13. PAZ, TEMORES Y ESCRÚPULOS
Artículo 1º.-La paz del alma es un bien soberanamente deseable, no tan
sólo por la dulzura que consigo lleva, sino más aún por la fuerza que nos
comunica y por las condiciones ventajosas en que nos coloca. Es casi
indispensable al que desea vivir vida interior; y el Señor por otra parte se
hace llamar en nuestros Libros Santos, «El Dios de la Paz». Nuestro dulce
Salvador apenas nacido, hace cantar por boca de sus ángeles: «Gloria a Dios en
las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Cuantas veces
se presenta a sus discípulos después de resucitado, les dirige este afectuoso
saludo: «La paz sea con vosotros». Otro tanto hacen sus Apóstoles al principio
de sus Epístolas, y el Espíritu Santo a su vez nos invita a «buscar la paz y
seguirla».
Hay, empero, paz verdadera y paz falsa. La verdadera paz es la
tranquilidad del orden. Para conseguirla es, pues, preciso poner orden en
nuestros pensamientos, en nuestros afectos, deseos, en nuestras acciones y en
nuestros sufrimientos; es decir, conviene que nuestra voluntad esté siempre
sometida a la de Dios por la obediencia y la resignación, de otra suerte, habrá
el desorden, y, «resistiendo a Dios, no se tendrá la paz», por lo menos la paz
verdadera.
La falsa paz es la tranquilidad en la tibieza o el pecado. El Señor lo
ha dicho: «No tienen paz -verdadera- los impíos» Es gracia inestimable la que
Dios hace a los pecadores atormentándoles por los remordimientos hasta que
despierten de su letargo; pues si permanecen tranquilos en el pecado, sería
para ellos el peor de los infortunios. Con la debida proporción, otro tanto se
ha de decir del alma tibia, que no puede gustar de la paz verdadera y profunda;
su voluntad no es enteramente buena, un tropel de pasiones la zarandean en
opuestos sentidos. Si acaso llega a tranquilizarse en su triste estado, es una
señal que debe alarmamos, pues proviene de que el espíritu se ciega, el corazón
se endurece y se adormece la conciencia.
La verdadera paz es, pues, «para los hombres de buena voluntad», y ha
de tener diferentes grados como la misma buena voluntad. La mayor parte de los
cristianos que observan la ley divina y se someten a la Providencia, hácenlo
sólo imperfectamente, y más bien por el temor de perderse o por el deseo de
salvarse; los tales, esclavos son o mercenarios, no hijos ni amigos de Dios. No
hay que esperar, pues, que encuentren la paz completa prometida a los que aman
la ley de Dios. Más aún dice el P. Grou: «La paz de las almas devotas, pero no
abandonadas por completo a Dios, es muy endeble y vacilante, y se ve a menudo
turbada por los escrúpulos de conciencia, ya por el terror de los juicios de
Dios, o también por los diversos accidentes de la vida.
¿Cuándo, pues, arraigará en un alma la paz íntima y sólida, y, por así
decirlo, inalterable? Tan pronto como se entregue totalmente a Dios.»
No bien ha tomado tal resolución, cuando la pacificación comienza, se
desenvuelve y se afianza a medida que el alma se desprende de todas las cosas,
y se adhiere a la voluntad sola de Dios. Sufría, porque el amor divino la
atraía hacia el deber, y el amor propio hacia los placeres de los sentidos o
las satisfacciones del espíritu; era la lucha entre la gracia y la naturaleza.
Ahora que desprecia su propia voluntad y no busca sino la de Dios, el desorden
ha cesado, el orden queda establecido. Desde este momento, la inquietud, la
turbación, la agitación se calman y dan lugar a la tranquilidad, y aun al
verdadero bienestar. Y cuando el alma hubiere llegado a aquella completa
libertad de espíritu que San Francisco de Sales recomendaba a Santa Juana de
Chantal, y no se aficione ni al bien, ni a las consolaciones, ni a los
ejercicios espirituales, sino sólo a la voluntad de Dios para que El reine en
nosotros, la paz del alma será, por decirlo así, inalterable.
Es la primera recompensa de nuestros trabajos, es fuerza que nos
sostiene en la prueba, es señal de adelantamiento.
