4. El enamorado del verbo
Destaquemos el valor que Anacleto
le atribuía a la palabra, sea oral o escrita. Como orador, fue fulgurante. Cual
otro Esquilo, «llenó de almenas las alturas del lenguaje», con el fin de
suscitar una estirpe de héroes, al estilo de Godofredo de Bouillon, Guillermo Tell y el Cid, sus
arquetipos favoritos, que se pusiesen al servicio de la Patria y de la Religión
conculcadas. En un artículo titulado «Sin palabras» afirma que una falsa e
infundada apreciación del significado que tiene la palabra, ha hecho que en
estos últimos tiempos se la arroje el margen de la vida, o cuando me-nos, se la
coloque en un lugar muy secundario. Poco se confía en la palabra, como si lo
único importante fuese la acción. Los obreros que elevan edificios con palabras
y no con ladrillos, son vistos con desdén, pensándose que una acción vale un
millón de palabras. «Más bien debiera decirse que una acción es una palabra
reciamente moldeada en el crisol encendido de la carne y del pensamiento». Ello
no es todo. Detrás de cualquier gran acción está la palabra, como germen, como
impulso, como estimulante. Tres palabras se encuentran una página antes de la
destrucción de Cartago, las de Catón: «Delenda est Cartago». Frente a la
Revolución hemos carecido de las palabras adecuadas. «Necesitamos empezar la
obra de la reconquista. Solamente se comienza con palabras». No hay fuerza que
pueda oponerse a la palabra cuando se la pone al servicio de la idea,
abriéndose paso entre los que la objetan.
Anacleto
privilegió la palabra oral, dando numerosas conferencias en los más diversos
lugares del país, pero principalmente en Guadalajara. Famoso fue un discurso
que pronunció en el atrio colonial del Santuario de Nuestra Señora de Zapopan,
cercano a aquella ciudad, trepado en una pilastra del enrejado, frente a una
multitud que colmaba el recinto de la plaza y los jardines adyacentes.
En 1918, la ACJM
de la ciudad de México lo invitó a dar una conferencia en la capital. Cuando
llegó a la estación, los que lo esperaban, que no lo conocían, quedaron poco
impresionados por el tipo desgarbado de Anacleto, sus ojos hundidos y
soñadores. Horas después subió al escenario con su atuendo sencillo, ante un
auditorio donde predominaban los jóvenes.
Cuenta uno de ellos que los primeros diez
minutos provocaron un gran desconcierto. «¿Ésta es la maravilla que nos manda
Jalisco?», se preguntaban por lo bajo. Sin embargo, el tono del discurso, monóto-no
al principio, fue creciendo en vehemencia. Su pensamiento se lanzó a las
cumbres. Tras una hora, que pasó fugazmente, la sala estalló en aplausos.
«Vibraban nuestras almas al unísono con la suya», dijo uno de los oyentes
Su elocuencia no
fue innata sino fruto de una larga preparación. Él mismo decía que Demóstenes,
desde el día en que sintió despertar su vocación, padeció largos insomnios de
aprendizaje y no descansó hasta conseguir que su palabra se volviese capaz de
ganar las batallas de la oratoria. Anacleto comprendía perfectamente la
necesidad de usar bien de la palabra para el combate de las ideas, ya que en
torno a ella se trababan las grandes batallas culturales. Había que evitar el
gastarlas para discusiones banales reservándola para los temas trascendentes,
en orden a rebatir las doctrinas erróneas que pretendían conquistar la supremacía
sobre las inteligencias. Es allí donde había de resonar la palabra convincente.
