III.
El Caudillo
Pero Anacleto no fue un mero diagnosticador de la
situación, un sagaz observador de lo que iba su-cediendo. Fue también un
conductor, un formador de espíritus, un apóstol de largas miras.
1.México católico, despierta de tu letargo.
En sus artículos y conferencias nuestro héroe vuelve
una y otra vez sobre la necesidad de ser realistas y de enfrentar lúcidamente
la situación por la que atravesaba su Patria. Se nos ha caído la finca, dice,
hemos visto el derrumbe estrepitoso del edificio de la sociedad, y caminamos
entre escombros. Pero al mismo tiempo señala su preocupación porque muchos
católicos desconocen la gravedad del momento y sobre todo las causas del
desastre, ignoran cómo los tres grandes enemigos a que ha aludido, el Protestantismo,
la Masonería y la Revolución, trabajan de manera incansable y con un programa
de acción alarmante y bien organizada.
Estos tres enemigos están venciendo al Catolicismo en
todos los frentes, a todas horas y en todas las formas posibles. Combaten en
las calles, en las plazas, en la prensa, en los talleres, en las fábricas, en
los hogares. Trátase de una batalla generalizada, tienen desenvainada su espada
y desplegados sus batallones en todas partes. Esto es un hecho. Cristo no reina
en la vía pública, en las escuelas, en el parlamento, en los libros, en las
universidades, en la vida pública y social de la Patria. Quien reina allí es el
demonio. En todos aquellos ambientes se respira el hálito de Satanás.
Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos hemos contentado con
rezar, ir a la iglesia, practicar algunos actos de piedad, como si ello bastase
«para contrarrestar toda la inmensa conjuración de los enemigos de Dios». Les
hemos dejado a ellos todo lo demás, la calle, la prensa, la cátedra en los
diversos niveles de la enseñan-za. En ninguno de esos lugares han encontrado
una oposición seria. Y si algunas veces hemos actuado, lo hemos hecho tan
pobremente, tan raquíticamente, que puede decirse que no hemos combatido. Hemos
cantado en las iglesias pero no le hemos cantado a Dios en la escuela, en la plaza,
en el parlamento, arrinconando a Cristo por miedo al ambiente.
Urge salir de las sacristías, entendiendo que el
combate se entabla en todos los campos, «sobre todo allí donde se libran las
ardientes batallas contra el mal; procuremos hallarnos en todas partes con el
casco de los cruzados y combatamos sin tregua con las banderas desplegadas a todos
los vientos». Reducir el Catolicismo a plegaria secreta, a queja medrosa, a
temblor y espanto ante los poderes públicos «cuando éstos matan el alma
nacional y atasajan en plena vía la Patria, no es solamente cobardía y
desorientación disculpable, es un crimen histórico religioso, público y social,
que merece todas las execraciones». Tal es la gran denuncia de González Flores hacia
dentro de la Iglesia, el inmenso lastre de pusilanimidad y de apocamiento que
ha llevado a buena parte del catolicismo mexicano al desinterés y la resignación.
Las almas sufren de empequeñecimiento y de anemia espiritual. Nos hemos
convertido en mendigos, afirma, renunciando a ser dueños de nuestros destinos.
Se nos ha desalojado de todas partes, y todo lo hemos abandonado.
«Ni siquiera nos atrevemos a pedir más de lo que se
nos da. Se nos arrojan todos los días las migajas que deja la hartura de los
invasores y nos sentimos contentos con ellas». Tal encogimiento está en abierta
pugna con el espíritu del cristianismo que desde su aparición es una inmensa y
ardiente acometida a lo lar-go de veinte siglos de historia. «La Iglesia vive y
se nutre de osadías. Todos sus planes arrancan de la osadía. Solamente nosotros
nos hemos empequeñecido y nos hemos entregado al apocamiento».
