13. PAZ, TEMORES Y ESCRÚPULOS
No nos detengamos a mirarlos, huyamos sin demora, y subamos a la parte
superior, al santuario interno donde Dios reside; allí derramemos nuestro
corazón en protestas de amor y de fidelidad, en oraciones suplicantes y
reiteradas. Esta prudente huida dará casi siempre por resultado el hacernos olvidar
los reptiles, y siempre nos atraerá la gracia y nos asegurará la victoria.
Además, en todas las pruebas, como tentaciones, enfermedades,
sequedades, contrariedades, humillaciones, desprecios, persecuciones, etc., el
gran medio de conservar la paz es una humilde y amorosa sumisión al beneplácito
divino... «¡Cuánto desearía -dice el P. de Caussade- que tuvierais más
confianza en Dios, más abandono en su sabia y divina Providencia! Es ella la
que dirige hasta los más insignificantes acontecimientos de esta vida,
ornándolos en bien de los que se confían por completo a ella, y que se abandonan
sin reserva a sus paternales cuidados. ¡Dios mío, cuánta paz interior producen
esta confianza y completo abandono! ¡Y cómo libran de un sin fin de cuidados,
siempre inquietos y desagradables! Sin embargo, como no se llega a esto de un
golpe, sino poco a poco y mediante progresos casi insensibles, es preciso
aspirar a este filial abandono, pedirlo a Dios, y ponerlo en práctica. No nos
faltan las ocasiones, sepamos aprovecharlas y digamos siempre: ¡Sí, Dios mío, Vos
lo queréis, Vos lo permitís así; pues está bien, yo también lo quiero por amor
vuestro; pero ayudadme y sostenedme en mi debilidad. Todo esto sea suavemente y
sin esfuerzo, y de lo íntimo del espíritu a pesar de las rebeldías y
repugnancias interiores, de las que no ha de hacerse caso alguno, si no es para
soportarlas con paciencia y entregarnos al sacrificio.»
Esforcémonos por llegar hasta «amar nuestras cruces, puesto que es
Dios quien nos las ha fabricado, y las fabrica aún cada día. Dejémosle hacer:
El sólo conoce lo que a cada uno conviene. Si permanecemos de esta suerte
firmes, sumisos y humillados bajo el peso de las cruces de Dios, en ellas hallaremos
por fin, si lo juzga oportuno, el reposo de nuestras almas. Cuando por nuestra
docilidad nos hubiéramos hecho acreedores a que Dios nos haga sentir la unción
enteramente divina que tiene la cruz desde que Jesucristo ha muerto en ella por
nosotros, entonces disfrutaremos de esta paz inalterable».
En resumidas cuentas, si es del agrado de Dios que, aun llenando con
exactitud nuestro deber y a pesar de la más humilde sumisión, no encontremos
sino una árida y entretejida multitud de pruebas, nos será conveniente abandonarnos
a su beneplácito en esto como en todo lo demás, porque Él nos ama y sabe mejor
que nosotros lo que necesitamos. Sólo una cosa hemos de temer: preferir nuestra
voluntad a la de Dios.
«Para evitar este peligro, es necesario querer exclusivamente, en todas
las cosas, en todos los instantes y en todo lugar lo que Dios quiere porque
este es el camino más seguro, y, hasta me atrevo a decirlo, el único para la
perfección.
Cualquier otro se presta a la ilusión, al orgullo y al amor propio.»
Artículo 2º.- Temores diversos
Recordemos, ante todo, que el derecho a la paz se mide por la buena
voluntad, y que, para gozar una paz profunda, ha de estar la voluntad
plenamente sometida a la de Dios. Aun en este caso no estamos por completo al
abrigo de posibles peligros; por eso es preciso preservarse por medio de la oración
y la vigilancia.
Hablamos aquí con las almas generosas y prudentes que se verán
asaltadas de no pocos temores, amenazándolas turbar su paz, por otra parte tan
legítima. A fin de tranquilizarlas, comenzaremos por decirles con el P. Grou:
« 1º Dios no turba jamás a un alma que desea sinceramente ir a Él.
La amonesta, y tal vez la reprenda con severidad, pero nunca la turba;
por su parte el alma reconoce la falta, se arrepiente de ella, la repara, y
todo lo hace con paz y tranquilidad de espíritu. Si se agita y desazona, esa
turbación ha de provenir siempre o del demonio, o del amor propio, y así debe,
pues, hacer cuanto esté de su parte para desecharla.»