«El genio –escribió en uno de sus periódicos– debe interrogar todas las lejanías
hasta que su palabra, como luminar esplendoroso encendido sobre la llanura,
alumbre todos los senderos», de modo que los que la oigan pierdan su cobardía y
se lancen por la ruta que le trazan las palabras.Aconsejaba
insistentemente, practicándolo él mismo, una preparación concienzuda de los
temas por tratar. Pero a la hora de pronunciar el discurso, le bastaba con
determinar las líneas maestras, las ideas principales, dejando la expresión
concreta a la inspiración del momento. «Cansados
estamos ya del arraigado y envejecido y ruinoso expediente de salir a la
tribuna a leer en un pergamino o en la propia memoria, frases pulidas y
martilladas con un siglo de anticipación, joyas talla-das en un taller distante
y que han perdido la lumbre radiante que las transfiguró, y el brío tempestuoso
que las dobló y ablandó, y la huella viva del hierro encendido, y la hoguera
que llameó sobre la frente del artífice. Puños de rescoldo, ceniza muda y
entristecida que jamás podrá reavivar una emoción fingida. Y esto es todo,
menos elocuencia. Porque hoy ya nadie ignora que para que haya palabra
totalmente elocuente es preciso que el canto resonante que dicen las rebeldías
que se anudan, jadean y disputan la victoria, debe hallarse plenamente presente
delante del auditorio convulso, estremecido ante la batalla, aliado primero del
hierro insurrecto, y después, juntando el peso inmenso de su corazón y de su
espíritu y de sus pasiones, del lado del brazo que golpea y arroja todo:
lumbre, yunque, herramientas, clavos y espadas fundidas en el torrente de la
acción». Según se ve,
concebía el discurso como un torneo entre el público y el orador, muy
diversamente de lo que sucede en el caso del escritor, que envía a lo lejos su
mensaje. «Al tratarse del orador, más lógica-mente, más exactamente que decir
que es su palabra la que realiza el milagro de la acción sobre los demás, es
preciso decir que es el orador mismo, porque él mismo es la palabra elocuente y
es su propia palabra». Tal fue su ideal en esta materia: identificarse él mismo
con su palabra. Su oratoria no estaba exenta de cierto barroquismo, pero en modo alguno
era vacía, sin contenido. Repetía su mensaje de mil maneras, hasta el hartazgo,
como para hacerlo llamear en todas sus facetas, apuntalándolo incansablemente
con nuevos argumentos y citas, hasta dejar la forja jadeante. No gustaba de
abstracciones deshumanizadas y generalizadoras. Prefería las imágenes
individuales y concretas. Su pensamiento seguía la curva parabólica y no la recta silogística. Era un artista de
la palabra, entendiendo que mientras el silogismo pasa, agotándose en el
momento en que realiza su labor de convicción, el símbolo no pasa, está preñado
de sugerencias, y por tanto se prolonga en sus efectos, luego de terminado el
discurso. Mas no sólo fue
orador, sino también, aunque secundariamente, escritor. En los pocos años de su
actuación pública, logró gestar varias revistas: La Palabra, La Época, La
Lucha. Pero fue sobre todo en el periódico Gladium, que aparecía todas las
semanas, donde Anacleto reveló mejor su idiosincrasia, mezclan-do la
especulación doctrinal con el cuento jocoso y la narración familiar. Allí
señalaba los peligros del mo-mento, la situación trágica de la Iglesia frente a
la Revolución, así como las medidas que había que tomar. La revista tuvo amplia
repercusión. Hacia fines de 1925 alcanzaría la tirada de 100.000 ejemplares.
Miguel Gómez Loza estaba a cargo de la tesorería.
Es preciso leer,
les decía a sus jóvenes, leer no sólo revistas sino también y sobre todo libros.
«¿Qué es un libro? Un polemista que tiene la paciencia de esperarnos hasta que
abramos sus páginas para dilatar el imperio de un conquistador. Hunde su mano
encendida en nuestras entrañas. Porque todo él fue hecho en los hervores de la
fiebre, bajo el largo insomnio, bajo el ansia nunca extinguida de quedar, de
prolongar-se, de no morir. La obsesión de cada escritor es reproducirse en
muchas vidas, renacer todos los días, ba-ñarse en sangre nueva, reaparecer en
la larga hirviente que arroja todos los días el inmenso respiradero del mundo,
rehacerse con el aliento espiritual de las almas en marcha. Cada libro se
presenta bañado en la san-gre todavía caliente de nuevos e inesperados
alumbramientos».
Así como un
viajero, escribía, cuando tiene que hacer un largo camino sucumbe si lleva sus
alforjas vacías, así la juventud que no lee se queda sin provisiones. Para que
mantenga el ideal, la gallardía, la generosidad, el arrojo y la audacia en
épocas bravías, necesita de la ayuda de los libros. Alejandro Magno no hubiera
llegado a ser Grande si no hubiese llevado consigo la Ilíada, que tenía siempre
bajo su almohada; Aquiles, el héroe central de aquella epopeya, mantenía
enhiesta la llama del guerrero. El buen libro hará que el joven «lleve siempre
vuelta la cara hacia el porvenir y logre clavar en las alturas la bandera de la
vic-toria de su gallardía y de su atrevimiento».
Anacleto fue un «poseído del verbo», oral o escrito.
CONTINUA...
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