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jueves, 17 de febrero de 2022

Santifiquémonos en la verdad. LEALTAD Y FIDELIDAD

 

                                                                            EL HIJO PRODIGO


PARA acabar de tratar el tema que nos propusimos, — cómo la verdadera santidad debe basarse sobre la probidad natural, — réstanos tan sólo decir, una palabra sobre la lealtad y la fidelidad. Ser leales y fieles es también una ma­nera, y quizá la más importante, de ha­cer la verdad.

Como vimos en los artículos anteriores, (1) la veracidad nos hace decir la verdad; la rectitud, hacer la verdad en nuestra conducta general. La lealtad nos hace también hacer la verdad, pero no precisamente en nuestra conducta ge­neral, como la rectitud, sino en el campo especial de los compromisos que ligan a los hombres entre sí, ya sean compromisos propiamente dichos, que obligan por justicia, como contratos, deudas, etc.; ya sean simples promesas que sólo obli­gan por fidelidad; ya en materia de afectos, especial­mente tratándose de amistad.

La fidelidad agrega a la idea de lealtad la persistencia, es decir, la fidelidad es una lealtad no transitoria u ocasional sino permanente, habitual, definitiva.

No nos detendremos a ponderar qué necesaria es la fidelidad en cumplir nuestros compromisos forma­les, en respetar nuestra palabra de honor empeñada, en pagar las deudas, salarios, etc., a su debido tiem­po. Todo esto es demasiado claro y así lo piden de consuno los deberes sociales y la misma dignidad personal.

Pero queremos fijarnos en un punto especial que, por más descuidado, merece que sobre él hagamos algunas reflexiones: es la puntualidad o exactitud.

La puntualidad es la cortesía de los reyes, ha dicho alguien. Y la impuntualidad, — no la ocasional e in voluntaria, sino la voluntaria y habitual, — es la falta de urbanidad que más revela el desorden o la fatuidad.

La causa de la impuntualidad es múltiple:

Unos son impuntuales como por naturaleza. De ellos se ha dicho con gracia que vinieron al mundo con una hora de retraso, y toda su vida andan corriendo para atrapar esa hora, sin conseguirlo jamás.

Otros lo son por despreocupación, descuido, desfachatez; piensan con cierto cinismo que no vale la pena apresurarse para llegar a tiempo a una cita, puesto que los que se apresuran y son puntuales se ven obligados a esperar a los que llegan retrasados…

Otros lo son por falta de espíritu de orden. La impuntualidad no es otra cosa que el desorden en el tiempo, causado por el desorden general en el que viven. De manera que una persona impuntual es ordinariamente desordenada en la disposición general de su vida, y la experiencia lo demuestra de sobra.

Darnos el lujo de hacernos esperar sin motivo justo y aun cuando no se trate de superiores, es una falta de consideración a los demás muy bochornosa.

Tiene también cierta razón de injusticia, porque es un robo, y un robo de esa cosa tan preciosa como es el tiempo. El impuntual hace perder el tiempo a los que son exactos, y perder el tiempo es perder la vida.

Por el contrario, un hombre puntual. Que tiene una hora para cada ocupación y una ocupación para cada hora, es el hace dar mayor rendimiento a su vida, el que tiene tiempo para todo, el que lo utiliza mejor que nadie.

Tal es entre otras muchas una de las ventajas de la vida religiosa, que no puede concebirse sin la puntualidad, la exactitud, la regularidad.

Así pues, si queremos respetar a los demás, y sobre todo, si no queremos perder el tiempo miserablemente, pongamos orden en nuestra vida, empezando por ordenar nuestro tiempo por medio de la puntualidad y la exactitud.

Pero quien habla de fidelidad no puede dejar de pensar en el amor, en la amistad.

Después de la sinceridad, es lo que mas buscamos en el amor, ¿Me amas de veras? - es la primera pregunta que hace un corazón que ama- ¿Me amaras siempre? - es la pregunta que viene necesariamente en seguida.

