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martes, 30 de julio de 2019

AUDI, FILIA, ET VIDE, ETC. SAN JUAN DE LA CRUZ


La desesperación de Judas
El un enemigo y el otro, que solían enseñorearse y herir a las gentes, ahogados quedan en la sangre bendita de Jesucristo, y muertos con su muerte preciosa.
Y en lugar de ellos, sucede sempiterna justicia con que el ánima aquí es justificada, y después sucede vista de Dios, faz a faz en el cielo (por la luz de la gloria), y vida bienaventurada en cuerpo y ánima para siempre.
¿Qué diremos a estas cosas, doncella, sino lo que nos enseña San Pablo diciendo (1 Cor., 15, 57): ¡Gracias a Dios que nos dio victoria por Jesucristo! Al cual adorad, y con corazón amoroso y agradecido decidle: Toda la tierra te adore, y te cante, y diga cantar a tu nombre (Ps. 65, 4).
Y decidlo muchas veces al día, y en especial cuando en el altar es alzado su sacratísimo Cuerpo por manos del sacerdote.
CAPITULO 23
Del grande mal que hace en el ánima la desesperación; y cómo conviene vencer este enemigo con espiritual alegría, y diligencia y fervor en el servicio de Dios.

Es la desesperación y caimiento del corazón tiro tan peligroso de nuestro enemigo, que cuando yo me acuerdo de los muchos daños que por ella han venido a conciencias de muchos, deseo hablar algo más en el remedio de este mal, si por ventura resultare algún provecho.
Acaece así, que hay personas que andan cargadas con muchedumbre de grandes pecados, y ni saben qué es desesperación, ni aun un poco de temor, ni les pasa por pensamiento, sino andan asegurados con una falsa esperanza y presunción loca, ofendiendo a Dios y no temiendo castigo. Y si la misericordia de Dios luce en sus ánimas, y comienzan a ver la grandeza de sus males, siendo razón, que pues piden a Dios misericordia con deseo de enmienda, v reciben el beneficio y consuelo de los Sacramentos, con esto estuviesen esforzados para contra lo pasado, y para lo que en el camino de Dios se les pudiese ofrecer; tienen extremo de demasiado temor, como antes lo tenían de falsa seguridad; no entendiendo que los que a Dios ofenden y no se arrepienten, tienen por qué temer y temblar, aunque todo el mundo les favorezca, pues tienen provocada contra sí la ira del Omnipotente, al cual no hay quien resista; y que los que se humillan a Dios y reciben sus santos Sacramentos y quieren hacer su voluntad, deben tener, como dicen, un ánimo de león, pues les está mandado que con estas prendas confíen que Dios es con ellos. Al cuál, como lo tienen por enemigo de malos, y por haberlo ellos sido, por eso temen, es mucha razón que lo tengan por amigo de buenos, y que por aquella buena voluntad que les ha dado, pueden confiar que lo es de ellos y lo será, acrecentando el bien que Él mismo plantó, y perfeccionando lo que comenzó. Cierto, es así, que en diciendo un hombre de verdad lo que decía David (Ps., 118, 48): Alcé mis manos para obrar tus mandamientos, que yo amé, pone Dios sus ojos y corazón donde el hombre pone sus manos, para favorecer al tal hombre; y como quien es bueno por infinita bondad, acoge debajo su amparo y de su bando al que quiere pelear por su honra, haciendo guerra a sí mismo por dar contentamiento a Dios.
Y aunque es verdad que cuando el hombre comienza a servir a Dios con llamamiento particular suyo, que le incite a—despreciadas todas las cosas—buscar la margarita del Evangelio (Mí., 13, 45) con perfección de vida espiritual, se levantan contra el tal hombre tales asechanzas y guerras de los demonios por sí y por medio de malos hombres, y le ponen en tal aprieto, que al primer paso que se levanta de tierra, y pone el pie en la primera de las quince gradas para subir a la perfección, es constreñido a decir (Ps., 119, 1): Como fuese atribulado, llamé al Señor y me oyó: Señor, libra mi ánima de los labios malos y lengua engañosa. Labios malos son los que abiertamente impiden el bien, y lengua engañosa la que solapadamente quiere engañar. Y algunas veces se ofrecen, o lo parece, tan grandes impedimentos para salir con lo comenzado, que son semejables a aquellos grandes gigantes que decían los hijos de Israel (Núm., 13, 34): Comparados nosotros a ellos, somos como unas pequeñas langostas. Y parecen los muros de la ciudad que hemos de combatir, llegar con su alteza a los cielos, y que la tierra que allí hay traga a sus moradores. Mas con todo esto debéis mirar, y miremos todos con ojos abiertos, cuánto desagradó a Dios el desmayo y desesperación que los hijos de Israel tuvieron con estas cosas ya dichas; pues que los pecados que en el desierto habían hecho, aunque eran muchos y grandes, y uno de ellos fue adorar por Dios al becerro, que parece no poder más crecer la maldad; todo esto les sufrió Dios, y les dio su favor para proseguir la empresa comenzada, y no les sufrió la desconfianza y desesperación que de su misericordia y poder tuvieron, y les juró en su enojo, como dice Santo Rey y Profeta David (Ps. 94. 