CON LAS MANOS CERRADAS
Hedda Gabler, en una de las páginas de
Ibsen, extiende su mano para entregarle una pistola a uno de los personajes del
drama y le dice esta frase desconcertante y terrible: “Acaba bellamente”. La
intención expresada en estas pocas palabras era clara: se trataba de librarse
del fardo de la vida. Otros habían hecho lo mismo. El paganismo, agotado,
empobrecido en presencia de las fuentes exhaustas de la carne y de la
naturaleza, teniendo la cara hacia las postreras lumbres del ocaso, ya no hacía
más que repetir la misma frase del personaje de Ibsen. Los espíritus más altos
y los más bajos al encontrarse cara a cara de la sombra del total desengaño
afilaban la punta de su espada y la echaban con el filo hacia arriba para
acabar bellamente. Ni la carne recia ennegrecida por el sol de las batallas, de
los últimos verdaderos romanos, resistió la tentación de caer sobre el filo de
la propia espada. El mismo Catón de Utica, resto indomable del naufragio de la
libertad de Roma, no supo ni quiso alzarse gallardo y bravo sobre la mano de
Julio César vencedor, para afrontar la realidad brutalmente triunfante. Y en un
momento de insomnio, delante de las páginas altas y radiantes, como estrellas
de media noche, del Fedón[1]
que había escrito el griego que se había asomado a los hermosos caminos de la
inmortalidad, apagó para siempre la lámpara de su vida. Tres días después la
libertad era definitivamente enterrada, envuelta en el rico sudario que había
mandado tejer Augusto, para simular una apoteosis de la república. Y tres días
después se vio llegar, con un gesto de compasión y de profundo desdén, a unos
raros, extraños desenterradores de la libertad. Su táctica era desconcertante.
Marchaban con los brazos caídos a lo largo del cuerpo; sus manos abiertas se
alzaban para trazar señales nuevas; se les había diezmado sobre la arena del
circo y en presencia de las multitudes se había conseguido hacerles buscar un
asilo en las viejas excavaciones donde habían conversado largamente muchas
generaciones de esclavos.
Y el prodigio se realizó.
El desenterramiento lo vieron los mismos pretorianos y el Capitolio. ¿Qué
habían hecho los desenterradores? Dejarse matar. Pero a diferencia de los
otros, de los que armaban la diestra de sus propios esclavos “para acabar
bellamente” para abrirse las venas y terminar; ellos, los extraños heraldos del
nuevo reino de Dios, decían que habían venido a comenzar. Y ésta era, entre
otras, una de las más fuertes diferencias con los suicidas que huyeron ante la
vida y ante la tiranía. Más tarde, a la vuelta de muchos años, la vieja y
hermosa Irlanda, más hermosa que la Antígona de las páginas de Sófocles,[2] había de recordar el viejo
camino de la libertad y debería echarse a andar resueltamente por él. Ella
había visto a la Pannkhurst,[3] la más alta abanderada del
feminismo inglés, condenarse a morir de hambre arrinconada con un calabozo y
esperaba que sus hijos repitieran más bellamente el gesto de la innovadora. Y
llego el día: el alcalde de Cork,[4] radiante, como el mancebo
que pasa a lo largo del poema de Longfellow, y con la frente echada hacia
arriba, también arrinconado, acosado, como cachorro, traído de la selva a un
calabozo cerrado por el despotismo inglés, se condenó a morir, de la muerte más
extraña, de la manera más desconcertante y en una forma totalmente inusitada,
cuando menos en la totalidad de la actitud y del gesto. Los irlandeses se
apiñaron en torno de aquel espectro ebrio aún de juventud. Millares de los
parias del despotismo inglés se arrodillaban todos los días en torno del
calabozo.
Entretanto él, el alcalde
Cork con los brazos caídos como los antiguos desenterradores de las catacumbas,
consumía lentamente todas las reservas acumuladas por la mano de la vida;
adelgazaba, se demacraba, se alargaba, como en los cuadros del Greco; pasaba
poco a poco, con la epidermis pegada a los huesos, a ser solamente un espectro,
el mismo que había bajado al calabozo fuerte y robusto como el joven encino
alimentado por la sierra. Raro, extraño espectro aquel que, de cada hacia la
rubia Albión[5], la matadora de católicos y
la estranguladora de Irlanda, atormentaba a los verdugos con la sola mirada de
sus ojos hundidos y provocaba un encendido debate universal. Filósofos,
teólogos, moralistas, críticos, políticos, estadistas; todos veían el espectro
detrás de los cerrojos fundidos por el despotismo inglés para estrangular a
Irlanda. Al fin de la muerte sobrevino después de largos, de agotantes días de
hambre y así como en la cumbre coronada de nieve donde quedó la bandera de
“Excélsior” pudo verse que el mancebo que había ganado la altura, se desposaba
con la aurora; el joven alcalde de Cork, todo huesos y pellejo según la frase
de Bécquer,[6] apretaba reciamente entre
sus dedos alargados y secos la mano sagrada de la libertad de su Patria. Ese
espectro pasó a lo largo de los mares, de las escuelas, de las academias, de
los planes de los políticos, de las páginas de la historia, para quedarse en
medio de su pueblo y juntarse con la sombra de O’Connell, el inmortal caudillo
de los irlandeses esclavizados. Y ese espectro seguirá siendo un índice y un
torcedor. Un índice para los esclavos, un torcedor para los verdugos de
conciencias y de pensamientos. Porque ¿hay algo más inofensivo y más
pasivamente rebelde que un espectro, que un hombre que deja matar de hambre?
Alzar la mano para rasgar la toga de César a la cabeza de los conjurados, es
algo que los tiranos se apresuran a desear y a sofocar con una legión de
pretorianos. Concentrar en derredor de una bandera rebelde, puños encendidos,
quemados por la ira descuajar el solio de los de arriba, es cosa qu provocará
un estado de sitio. Ir de frente hacia el potro para dejar que todas sus
torceduras desgarren el antojo del César, es algo que da ocasión de ser cuando
menos verdugo. En cambio decir: “o me dejas libre y libertad a mi patria o me
dejas morir de hambre”, es una actitud que podrá provocar risa o desquiciarse
ante un solo tajo; pero que de todos modos coloca en un plano excepcional la
lucha entre la libertad y sus profanadores.
Lo mismo da, tal vez se
diga, hallarse entre piernas ensangrentadas y rotas como lo hicieron tantas
veces los césares de Roma, que encontrarse ante espectros enflaquecidos,
alargados, enjutos, echados hacia arriba como una interrogación. Se tendrá o no
razón. Lo cierto es que un solo aparecido las conciencias de los irlandeses
logró estremecer con más elocuencia a Irlanda y al mundo entero que las arengas
de O’Connell. Lo cierto es que pocos años después de que un hombre entraba a un
calabozo para salir hecho un espectro, Irlanda daba grandes pasos a la
conquista de su autonomía. Allí están los hechos para decirlo y para
atestiguarlo.
Se dirá que entre nosotros
nada lograrían los espectros. Y se agregará que no lograríamos tener ni
siquiera uno solo de esos espectros que saben, que quieren desposarse, en un
éxtasis de fuerte y viva inmolación, con la libertad. Desde luego hay que
reconocer que todos los últimos acontecimientos hacen entender que no faltarían
quienes se atrevieran a ser espectros redentores de los vivos. Y por otra parte
la posición en que nos encontramos colocados los católicos frente a las últimas
persecuciones, es de tal naturaleza, que la fuerza misma de los hechos, las
repercusiones inevitables y los rechazos bruscos de todo y de todos, tendrán
que llevarnos cuando menos, a saludar de lejos a los espectros. Porque tras de
cada golpe arrasador de la persecución, como es la brusca suspensión del culto,
tendrá que venir, está viniendo –el Estado de Colima es una prueba irrebatible
de ello– un lejano comienzo de la huelga de hambre del alcalde de Cork. En la
tarde obscura en que dos hombres bajaron descoyuntado y blanco por el
desgarramiento el cadáver de Cristo, apenas se consternaron unas cuantas
mujeres, tres viejos y un mozo. Pero Cristo se ha transfundido todo entero en
la vida; sus bajeles pasan por todos los mares: los del pensamiento, los del
arte, los de la política, los de la ciencia, los de la acción. Hasta sus mismos
enemigos –si se le arrancara de en medio de la vida contemporánea– quedarían
con el brazo en alto para dar golpes sin dirección y sin objeto.