Porque el amor es la vida; y así como no es vida verdadera la que se acaba: la verdadera vida ha de ser inmortal; así no es el amor de buena ley el que se muere; el amor debe ser fiel si no quiere ser ironía y mentira.

¿Qué vale el amor si solo a de ser un acto pasajero, como relámpago en la noche oscura? Por eso nada buscamos tanto en el amor como la fidelidad. En la amistad, sobre todo.

Todo corazón que se levanta sobre la triste vulgaridad; todo corazón noble, todo corazón que vibra, siente la necesidad de encontrar otro corazón que lo comprenda y pueda desahogarse la plenitud que lo desborda- dolores y alegrías, tristezas y esperanzas, ilusiones y desengaños: tiene la necesidad de un corazón amigo.

Peo ¿Qué es un amigo desleal, un amigo que traiciona? ¿Qué vale un amigo infiel? Ninguna ingratitud desgarra mas hondamente que la traición. Y traición es toda infidelidad en un amigo.

Las amistades sinceras son raras. Pero entre las amistades, rarísimas son las fieles. Diré más; el pobre corazón humano es tan débil, tan limitado, que tarde o temprano se cansa… abandonado a sus propias fuerzas no sabe ser fiel con esa fidelidad que va más allá del sepulcro.

Esa fidelidad es flor del cristianismo y fruto de la gracia y fruto de la gracia y de la virtud. El amor de Cristo, lejos de destruir los afectos legítimos naturales, los enaltece, los purifica y les infunde esa estabilidad, esa fidelidad que ignora la flaqueza humana.

¿Quién haya vivido bastantes años no ha experimentado esta amarga verdad? Amigos de nuestra infancia, amigos de nuestra juventud, cuando el corazón virgen de todo desengaño, se abría espontáneamente al amor, ¿Dónde estáis? Amigos de los días prósperos, cuando llego la hora de la humillación, cuando la desgracia nos abatió, cuando los hombres nos volvieron las espaldas, amigos de los mejores días, ¿Dónde estáis? 

El corazón del gran Lacordaire, modelo preclaro de la amistad cristiana y de su panegirista más excelso, experimento en los últimos días de su vida este punzante desengaño.

En el gran parque de Sorenze, viendo quizá caer las hojas secas de los árboles en la tristeza esplendida del otoño, escribía melancólicamente: “La amistad es para mí un árbol envejecido del cual no quedan sino algunas hojas de otoño. ¿Hasta esas veré caer algún día…?

Muy conocido es el caso del celebre P. Didon, más grande en el destierro y en la prueba que en los triunfos de sus conferencias en la Trinidad de Paris.

Acusado y perseguido por los buenos, la mas dura de las persecuciones, fue retirado por sus superiores de todo ministerio y recluido en el convento solitario de Corbara, en la isla de Córcega. Los amigos que lo habían animado y sostenido en las horas de prosperidad lo dejaron hundirse en el descredito sin que se levantara su voz para defenderlo o justificarlo. Sufriendo este rudo golpe, escribía desde su destierro esta pagina magnifica donde palpita la nobleza de su alma y la amargura de su dolor: “Dios me ha hecho la gracia de no guardar en mi alma, en estos días de destierro, el menor resentimiento”.

Es preciso no pedir a los hombres mas de lo que no pueden dar. Diré más: es necesario no esperar nada y darlo todo.

Cuando son buenos y abnegados, se les bendice; cuando son hostiles e indiferentes, se les bendice también… Cristo nos ha enseñado esas grandes virtudes: no tenemos mas que seguir sus huellas.

Un amigo… un amigo… ¿sabes lo que es? Es un ser que no duda jamás de ti, porque la más grande injuria que puede hacerse a un hombre, es dudar de él.

Un amigo es un ser que no te exige nada y que esta dispuesto a darlo todo.

Un amigo es un terranova que se arroja al agua para salvarte.

Un amigo es un perro fiel que salta al cuello de los que te atacan.

Un amigo es un ser clarividente que tiene el valor de decirte: ¡Obraste mal!

Un amigo es un corazón magnánimo que olvida y perdona.

Un amigo es un ser que se compromete para servirte.