«2º Todo pensamiento, todo temor vago, general, sin objeto fijo y
determinado, no procede de Dios ni de la conciencia, sino de la imaginación. Se
teme no haberlo dicho todo en la confesión, se teme haberse explicado mal, se
teme no haber llevado a la comunión las disposiciones requeridas, y otros temores
vagos por el estilo con que el alma se fatiga y atormenta: todo esto no procede
de Dios. Cuando El hace al alma alguna reprensión, tiene ésta siempre algún
objeto preciso, claro y determinado. Se Ha, pues, de despreciar esta especie de
temores y pasar resueltamente sobre ellos.» Muy distinto sería el caso, si
nuestra conciencia nos reprende de manera clara y formal.
En el P. de Caussade, se halla una dirección muy útil acerca de
multitud de temores, pero, no pudiendo exponerlos todos, entresacamos los
principales.
Existe, por ejemplo, el temor de los hombres. «Aunque ellos pueden
decir y hacer, no hacen sino lo que Dios quiere y permite, y nada hay que no le
sirva para cumplimiento de sus misteriosos designios. Impongamos, pues,
silencio a nuestros temores, y entreguémonos por completo a su divina Providencia,
pues dispone de resortes secretos, pero infalibles, y no es menos poderoso para
conducir a sus fines por los medios en apariencia los más contrarios, que para refrigerar
a sus siervos en medio de hornos encendidos, o hacerlos caminar sobre las
aguas. Esta protección tan paternal de la Providencia la experimentamos tanto
más sensiblemente, cuanto nos entregamos a Ella con más filial abandono.»
Existe también el temor del demonio y de los lazos que de continuo nos
tiende dentro y fuera de nosotros. Mas Dios está con el alma que vela y ora; y
¿no es El infinitamente más fuerte que todo el infierno? Por otra parte, este
temor bien dirigido es precisamente una de las gracias que nos preserva de las
asechanzas. «Cuando a este humilde temor se une una gran confianza en Dios, se
sale siempre victorioso, salvo quizá en ciertos lances de poca importancia, en
que Dios permite pequeñas caídas para nuestro mayor bien. Sirven, en efecto, estas
caídas para conservarnos siempre pequeños y humillados en presencia de Dios,
siempre desconfiados de nosotros mismos, siempre anonadados a nuestros propios ojos.
Pecados de consideración no cometeremos mientras estuviéramos preocupados con
este temor de desagradar a Dios; este solo temor nos ha de tranquilizar, porque
es un don de la misma mano que nos sostiene invisiblemente. Por el contrario,
cuando cesamos de temer es cuando tenemos motivo de temer: el estado del alma
se hace sospechoso cuando no abriga temor alguno, ni siquiera aquel que se
llama casto y amoroso, es decir, dulce, apacible, sin inquietud ni turbación, a
causa del amor y de la confianza que siempre le acompañan.»
«Para un alma que ama a Dios, nada hay más doloroso que el temor de
ofenderle, nada más terrible que tener el espíritu lleno de malos pensamientos
y sentir su corazón arrastrado, en cierto modo a su pesar, por la violencia de
las tentaciones. Más, ¿no habéis meditado jamás sobre los textos de las
Sagradas Escrituras, en que el divino Espíritu nos da a entender la necesidad
de las tentaciones, y los preciosos frutos que ellas producen en las almas que
no se dejan abatir? ¿No sabéis que son comparadas al horno donde la arcilla adquiere
su consistencia y el oro su brillo; que nos son presentadas como motivo de
alegría, señal de amistad con Dios, y enseñanza indispensable para adquirir la
ciencia de Dios? Si recordarais estas verdades consoladoras, ¿cómo pudierais
dejaros abatir de la tristeza? Cierto que las tentaciones nunca vienen de Dios,
mas, ¿no es El quien siempre las permite para nuestro bien? ¿Y no es preciso adorar
sus santas permisiones en todo, a excepción del pecado que detesta, y que
nosotros hemos de detestar con Él? Guardaos, pues, bien de dejaros turbar e
inquietar por las tentaciones: esta turbación se ha de temer más que las mismas
tentaciones. »
Es cierto que hemos de desconfiar de nuestra debilidad, y tomar todas
las precauciones prescritas para evitar las tentaciones, pero sería una ilusión
temerla con exceso.
«Avergonzaos de vuestra cobardía, y al encontraros frente a una
contradicción o humillación, decías que ha llegado el momento de probar a Dios
la sinceridad de vuestro amor.