CARDENAL BILLOT
Un obstinado
fervor tomista
En ese año, que sería el de su sacerdocio, Marcel
Lefebvre trabajó sin descanso para obtener su licenciatura en teología. Las
clases de la Gregoriana le ofrecían los tratados de Dios, de la creación y de
la gracia con el Padre Lennerz, y el Antiguo y Nuevo Testamento completados por
el griego bíblico. Pasó el examen de licenciatura o polytatus el 22 de junio de
1929.
En el Seminario, sus compañeros admiraban su gusto
por el estudio: «Tenía una inteligencia profunda -decía jéróme Criqui-era
aplicado y trabajador. Por la noche teníamos un recreo facultativo, pero él
prefería trabajar en su habitación". «Siempre estaba dispuesto a hacer
favores en los momentos más difíciles de nuestros estudios -recordaba otro
compañero suyo-; tenía una inteligencia de alto nivel teológico y filosófico».
Sin embargo -decía un compañero perspicaz-, «no tengo la impresión de que fuese
un intelectual; estaba mucho más hecho para la acción»!". Sin ignorar la
hermosa disciplina mental de la disputatio escolástica en la que se había
ejercitado, Marcel prefería, como el Padre Le Floch, dominar los principios
fundamentales de la teología y meditar los aforismos de su querido Santo Tomás,
para alimentar su vida espiritual y formar su celo apostólico.
En las «repeticiones» (o clases de apoyo) semanales
de teología, contaba un compañero, el hábil dogmático, el Padre Larnicol, nos
repetía brevemente y hacía asimilables y a menudo desarrollaba lo que se
enseñaba en la Gregoriana. En esas clases, Marcel participaba muy activa mente.
Durante las discusiones había frecuentemente opiniones divergentes. Entonces
Marcel no aceptaba sino lo que enseñaba Santo Tomás. Llegaba a veces tan lejos
que sus compañeros de teología le decían que era «el dogmático petrificado». Le
quedó ese nombre, del que él se sentía muy orgulloso. Permanecía fiel a Santo
Tomás a fondo.
El calificativo se transformaba a veces en «la sana
doctrina petrificada», Por supuesto que
la suya no era una doctrina petrificada, en el sentido de que era inmediatamente
para él una sabiduría de vida cristiana o apostólica; pero es cierto que a
Marcel Lefebvre le gustaba asentarse en posturas seguras y probadas, y
mantenerlas con tenacidad.
Había tras esa actitud la pizca de malicia de un
espíritu superior y finamente irónico, y un rasgo de su carácter del que varios
de sus compañeros han dado testimonio retrospectivamente: «Ya en el seminario
nos parecía testarudo", decía uno de ellos. Otro declaraba:
Admirable y temible, así nos parece después de
tantos años la figura del seminarista Marcel Lefebvre. Admirable por su esmero
por la Verdad, tal como se le manifestaba según Santo Tomás de Aquino. Y
temible: ¡qué importaba la opinión de los que no compartían su punto de vista!
Su fe desafiaba a los aficionados a las sutilezas teológicas. No, no era un
temperamento «conciliador». El Señor lo había hecho «así».
Sí, «así» era Marcel Lefebvre. Pero su entusiasmo
tomista tenía una raíz mucho más profunda. En Santo Tomás encontraba lo que no
descubriría nunca en los manuales: «Todos se inspiran en Santo Tomás
-explicaría luego- pero les falta el espíritu, el Espíritu Santo que sopla en
Santo Tomás. Con todo, Santo Tomás es bastante árido para leer. A pesar de eso,
suele haber una o dos frases bien acuñadas que resumen el aspecto espiritual de
la doctrina enseñada y te abren horizontes extraordinarios".