11) que no entrarían en su holganza, y como lo juró lo cumplió. ¿No os parece que tenemos razón para maldecir este vicio, contrario a la honra de la bondad divinal, la cual es mayor que nuestra maldad, cuanto Dios es mayor que el hombre? Y tened por cierto, que como el camino de la perfecta virtud sea una muy reñida batalla, y con enemigos muy fuertes dentro de nos y fuera de nos, no puede llevar consigo quien comienza esta guerra cosa más perjudicial, que la pusilanimidad de corazón; pues quien ésta tiene, de las sombras suele huir.
Con mucha causa mandaba Dios en tiempos pasados que  cuando su pueblo estuviese en la guerra, antes que comenzasen a pelear, sus sacerdotes esforzasen al pueblo, no con esfuerzos humanos de muchedumbre de gentes y de armas, mas con la sombra del Señor de los ejércitos, en cuya mano está la victoria; el cual suele vencer los altos gigantes con las pequeñas langostas, para gloria de su santo nombre. Y conforme a esto que Dios mandaba, dice aquel valeroso San Pablo a los que quieren entrar en la guerra espiritual (Ephes., 6, 10): Confortaos en el Señor, y en el poder de su fortaleza; para que así confortados peleen las peleas de Dios con alegría y esfuerzo. Como de Judas Macabeo se lee (1 Mac., 3, 2) que peleaba con alegría, y así vencía. Y San Antón, hombre experimentado en las espirituales guerras, solía decir que «la alegría espiritual es admirable y poderoso remedio para vencer a nuestro enemigo». Que cierto es, que el deleite que se toma en la obra, acrecienta fuerzas para la hacer. Y por esto San Pablo nos amonesta (Philip., 4, 4): Gozaos siempre en el Señor. Y de San Francisco se lee que reprendía a los frailes que veía andar tristes y mustios, y les decía: «No debe el que a Dios sirve estar de esta manera, si no es por haber cometido algún pecado. Si tú lo has hecho, confiésate, y torna a tu alegría.» Y de Santo Domingo se lee parecer en su faz una alegre serenidad, que daba testimonio de su alegría interior, la cual suele nacer del amor del Señor, y de la viva esperanza de su misericordia, con la cual pueden llevar a cuestas su cruz, no sólo con paciencia, mas con alegría; como lo hicieron aquellos que les robaron los bienes y quedaron alegres (Hebr., 10, 34). Y la causa fue porque aposentaron en su corazón que tenían mejor hacienda en el cielo; experimentando lo que dijo San Pablo (Rom., 12, 12): Gozosos en la esperanza, y sufridos en la tribulación; porque sin lo primero, mal se puede haber lo segundo.
Mas cuando este vigor y alegría falta, es cosa digna de compasión ver lo que pasan personas que andan en el camino de Dios, llenos de tristeza desaprovechada, aheleados (Aheleados: amargados, llenos de hiel) los corazones, sin gusto en las cosas de Dios, desabridos consigo y con sus prójimos, y con tan poca confianza de la misericordia de Dios, que por poco no tendrían ninguna. Y muchos hay de éstos que no cometen pecados
mortales, o muy raramente; mas dicen, que por no servir a Dios como deben y como desean, y por los pecados veniales que hacen, están de aquella manera; como en la verdad sean tales las cosas que se siguen de aquella pena demasiada, que les daña mucho más lo que de la culpa sucede, que la misma culpa que cometieron. Y lo que pudieran atajar, si prudencia y esfuerzo tuvieran, lo hacen crecer, y que de un mal caigan en otro.
Deben éstos procurar y trabajar de servir a Dios con toda diligencia; mas si se vieren caídos, lloren, mas no desconfíen. Y conociendo ser más flacos de lo que pensaban, humíllense más, y pidan más gracia, y vivan con mayor cautela, tomando avisos de una vez para otra.
Y hacen muchos al revés de esto, que son descuidados y perezosos en servir a Dios, y en cayendo en la culpa no se saben valer, sino dan consigo en el pozo de la desconfianza y de mayor negligencia; como en la verdad la principal causa para evitar la desesperación sea evitar la tibieza y descuido en el servicio de Dios; porque habiendo estas raíces, quiera el hombre, o no, no puede tener aquel vigor de corazón y esfuerzo que de la buena y diligente vida se siguen. Y si éstos considerasen que pasan mayor trabajo con estos sentimientos tristes y desesperados que de la tristeza se siguen, que pasarían en cortar de raíz las malas afecciones y peligrosas ocasiones que los impiden de servir a Dios con fervor, ya que fuesen amigos de huir de trabajos, habían de elegir los que tiene anejos la perfecta virtud, por huir los que se siguen a la falta de ella.



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