DAVID Y SAUL
9. LAS PRUEBAS INTERIORES EN GENERAL
Hemos considerado ya los bienes y los males temporales, la esencia
de la vida espiritual y sus modalidades extrínsecas.
«No
hay día -dice San Francisco de Sales- que se parezca enteramente a otro; y así
los hay nebulosos, de lluvia, secos y de viento. Otro tanto sucede en el
hombre: su vida se desliza como el agua, flotando y ondulando en una continua diversidad
de movimientos que, ya le levantan a la esperanza, ya le abaten por el temor,
ya le tuercen a la derecha por los consuelos, ya a la izquierda por la
aflicción; de suerte que nunca se halla en un mismo estado... Quisiéramos no
hallar ninguna dificultad, ninguna contradicción, ninguna pena, sino más bien
consolaciones sin arideces, reposo sin trabajo, paz sin turbación, pero, ¿no es
esto una locura? Pretendemos un imposible, pues solución tan completa sólo se
halla en el paraíso o en el infierno; en el paraíso: el bien, el reposo, la consolación
sin mezcla alguna de mal, de turbación ni de aflicción; en el infierno reina el
mal, la desesperación, la turbación y la inquietud sin mezcla alguna de bien,
de esperanza, de tranquilidad ni de paz. Mas en esta vida perecedera nunca se
halla el bien sin su correspondiente mal, ni reposo sin trabajo, consolación
sin aflicción.»
La
vida interior no puede sustraerse a esta ley general, debiendo, por tanto,
hallarse en ella, y en grande, las vicisitudes y las pruebas, de las que
nuestra miseria puede ser la causa inmediata, o bien la malicia del demonio;
pero Dios es siempre su primera causa. Cuando se originan de nuestro propio
fondo, se explican por la ignorancia del espíritu, la sensibilidad del corazón,
el desarreglo de la imaginación, la perversidad de nuestras inclinaciones, etc.
Mas, ¿no obedece a un designio de Dios que hayamos nacido hijos de Adán, y a su
voluntad que hayamos de soportar estas enfermedades para nuestra santificación?
¿Puede el demonio mismo cosa alguna contra nosotros sin la permisión de Dios?
Cuando Saúl era asediado de tentaciones de envidia y de aversión contra David,
los libros santos nos dicen que «el espíritu maligno, venido del Señor, le
agitaba». Pero, si este espíritu viene de Dios, ¿cómo puede ser malo? Y si es
malo, ¿cómo puede venir de Dios? Es malo, por la depravada voluntad que tiene de
afligir a los hombres para perderlos; es del Señor, porque Dios le ha permitido
que nos aflija, atendiendo a los designios que tiene de salvarnos.
Con
mucha frecuencia es el mismo Señor quien obra y diversifica su acción en
relación con la fuerza y necesidades de las almas y los designios que sobre
ellas tiene. He aquí cómo el venerable Luis de Blosio resume en maravillosos rasgos
«la conducta admirable del Celestial Esposo para con un alma que le está
unida». Al principio, cuando los nudos del contrato apenas están formados, El
la visita, la fortifica, la ilumina, cautiva su corazón haciéndola encontrar
tan sólo la alegría en su servicio, la atrae por la dulzura de sus atractivos, y
de continuo muéstrasele lleno de encantos por retenerla en su presencia; en una
palabra, no le hace gustar sino las delicias y dulzuras en consideración a su
debilidad. Mas, con el tiempo, la retira la leche de la consolación, dándola el
alimento sólido de las aflicciones; ábrela los ojos, y la hace conocer cuánto
habrá de sufrir en adelante. Y ved ahí el cielo y la tierra y el infierno
conjurados todos contra ella. Enemigos por fuera, y tentaciones por dentro;
fuera, tribulaciones y tinieblas, y en el interior del alma sequedades y
desolaciones: todo lo cual contribuye a su martirio. Aquí el Esposo se sustrae a
sus miradas, y si algún tiempo después reaparece, es para volverla a dejar. Ya
la abandona en las sombras y horrores de la muerte, ya la llama a la luz y a la
vida para hacerla gustar la verdad de este oráculo: «El es quien conduce al
sepulcro y saca de él.»
ESAU Y JACOB
¿Por
qué esta conducta de la Providencia? Es porque en nosotros hay dos pueblos. «El
amor divino y el amor propio están en nuestro corazón como Jacob y Esaú en el
seno de Rebeca; y como entre ellos hay marcada antipatía chocan de continuo
entre sí. "Dos naciones hay en tu seno -dijo el Señor a Rebeca-: los dos
pueblos que de ti saldrán estarán divididos, y el uno dominará al otro; el
mayor servirá al menor". Del mismo modo, el alma que tiene dos amores
dentro de su corazón, tiene, por consiguiente, dos grandes pueblos o muchedumbres
de movimientos, afectos y pasiones; y así como los dos hijos de Rebeca le
ocasionaban grandes convulsiones por el encuentro y lucha de sus movimientos,
así los dos amores de nuestra alma causan grandes trabajos a nuestro corazón;
pero aquí es preciso también que el mayor sirva al menor, es decir, que el amor
sensual sirva al amor de Dios.»