Como Pío XI, el seminarista Marcel «veía realizada
en el Doctor angélico, en un grado excepcional, esa unión de la doctrina y de
la piedad, de la ciencia y de la virtud, de la verdad y de la caridad»,
tan recomendada en Santa Chiara; y admiraba como el
Papa, en su querido Doctor, «lo que San Pablo denominaba "palabra de
sabiduría, y esa alianza de las dos sabidurías, la adquirida y la infusa, que
siempre van armoniosamente acompañadas de la humildad, el culto de la oración y
el amor de Dios»,
El sacerdote,
religioso de Dios Padre
El culto de la oración, eso es lo que Marcel
Lefebvre comprendía bien al oír las conferencias espirituales del Padre Frey.
Ese alsaciano obeso, con el pelo corto y tieso como un cepillo, lleno de
energía, permaneció en Santa Chiara desde 1906 hasta su muerte en 1939 sin
interrupción. Fue el brazo derecho del Padre Le Floch, y sucedió al Padre
Berthet en 1933. Desde 1925 fue secretario de la Pontificia Comisión Bíblica,
donde debía a veces condenar tendencias erróneas.
Sus conferencias espirituales trataban de la virtud
de religión según Santo Tomás: la religión -decía-, no es un gusto que le damos
a Dios ni un favor que le hacemos, sino un deber de estricta justicia; por el
hecho de que se lo debemos todo a Dios, debemos referido todo a Él.
La criatura espiritual -afirmaba- es religiosa por
definición, si no está depravada. ¿Puede imaginarse un sacerdote que no tuviese
ese espíritu de religión, de continua presencia de Dios, de adoración
interior?, Marcel Lefebvre quedaría impregnado de ese espíritu y lleno de
religión. Amaba los gestos litúrgicos que expresaban la adoración interior
hacia Dios, así como el respeto de quienes participan de su autoridad o son,
por la gracia, templos del Espíritu Santo. Aprendía que la civilización
cristiana es la civilización del respeto. Su religión estaba centrada en
Nuestro Señor Jesucristo y en su «gran oración», que es el Santo Sacrificio de
la Misa.
La mejor escuela práctica de la virtud de religión
fue para él la del Padre Joseph Haegy, prefecto de ceremonias en el Seminario.
Ese hombrecito de marcado acento alsaciano, de pequeño pero rápido paso y
acostumbrado a mover las manos con movimientos bruscos y simétricos cuando
tenía que hacer alguna observación, imponía frecuentes ensayos que él mismo
presidía, ayudado de sus maestros de ceremonias, uno de los cuales era Marcel.
Exigía puntualidad y exactitud en los detalles: «La
piedad de un sacerdote -decía- no se mide por la larga pausa de sus mementos,
sino por su grado de obediencia a las rúbricas». “A través de su esmero
por la perfección -escribía el seminarista Lefebvre en el año 1931-,
percibíamos su profunda fe en la presencia del Divino Huésped. Sabía por experiencia
que los ritos tradicionales se ven reemplazados con frecuencia por prácticas
arbitrarias".
Cuando se invitaba al Seminario a ir a la ciudad,
sea para una Misa pontifical, sea para la recepción de un Cardenal, el Padre
elegía a los mejores seminaristas porque «el honor del Seminario estaba en
juego», y se adelantaba con ellos al lugar para ensayar previamente la
ceremonia, con el fin de «no dejar nada al azar».
Marcel fue ceremoniero mayor de 1927 a 1930,
teniendo entre sus predecesores a Alfred Ancel y Lucien Lebrun, futuros
Obispos.
Fue el último ceremoniero mayor del Padre Haegy,
cuya salud declinaba y se apoyaba cada vez más en el seminarista Lefebvre.
«Tenía que ir a darle cuenta -decía este último- después de cada ceremonia, si
todo había salido bien, si el celebrante no había "metido la pata. Nos
hacía reír» con sus originalidades; pero, a fin de cuentas, inculcaba
excelentes principios a sus alumnos, sobre todo el de conocer las rúbricas con
el fin de eclipsarse ante el ordenamiento de la Iglesia, para que el sacerdote
no pusiera nada de sí mismo, sino que dejara que se expresara la acción de
Cristo y de la Iglesia, Las fichas en las cuales el seminarista Marcel resumía
los movimientos de cada uno de los ministros de la Misa solemne o pontifical
son admirables por su precisión; los ensayos tenían el mismo cuidado, y «con
gran dignidad y mucha seguridad desempeñaba las funciones de maestro de
ceremonias», ya en el seminario, ya frecuentemente fuera de él: «Lo hacía a la
perfección”.