Cuando ella llega a ser más íntima, firme, inaccesible a todo lo que
suele turbarnos, más claro aparece que hemos hecho sólidos progresos en la
virtud, desprendiéndonos de todas las cosas, uniéndonos más estrechamente a la
voluntad de Dios; de suerte, que la plenitud de la paz y la de la perfección
caminan a la par y son inseparables, salvo una especial permisión de la
Providencia. Este efecto se produce por la fuerza misma de las cosas, y
subsistirá por consiguiente aun en medio de las pruebas.
Pero además, cuando a Dios le agrada y como Él lo quiere, derrama en
el alma paz sobreabundante y más saboreada, paz que hasta entonces no se había
gustado, paz que la llena de un bienestar inefable y que inspira un profundo
desprecio por las cosas de acá abajo. - Por el contrario, aun cuando el alma se
mantenga completamente fiel puede Dios, si tal es su beneplácito, quitarle esta
sobreabundancia del bienestar interior, retirarle la impresión de la paz que de
ordinario acompaña a la virtud, dejándole tan sólo una paz árida, sin
sentimiento alguno. Libre es también, si así lo quiere, para dar poder a
nuestro enemigo que tratará de lanzarnos en la inquietud, la turbación y la
agitación. ¿Qué haremos entonces? Adherirnos más y más a la voluntad de Dios, y
abandonarnos confiadamente en los brazos de nuestro Padre que está en los
cielos; pues nada hace, nada permite, sino para el mayor bien de nuestra alma,
y mientras nosotros permanezcamos unidos por la fe, la confianza y el amor a
esa voluntad divina, nada hay en el mundo capaz de dañarnos.
Habrá, pues, dos especies de paz: la una sensible, dulce y agradable,
que no depende de nosotros, ni es por otra parte necesaria, y hasta ofrece
secreto pábulo al amor propio. Hay otra casi insensible que reside en lo más
intimo del alma, en la parte delicada del espíritu. Por lo regular es árida y
sin gusto, pudiéndose tener aun en medio de las más dolorosas tribulaciones.
Esta paz puramente espiritual está menos sujeta a las pretensiones del amor
propio, y deja el campo más libre a la acción de la gracia. En ella es donde
Dios habita como en su propio ambiente, a fin de obrar en lo íntimo del corazón
cosas maravillosas, pero muy secretas y casi insensibles, que apenas se conocen
sino por los efectos; es decir, cuando, bajo la bienhechora influencia de esta
paz, siéntese el alma con fuerzas para permanecer firme en medio de las
persistentes arideces, en las tentaciones, violentas sacudidas y las
aflicciones más imprevistas. Si halláis en vos mismo esta paz árida, esta
tranquilidad a pesar de las pruebas, motivo tenéis para bendecir a Dios; es
suficiente para conservaros en el deber, y basta ella sola para nuestro
adelantamiento espiritual; conservadla, pues, como un don precioso. A medida
que vaya creciendo poco a poco, terminará por constituir un día vuestro más
dulce encanto; mas es preciso que le hayan precedido los combates y las
victorias.
Si Dios permite que el demonio y la naturaleza nos molesten con sus
tentaciones, que la prueba y las dificultades surjan de todas partes, obremos
lo mejor que podamos y sin perder la paz. Los pensamientos y sentimientos que
turban, que debilitan y descorazonan a un alma generosa, no vienen de Dios, sino
que es el demonio que se propone robarnos la calma y la fuerza de que
necesitamos para vencer. No caigamos en el defecto de considerar la adversidad,
ni aun la rebelión de las pasiones, como signo del alejamiento de Dios.
Mientras nuestra voluntad le permanezca fiel, Él está cerca de
nosotros y amorosamente ocupado en curarnos y hacernos mejores; a la vez que
nos despega y nos humilla, nos sostiene con su fuerza invisible, y nos ayudará
hasta el fin si nosotros queremos orar y luchar. Quien hubiere comprendido bien
las ventajas de estos sufrimientos y de estos combates, lejos de afligirse por
ellos, no cesaría de dar gracias. «No es posible gustar las consolaciones de
los hijos de Dios, sino después de haber sufrido sus rudas pruebas. La paz sólo
se alcanza por medio de la guerra, y no se disfruta sino después de la
victoria.»
Necesitamos, pues, vencemos. En medio de las tentaciones, según la
comparación de Santa Teresa, las pasiones sobreexcitadas son como animales
inmundos, reptiles venenosos que se agitan en las entradas del castillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario