¿EXISTE UN DERECHO PUBLICO
DE LA IGLESIA?
“La Iglesia sin el Estado
es un alma sin cuerpo. El Estado sin la Iglesia es un cuerpo sin alma.”
León XIII, Libertas.
Los principios del derecho público de la Iglesia
Los principios del derecho público de
la Iglesia son, en efecto, verdades de fe o que se deducen de la fe. Son los
siguientes.
1. Independencia de la Iglesia. La
Iglesia que tiene por fin la salvación sobrenatural de las almas, es una
sociedad perfecta, dotada por su divino fundador de todos los medios para
subsistir por sí misma de manera estable e independiente. El Syllabus condena
la proposición contraria siguiente:“La Iglesia no es una sociedad verdadera y
perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a
ella conferidos por su divino fundador, sino que toca a la potestad civil
definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los limites dentro de los
cuales puede ejercer esos mismos derechos.”¡Tal es la esclavitud a la cual los
liberales quieren reducir la Iglesia con relación al Estado! También el
Syllabus condena radicalmente las expoliaciones de que es objeto periódicamente
por parte del poder civil, en sus bienes y en sus otros derechos. Jamás la Iglesia
aceptará el principio del derecho común, jamás admitirá ser reducida al simple
derecho común de todas las asociaciones legales en la sociedad civil, que deben
recibir del Estado permiso y límites. En consecuencia, la Iglesia tiene el
derecho nativo de adquirir, poseer y administrar, libre e independientemente
del poder civil, los bienes temporales necesarios para su misión (Código de
Derecho Canónico de 1917, c. 1495): iglesias, seminarios, obispados,
monasterios, beneficios (c. 1409-1410), y estar exenta de todos los impuestos
civiles. Tiene derecho a poseer escuelas y hospitales independientes de toda
intromisión del Estado. Ella tiene sus propios tribunales eclesiásticos para
juzgar los asuntos concernientes a las personas de los clérigos y los bienes de
la Iglesia (c. 1552), independientemente de los tribunales civiles (privilegio
del fuero). Los clérigos también están exentos del servicio militar (privilegio
de la exención) (c. 121), etc. En resumen, la Iglesia reivindica la soberanía y
la independencia en razón de su misión: “A Mí se me ha dado toda potestad en el
Cielo y en la tierra: id, pues, instruid a todas las naciones” (Mat. 28,
18-19).
2. Distinción de la Iglesia y del Estado.
El Estado, que tiene por fin directo el bien común temporal, es también una
sociedad perfecta, distinta de la Iglesia y soberana en su dominio. Esta
distinción es lo que Pío XII llama la laicidad legítima y sana del Estado, que
no tiene nada que ver con el laicismo, error que ha sido condenado. ¡Atención
entonces de no pasar del uno al otro! León XIII expresa bien la distinción
necesaria de las dos sociedades: “Por lo dicho se ve cómo Dios ha dividido el
gobierno de todo el linaje humano entre dos potestades: la eclesiástica y la
civil; ésta que cuida directamente de los intereses humanos; aquélla de los
divinos. Ambas son supremas, cada una en su esfera; cada una tiene sus límites
fijos en que se mueve, exactamente definidos por su naturaleza y su fin, de
donde resulta un como círculo dentro del cual cada uno desarrolla su acción con
plena soberanía.”
3. Unión entre la Iglesia y el Estado.
¡Pero distinción no significa separación! ¿Cómo los dos poderes se ignorarían,
ya que recaen sobre los mismos súbditos y frecuentemente legis- lan sobre las mismas materias:
matrimonio, familia, escuela, etc...? Sería inconcebible que se opusieran,
cuando al contrario su acción conjunta es requerida para el bien de los hombres.
“Llegado ese caso, y siendo el chocar cosa necia y abiertamente opuesta a la
voluntad sapientísima de Dios, explica León XIII, es preciso algún modo y
orden, con que apartadas las cosas de porfías y rivalidades haya conformidad en
las cosas que han de hacerse. Con razón se ha comparado esta conformidad a la
unión del alma con el cuerpo, igualmente provechosa a entrambas, cuya desunión,
al contrario, es perniciosa, singularmente al cuerpo, que por ella pierde la
vida.”
4. Jurisdicción indirecta de la Iglesia
sobre lo temporal. Quiere decir que en las cuestiones mixtas, la Iglesia,
teniendo en cuenta la superioridad de su fin, tendrá la primacía: “Así que todo
cuanto en las cosas humanas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado,
todo lo que se relacione con la salvación de las almas y al culto de Dios, sea
por su propia naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se
refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia.”Dicho de otra
manera, el régimen de unión y de armonía entre la Iglesia y el Estado, supone
un orden y una jerarquía: es decir, una jurisdicción indirecta de la Iglesia
sobre lo temporal, un derecho indirecto de intervención de la Iglesia en las
cosas temporales que normalmente dependen del Estado. La Iglesia interviene entonces
“ratione peccati”, en razón del
pecado y a causa de la salvación de las almas (para retomar lo dicho por el
Papa Bonifacio VIII, cf. Dz. 468, nota).
5. Subordinación indirecta.
Recíprocamente, lo temporal está indirectamente subordinado a lo espiritual:
tal es el 5º principio; principio de fe, o al menos teológicamente cierto, que
funda el derecho público de la Iglesia. El hombre, en efecto está destinado a
la beatitud eterna, y los bienes de la vida presente, los bienes temporales,
están para ayudarle a alcanzar este fin, y aunque no están proporcionados, se
ordenan indirectamente a ello. Aún el bien común temporal, que es el fin del
Estado, está ordenado a facilitar a los ciudadanos el acceso a la
bienaventuranza celestial. De lo contrario sólo sería un bien aparente e
ilusorio.
