia del Padre. El cáliz se está vaciando gradualmente del rico vi- no de
la salvación. Las rocas de la tierra abren sus agrietados labios para beber, como
si estuvieran más sedientas de las aguas salvadoras que los secos corazones de
los hombres; la tierra misma se estremece de horror, porque los hombres han
levantado la Cruz de Dios sobre ella.
La Magdalena, conforme a
su costumbre, se arroja a sus pies, donde la hallará también la aurora da
Pascua; Juan, con el rostro transfigurado como moldeado en el amor, oye los
latidos del Corazón cuyos secretos aprendió, amó y enseñó; María medita el abismo
entre el Calvario y Belén. Hace treinta y tres años María contemplaba este
Sagrado Rostro; ahora es El quien la contempla a ella. En Belén los cielos
habían buscado la faz de la tierra. Ahora los papeles se han cambiado: El suelo
busca la faz del cieJo: pero de un cielo marcado con las cicatrices de la
tierra. El la amaba sobre todas las criaturas del mundo, porque era su Madre y
la madre de todos nosotros. Fue para ella su primera mirada al venir a la
tierra y sería para ella la última mirada al abandonarla. Se encontraron sus
ojos con mirada fulgurante de vida y hablaron su lenguaje propio. Hay rompimiento del corazón a
través de un éxtasis de amor, luego una cabeza inclinada, un corazón destrozado.
En las manos de Dios Él entrega, puro e inocente, su espíritu con una voz
fuerte y sonora que canta éter nal victoria. Y María en pie, sola;
¡Madre sin Hijo! ¡Jesús ha muerto! María contempla sus ojos, que son tan claros
aun en presencia de la muerte; "Sumo Sacerdote del Cielo y de la tierra.
Vuestra misa ha concluido. Dejad el altar de la cruz y entrad en. vuestro
Santuario. Como Sumo Sacerdote vinisteis del Santuario del cielo, ataviado con
las ropas de la humanidad, vistiendo el cuerpo como pan y la sangre como
vino". "Ahora ha terminado el Sacrificio Sonó la campana de la Consagración.
Ofrecisteis vuestro Espíritu a] Padre y vuestro Cuerpo y Sangre al hombre. No
queda otra cosa que el cáliz vacío. Entrad de nuevo en vuestro Santuario del
cielo. Despojaos de las vestiduras de la mortalidad y poneos las blancas ropas
de la inmortalidad. Mostrad vuestras manos, pies y costado a vuestro Padre
Celestial y decidle: Con estas heridas fui llagado en la Casa de los que me
amaban". "Entrad, Sumo Sacerdote, en vuestro celestial Santuario; y,
como vuestros embajadores de la tierra levantan en alto el Pan y el Vino, así Vos
mostraos a Vuestro Padre en amorosa intercesión por nosotros hasta la
consumación de los siglos. La tierra ha sido cruel con Vos, pero Vos seréis
bueno con la tierra. La tierra os levantó en la cruz, pero Vos atraeréis a la
Cruz la tierra. Abrid la puerta de la celestial sacristía, oh Sumo Sacerdote.
He aquí que somos nosotros ahora los que estamos a la puerta y llamamos..." "¿Y qué diremos a Vos, oh
María ? María, Vos sois el Ministro del gran Sacerdote. Vos fuisteis su
Ministro en Belén cuando vino a Vos como trigo y racimo, en la gruta de Belén.
Vos fuisteis su Ministro en la Cruz cuando se convirtió en pan y en vino por
medio de su Crucifixión. Vos sois su Ministro ahora, cuando él llega del altar de
la cruz trayendo tan sólo el cáliz vacío de su sagrado Cuerpo". "Cuando
el cáliz es colocado en vuestro regazo puede parecer que Belén ha vuelto de
nuevo porque es aún vuestro Pero sólo lo parece, porque en Belén era el cáliz
cuyo oro tenía que ser probado por el fuego; y ahora es el cáliz cuyo oro ha
pasado por los fuegos del Gólgota y del Calvario. En Belén era blanco, como
salió del Padre, y ahora es rojo como vuelve de nosotros. Pero Vos sois todavía
su Ministro. Y, como Inmaculada Madre de todas las víctimas que van al altar,
llevadnos a él puros y conservadnos puros hasta el día en que entremos también
en el Santuario del Reino de los Cielos, donde Vos seréis nuestro eterno Ministro
y El será nuestro eterno Sacerdote". Y ahora me dirijo a vosotros, amigos
del Crucificado: vuestro Sumo Sacerdote ha bajado de la cruz, pero nos ha
dejado el altar.
En la Cruz estaba solo; en
la Misa está con nosotros. En la Cruz sufrió en su cuerpo físico; en el altar
sufre en su Cuerpo Místico, que somos nosotros. En la Cruz fue la única
Víctima; en el altar somos nosotros las pequeñas hostias y El la grande, renovando
su Calvario a través de nosotros. En la Cruz fue el vino, y en la Misa somos
las gotas de agua unidas con el vino y consagradas con El. En este sentido El
sigue todavía en la cruz, todavía diciendo su Confíteor con nosotros, todavía perdonándonos,
todavía encomendándonos a María, todavía sediento de nosotros, todavía acercándonos
al Padre; porque tanto como dure el pecado en la tierra quiere El que
permanezca la Cruz.
Cuando
en torno el silencio me recubre en las horas del día o de la noche, resuena un
grito que me pone tenso, clamor que rueda de la Cruz del Monte. La vez primera
que me hiere, vuelo, ansioso busco, y sólo encuentro un Hombre en congojas de
Cruz. "Te voy a liberar de tus horrores", le grito, y corro a desclavar
sus píes Mas al punto su voz me sobrecoge: "¡No Déjame en la Cruz. Cuando
todos los hombres las mujeres, los niños, a mis pies se congreguen, sólo
entonces me podrán desclavara Grito: Mas soportar tus clamores.., no resisto.
¿En qué puedo aliviarte?" Y escucho:
"Vete, tierra y mar recorre, y di a todo mortal en tu camino: ¡En la Cruz
pende un Hombre!"
ELISABETH CHANEY. A . M .
D . G.
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