En tanto que los otros,
nosotros, que nos agarramos a la orla misteriosa de su manto para ver la cara y
siempre con esperanza los mástiles y las envergaduras rotas de todos los
naufragios –al apagarse la llama tranquila del último cirio, al perderse el
último eco de la palabra sagrada– sentimos y sentiremos volver a la tarde
inolvidable y obscura en que por encima de las coyunturas dislocadas de la
tierra decía el centurión una frase que no dejará de repetirse: “Verdaderamente
que Este era Hijo de Dios”. Todos nos agolparemos en el silencio de nuestro
hogar en torno del cadáver del maestro por millonésima vez desclavado,
desfallecido, desangrado, recogido por los suyos y llevado hacia debajo de la
colina ensangrentada. Y entretanto se abrirá y avanzará el desierto por todas
partes: plaza, calles, cines, teatros, caminos, vehículos, establecimientos
mercantiles, centros de negocios, verán llegar al desierto.
Centenares de millares de
manos tendrán que amortajar también por millonésima vez el cadáver divino. Y
dejarán de echar en la corriente sonora de la vida lo que todos los días
echaban de alegría, de calor, de luz, de poder, de energía, de sangre, de sabia
y de fuerza. Y aunque no se seque el río caudaloso y pujante de nuestra
vitalidad, se dejará sentir una fuerte merma que se parecerá mucho a la huelga
de hambre del Alcalde de Cork. Y esto no será “acabar bellamente” como acabó
Catón ni como se acaba en las páginas de Ibsen; pero sí será “acabar
bellamente” como acabó el Alcalde de Cork y como siempre se acaba en las
páginas del Evangelio. Porque a los tres días de amortajado el cadáver divino,
por todas nuestras manos –que serían millones y que dejarán de abrirse sobre la
corriente de la vida y se cerrarán en la mayor medida posible bajo el peso de
la consternación– vendrá el desenterramiento, vendrá la resurrección que es más
segura, más fuerte, más cierta que el martirio mismo, que la misma persecución.
No seremos el espectro alargado del Alcalde de Cork, pero si procuramos cerrar
apretadamente nuestras manos y no abrirlas, sobre el torrente vital de la mayor
medida posible, llegaremos a parecernos mucho a él.
Mayo
de 1926.
[1] Fedón. Uno de los más bellos y profundos
diálogos de Platón, el cual refiere los últimos momentos de la vida de
Sócrates, condenado a beber la cicuta.
[2] SÓFOCLES (496-406 a.C.). Poeta Trágico griego, perfeccionó la técnica teatral con la
introducción de un tercer acto y dio mayor importancia al decorado y al vestuario.
[3] PANNKHURST, Emeline (1858-1928). Feminista británica,
fundadora de la Unión Femenina Social y Política, pionera en su género.
Luchó por el sufragio de la mujer.
[4] CORK, Alcalde de. Episodio de la represión inglesa en
contra del catolicismo irlandés, acaecido en el parque Cork, de Dublín, en
1921, que decidió la división del país en Irlanda del Norte y del Sur.
[5] Albión, nombre dado por los griegos a la Gran Bretaña.
Suele como sinónimo de Inglaterra.
[6] BÉCQUER, Gustavo Adolfo (1836-1870). Poeta y escritor del
romanticismo español, poseedor de un acento intimista y emotivo con sus rimas,
algunas muy populares.
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