El
amor propio se manifiesta por el horror al sufrimiento, por el interés de los
goces, y sobre todo por el orgullo, de donde nace esta guerra intestina de que
se lamentaba el Apóstol; guerra siempre ruda y tenaz, pero más violenta en determinadas
personas, sobre ciertas materias y en determinadas edades, en determinados
tiempos y en determinadas ocasiones. Aun en los espirituales aprovechados queda
un fondo de amor propio oculto, un orgullo refinado y casi imperceptible, de
donde se origina una infinidad de imperfecciones de que apenas tiene
conciencia, vanas complacencias en sí mismo, vanos temores, vanos deseos,
manifestaciones de confianza en el valor personal, sospechas y burlas contra el
prójimo, todo un caos de miserias, debilidades y pequeñas faltas. ¿Cuál será el
remedio? Indudablemente que la mortificación cristiana, a la que hemos de
entregarnos de lleno, y proseguir y perseverar en ella sin tregua ni descanso.
Pero unas veces nos faltará la luz, otras decaerá el ánimo; mas nunca podremos
cantar victoria definitiva sobre ese enemigo casi imperceptible y que forma
parte de nosotros mismos, si Dios por la acción de su Providencia no nos alarga
la mano poderosa de su gracia.
De dos
maneras nos la puede alargar: mediante las dulzuras, o los santos rigores.
Cuando un alma comienza a entregarse a El, cólmala de consuelos sensibles para
atraerla, para alejarla de los placeres terrenales; y así engolosinada, despégase
ella poco a poco de las criaturas y se une a Dios, si bien de manera
defectuosa, pues es vicio general de las almas todavía imperfectas buscar su
satisfacción casi en todo cuanto hacen. Y precisamente las dulzuras constituyen
el plato más delicado tanto para el orgullo como para la gula espiritual.
Por
medio de miras imperceptibles de complacencia, se apropia los dones de Dios, y
uno se siente satisfecho en tal o cual estado; y en lugar de bendecir a la
infinita misericordia, se atribuye a sí el mérito de lo que hace, por lo menos
en el interior de su corazón. Conveniente será, pues, dar el golpe de gracia al
amor propio, que Dios nos someta a los recios golpes de las pruebas interiores,
que aunque dolorosas serán decisivas.
Por
este medio, Dios nos humilla y nos instruye. Celoso de conservar su gloria y de
asegurarla contra estos secretos latrocinios del corazón, nos oculta la mayor
parte de sus gracias y favores. Sólo dos excepciones hemos de poner en esta
regla: primero, los principiantes que tienen necesidad de ser atraídos y
ganados por medio de estos dones sensibles y conocidos; y segundo, los grandes
santos, que a fuerza de haber sido purificados del amor propio con mil pruebas interiores,
pueden reconocer en sí las gracias de Dios sin la menor mirada de propia
complacencia. En general, también oculta a las almas los favores de que las
coima, de modo que no vean ni su humildad, ni su paciencia, ni sus progresos,
ni su amor a Dios. De ahí que algunas veces no puedan menos de llorar por la
presunta ausencia de estas virtudes y su falta de generosidad en el
sufrimiento. Al propio tiempo les descubre este profundo abismo de nativa
corrupción que llevamos en nosotros mismos, y que hasta entonces no habían
podido ni querido sondear; y muéstraselo despacio, no mediante luces gloriosas,
sino a fuerza de dolorosas experiencias. Nada más a propósito para destruir
nuestro amor propio que este cuadro tan aflictivo y humillante. Sentir a cada
instante su debilidad, y verse al borde del precipicio, ¿no es la prueba más
fuerte para llevarnos a la desconfianza de nosotros mismos y a la confianza en
sólo Dios? Si nos es provechoso ser abatidos en presencia de los demás, no menos
lo es vernos anonadados a nuestros propios ojos, y esto será lo que poco a poco
hará morir nuestro orgullo: esta es la razón por la que Dios permite tantas
humillaciones interiores. Es una lección de evidencia deslumbradora, por lo que
la prolonga hasta que quede bien aprendida y no pueda, por decirlo así, ser
jamás olvidada. Sólo resta saber aprovecharse de ella, para establecerse en la
verdadera humildad dulce y tranquila, que arroja fuera de sí la falsa humildad
malhumorada y despechada. El enojo y el despecho en la humillación son otros
tantos actos de orgullo, como en los dolores son otros tantos actos de
impaciencia.
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