Un amigo es una perla que en el fondo de los mares… ¡Amigos verdaderos! ¿Dónde estáis?... ¡Yo, yo conozco uno! Y podría decir, y lo digo, ¡Ese amigo me basta! ¡Oh Cristo amado! ¡Tú, tú no traicionas! ¡Tú eres severo y dulce; Tú eres bueno a lo infinito; Tú corriges y salvas, Tú, tú no eres, Tú no guardas resentimientos; Tú eres mas grande que nosotros, pobres y miserables seres de un día que soñamos en la eternidad y que… ¡no sabemos amar! ¡Creemos que nuestras pasiones terrestres son amor, y que nuestro amor egoísta es el amor sin fondo ni riberas que solo podemos encontrar en Ti!”

Ya antes lo había dicho magistralmente la Imitación de Cristo:

“Sin amigo no puedes vivir mucho: y si no fuere Jesús tu especialísimo amigo, estarás muy triste y desconsolado. Pues locamente lo haces si en otro alguno confías y te alegras…”

Solo a Jesús se debe amar singularísimamente, porque solo Él es fidelísimo sobre todos los amigos… Nunca ambiciones ser amado singularmente de nadie… porque tal amor solo a Dios es debido, que no tiene igual”.

No debemos, sin embargo, llegar al pesimismo de no creer en manera alguna en la amistad humana. Sobrenaturalizada por la gracia puede llegar a tener una estabilidad que, si no es comparable con la del Corazón de Cristo, participa sin embargo de ella.

El mismo Lacordare decía: “Me sería tan difícil ser incrédulo en amistad, como serlo en religión, y creo en la adhesión de los hombres como en la bondad de Dios. El hombre engaña y Dios no engaña jamás, y en esto se diferencian; pero el hombre no engaña siempre y en eso se asemeja a Dios. Criatura débil y falible, su amistad tanto mas vale cuanto la lleva en un vaso frágil y quebradizo. Ama sinceramente en espíritu sujeto al egoísmo, ama castamente en una carne corrompida, ama eternamente en un día que declina y muere…” ¡Que gran verdad Dios mío!

Tengamos caridad para con todos, pero reservemos nuestra amistad para muy pocos escogidos. Mas con esos pocos seamos a toda costa fieles y leales. Tratemos mas bien de dar que de recibir, que en ello hay una dicha más íntima y noble, según la palabra de los Libros Santos: “Beatius es magis dar quam accipere”, seamos indulgentes para disculpar, prontos para olvidar las ofensas, generosos para perdonar siempre.

Y así a pesar de todo, esos efectos santos que tanto endulzan el destierro vienen a morir, que no sea por culpa nuestra, que nos quede el consuelo de haber sido por nuestra parte fieles hasta el fin, y que sobre las ruinas de esas amistades que fueron, florezca todavía la siempre viva de nuestra fidelidad y de nuestro recuerdo…

Pero es imposible hablar de fidelidad sin pensar en nuestro buen Dios que con tan notable insistencia se llama en los Libros Santos: “FIDELIS DEUS” porque sus dones son si arrepentimiento, porque sus promesas son infalibles, porque su misericordia y su amor son eternos.

¿Quien es fiel como Dios?... ¿Quién es el hombre que, en la tortura de los remordimientos, en la amargura desesperante de la caída, en el desamparo de las criaturas, si se vuelve a Dios, no ha saboreado la dulzura inenarrable de la fidelidad de su amor? ¿Cuándo lo hemos buscado sin encontrar luego sus brazos abiertos, olvidando todas nuestras traiciones? ¿Cuándo hemos ido a llorar en su regazo sin que su mano enjugue nuestras lágrimas? ¿Cuándo, si después de caídos y manchados hemos vuelto a Él arrepentidos, no hemos encontrado luego a su amor que nos sale al encuentro, envolviendo nuestra indigencia con el manto regio de su perdón y de su misericordia? ¿Quién es fiel como Dios?...

Fuente Padre J. G. Treviño.

Adaptación. Padre Arturo Vargas Meza.  

 

 

 

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