Hasta ahora casi todos los católicos no hemos hecho
otra cosa que pedirle a Dios que Él haga, que Él obre, que Él realice, que haga
algo o todo por la suerte de la Iglesia en nuestra Patria. Y por eso nos hemos
limitado a rezar, esperando que Dios obre. Y todo ello bajo la máscara de una
presunta «prudencia». Necesitamos la imprudencia de la osadía cristiana. Justamente en esos momentos el Papa acababa de
establecer la fiesta de Cristo Rey. Refiriéndose a ello, Anacleto insiste en su
proposición. «Desde hace tres siglos –explica– los abanderados del
laicismo vienen trabajando para suprimir a Cristo de la vida pública y social
de las naciones. Y con evidente éxito, a escala mundial, ya que no pocas
legislaturas, gobiernos e instituciones han marginado al Señor, desdeñando su
soberanía. Lo relevante de la institución de esta fiesta no consiste tanto en
que se lo proclame a Cristo como Rey de la vida pública y social. Ello es, por
cierto, importante, pero más lo es que los católicos entendamos nuestras
responsabilidades consiguientes. Cristo quiere que lo ayudemos con nuestros
esfuerzos, nuestras luchas, nuestras batallas. Y ello no se conseguirá si
seguimos encastillados en nuestros hogares y en nuestros templos.
«Hasta ahora nuestro catolicismo ha sido un
catolicismo de verdaderos paralíticos, y ya desde hace tiempo. Somos herederos
de paralíticos, atados a la inercia en todo. Los paralíticos del catolicismo
son de dos clases: los que sufren una parálisis total, limitándose a creer las
verdades fundamentales sin jamás pensar en llevarlas a la práctica, y los que
se han quedado sumergidos en sus devocionarios no haciendo nada para que Cristo
vuelva a ser Señor de todo. Y claro está que cuando una doctrina no tiene más
que paralíticos se tiene que estancar, se tiene que batir en retirada delante
de las recias batallas de la vida pública y social y a la vuelta de poco tiempo
tendrá que quedar reducida a la categoría de momia inerme, muda y derrotada.
Nuestras convicciones están encarceladas por la parálisis. Será necesario que
vuelva a oírse el grito del Evangelio, comienzo de todas las batallas y
preanuncio de todas las victorias. Falta pasión, encendimiento de una pasión
inmensa que nos incite a reconquistar las franjas de la vida que han quedado
separa-das de Cristo». «Judas se ahorcó –dice Anacleto en otro lugar– mas
dejó una numerosa descendencia, los herejes, los apóstatas, los perseguidores.
Pero también la dejó entre los mismos católicos. Porque se parecen a Judas los
que saben que los niños y los jóvenes están siendo apuñalados, descristianizados
en los colegios laicistas, y sin embargo, después de haberle dado a Jesús un
beso dentro del templo, entregan las manos de sus hijos en las manos del
maestro laico, para que Cristo padezca nuevamente los tormentos de sus
verdugos. Se parecen a Judas los católicos que no colaboran con las
publicaciones católicas, permitiendo que éstas mueran. O los que entregados en
brazos de la pereza, dejan hacer a los enemigos de Cristo. También se le
parecen los que no hacen sino criticar acerbamente a los que se esfuerzan por
trabajar, porque contribuyen a que Cristo quede a merced de los soldados que lo
persiguen».
Como se ve, González Flores trazó un perfecto cuadro
de la situación anímica de numerosos católicos, enteramente pasivos ante los
trágicos acontecimientos que se iban desarrollando en la Patria mexicana.
Fustigó también el grave peligro del individualismo. «Los católicos de México –señala– han vivido aislados,
sin solidaridad, sin cohesión firme y estable. Ello alienta al enemigo al punto
de que hasta el más infeliz policía se cree autorizado para abofetear a un
católico, sabiendo que los demás se encogerán de hombros. Más aún, no son pocos
los católicos que se atre-ven a llamar imprudente al que sabe afirmar sus
derechos en presencia de sus perseguidores. Es necesario que esta situación de
aislamiento, de alejamiento, de dispersión nacional, termine de una vez por
todas, y que a la mayor brevedad se piense ya de una manera seria en que seamos
todos los católicos de nuestra Pa-tria no un montón de partículas sin unión,
sino un cuerpo inmenso que tenga un solo programa, una sola cabeza, un solo
pensamiento, una sola bandera de organización para hacerles frente a los
perseguidores».
CONTINUA...
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