6. Función ministerial del Estado en
relación a la Iglesia. “La sociedad civil, pues, constituida para procurar el
bien común, debe necesaria-mente, a fin de favorecer la prosperidad del Estado,
promover de tal modo el bien de los ciudadanos que a la consecución y al logro
de ese sumo e inconmutable bien, al que por naturaleza tienden, no sólo no cree
jamás dificultades, sino que proporcione todas las facilidades posibles.” “La
función del Rey (nosotros diríamos del Estado), dice Santo Tomás, es procurar
el buen camino a la multitud, según lo que le es necesario para obtener la
beatitud celeste; quiere decir que debe prescribir (en su orden, que es el
temporal) lo que a ella conduce y, en la medida de lo posible, prohibir lo que
le es contrario.” En consecuencia, el Estado tiene en
relación a la Iglesia una función ministerial, un papel de servidor: el Estado
debe ayudar a la Iglesia a que alcance su fin, la salvación de las almas, positiva
aunque indirectamente, al mismo tiempo que procura su fin propio. Esta doctrina
constante de la Iglesia a través de los siglos, me-rece la nota de doctrina
católica y es necesaria toda la mala fe de los liberales para relegarla al
oscurantismo de una época pasada. Según ellos, valía para las “monarquías
sacras” de la Edad Media, pero ya no vale para los “Estados democráticos
constitucionales” modernos. Necedad en verdad, pues nuestra doctrina, deducida
de la revelación y de los principios del orden natural, es tan in-mutable e
intemporal como la naturaleza del bien común y la divina constitución de la
Iglesia. Para apoyar su tesis funesta sobre la separación de la Iglesia y del
Estado, los libera-les de ayer y de hoy citan gustosos esta frase de Nuestro
Señor: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22,
21); ¡omiten decir simplemente, lo que el César debe a Dios!
7. Realeza social de Nuestro Señor
Jesucristo. El último principio que resume supremamente todo el derecho público
de la Iglesia, es una verdad de fe: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre, Rey de Reyes y Señor de los Señores, debe reinar sobre las sociedades
no menos que sobre los individuos; la Redención de las almas se prolonga
necesariamente en la sumisión de los Estados y de sus leyes al yugo suave y
liviano de la ley de Cristo. Como dice León XIII, el Estado no sólo debe “hacer
respetar las santas e inviolables observancias de la religión, cuyos deberes
unen al hombre a Dios”; la legislación civil debe, además, impregnarse con la
ley de Dios (decálogo) y con la ley evangélica, para ser, en su dominio que es
el orden temporal, un instrumento de la obra de la Redención operada por
Nuestro Señor Jesucristo. En eso consiste esencialmente la realización del
Reino Social de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Leed la magnífica encíclica de Pío
XI, Quas Primas, del 11 de diciembre de 1925, sobre la realeza social de
Nuestro Señor Jesucristo! ¡Expone esta doctrina con una pureza y una fuerza
admirables! Recuerdo todavía el momento en que siendo joven seminarista en
Roma, recibí con mis compañeros esta enseñanza pontificia: ¡con qué alegría y
entusiasmo la comentaron nuestros maestros! Releed esta frase que refuta
definitivamente el laicismo del Estado: “La celebración de esta fiesta, que se
renovará todos los años, será también advertencia para las naciones de que el
deber de venerar públicamente a Cristo y de prestarle obediencia, se refiere no
sólo a los particulares, sino también a los magistrados y a los gobernantes;
les traerá a la mente el juicio final, en el cual Cristo, arrojado de la
sociedad o solamente ignorado y despreciado, vengará acerbamente tantas
injurias recibidas; reclamando su real dignidad, que la sociedad entera se
ajuste a los divinos mandamientos y a los principios cristianos, tanto al
establecer las leyes, como al administrar la justicia, y ya, finalmente, en la
formación del alma de la juventud, en la sana doctrina y en la santidad de las
costumbres.” De ahí, que la Iglesia en su liturgia,
canta y proclama el reino de Jesucristo sobre las leyes civiles. ¡Qué
proclamación dogmática más hermosa, a pesar de no ser todavía ex cathedra!
Fue necesaria toda la rabia de los
enemigos de Jesucristo para llegar a arrancarle su corona, cuando, aplicando el
Concilio Vaticano II, los innovadores deformaron o suprimieron estas tres
estrofas del himno de las primeras Vísperas de la fiesta de Cristo Rey:
Scelesta turba
clamitat:
Regnare
Christum nolumus:
Te nos ovantes
omnium
Regem Supremum
dicimus.
(estrofa
2)
Una turba criminal vocifera: “No
queremos que reine Cristo”. Pero nosotros, con nuestras ovaciones, te
proclamamos Rey supremo.
Te nationum
præsides
Honore tollant
publico,
Colant
magistri, judices,
Leges et artes
exprimant
(estrofa 6)
Submissa regum
fulgeant
Tibi dicata
insignia:
Mitique sceptro
patriam
Domosque subde
civium.
(estrofa
7)
A ti los que gobiernan las naciones te ensalcen con
públicos honores, te honren los maestros y los jueces, te manifiesten las leyes
y las artes. Resplandezcan, rendidas, las regias insignias a ti ofrecidas y
somete a tu suave cetro la patria y sus hogares.
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