Nos gustaba -diría Monseñor Lefebvre en el sermón de
sus bodas de oro sacerdotales- preparar el altar y preparar las ceremonias; y
para nosotros era una gran alegría la víspera de un día en que una gran
ceremonia iba a celebrarse en nuestros altares. Así pues, siendo jóvenes
seminaristas, aprendimos a amar el altar+".
Sus compañeros lo recuerdan como un seminarista «muy
piadoso, de una gran piedad hacia la Virgen», miembro de la Asociación de la
Santísima Virgen que congregaba regularmente en la galería a los seminaristas
deseosos «de ayudarse mutuamente a amar y hacer amar a la Santísima
Virgen". Por otra parte, «con el primer sacristán (Louis Ferrand) el
seminarista Lefebvre formaba un dúo que gozaba de toda la confianza de la
autoridad-+".
Era muy edificante -contaba la madre Marie
Christiane- ver que nunca hubo (hecho único) discusiones entre el maestro de
ceremonias y el sacristán mientras trabajaron juntos".
El Papa, la
romanidad y la Ciudad Santa
Esa confianza de la autoridad fue tal que Marcel
Lefebvre pudo permitirse ir a visitar al Cardenal Billot en su humilde retiro.
Se sabe que el Cardenal, lamentando no haber podido
evitar que Pío XI condenase la Acción Francesa, había renunciado finalmente a
la púrpura romana en septiembre de 1927. La obediencia había confinado al
«Padre Billot» en el Noviciado de Galloro, a orillas del lago Nemi, en el campo
romano. Marcel «sintió una gran alegría» por esta visita, decía Aloís Amrein
que lo acompañó". Rendir homenaje a un hombre de Iglesia sin miedo y sin
reproche y darle una alegría al exiliado, eso es lo que quería Marcel; pero su
compañero sabía bien «que estimaba a Pío XI y lo veneraba».
Monseñor Lefebvre manifestará ante sus seminaristas
de Écone su veneración por el Papa Pío XI:
Cada año teníamos la alegría, nosotros los del
Seminario Francés, de ser recibidos por el Santo Padre. Nos dirigía una pequeña
alocución. Reverenciábamos al Santo Padre. [...] ¡Bien sabe Dios cuánto
habíamos aprendido a amar al Papa, al Vicario de Cristo!
En la audiencia del 3 de diciembre de 1927 Pío XI,
antiguo estudiante romano, había confiado a los seminaristas que él mismo
consideraba «como una de las mayores gracias de Dios haber podido respirar,
durante algún tiempo, esa atmósfera llena de fe y de espíritu católico, esa
romanidad que es el alma de la misma fe católica».
En esa fuente de la romanidad bebió Marcel Lefebvre
abundantemente y para toda su vida. «En Roma -diría más adelante- se tenía la
convicción de estar en una escuela de la fe: las estaciones de cuaresma, los
santuarios de los apóstoles y de mártires». Le gustaba ir a San Marcelo,
iglesia de su Santo patrono, para esperar el crucifijo milagroso que se sacaba
en procesión con gran concurso de gente; atendían la iglesia los servitas,
enteramente dedicados al culto de la cruz y de la Compasión de Nuestra Señora,
doble devoción que se le hizo muy querida". Estaban también las audiencias
del Papa y las ceremonias de canonización en San Pedro.
Tuve la alegría -decía- de asistir a la canonización
de Santa Teresita del Niño Jesús y del Santo Cura de Ars. Fueron ceremonias
magníficas. Nos sentíamos transportados. Quien, de paso por Roma, no hubiese
aumentado la vivacidad y el fervor de su fe católica, no habría comprendido
nada de la Ciudad de Roma.
MONS. LEFEBVRE SEMINARISTA
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