«Mas,
en último recurso, después que hayamos llorado sobre
los obstinados y hayamos cumplido para con ellos los deberes de la caridad, a
fin de conseguir, si fuera posible, apartarlos de la perdición, debemos imitar
a Nuestro Señor y a los Apóstoles; es decir, desviar de ellos nuestro espíritu
y volverle a otros objetos, a otras preocupaciones más útiles para la gloria de
Dios. Porque mal podremos entretenemos en llorar demasiado a unos, sin que se
pierda el tiempo propio y necesario para la salvación de los otros. Por lo
demás, es preciso adorar, amar y alabar para siempre la justicia vengadora y punitiva de
nuestro Dios como amamos su misericordia, pues tanto una como otra son hijas de
su bondad. Pues así como por su gracia quiere hacernos buenos, como
bonísimo, o mejor dicho, como infinitamente bueno que El es, así por su
justicia quiere castigar el pecado, porque le odia; pero le odia porque, siendo
soberanamente bueno, detesta el sumo mal que es la iniquidad. Y nota, Teótimo, como
conclusión, que siempre, o punitivo o remunerador, su beneplácito es adorable,
amable y digno de bendición eterna.
»Así
el justo que canta las alabanzas eternas de la misericordia por aquellos que
serán salvos, gozará igualmente cuando vea la justicia..., y los ángeles
custodios, habiendo ejercido su caridad para con los hombres, cuya guarda y custodia
han tenido, quedarán en paz viéndolos obstinados y aun condenados. Necesario
es, pues, reverenciar la divina voluntad, y besar con igual acatamiento y amor
la diestra de su misericordia que la siniestra de su justicia.»
Otras pruebas se hallarán en la dirección de las almas.
Cada
una tiene al menos la misión providencial de hacernos practicar el desasimiento
de los hombres y de las cosas, un celo absolutamente puro y el Santo Abandono.
Por vía de ejemplo, digamos que hay personas que nos proporcionan cumplida
satisfacción y Dios, sin embargo, nos las quita de un modo inesperado;
entonces, lejos de murmurar, besemos la mano que nos hiere. ¿No es misión
nuestra el conducir las almas a Dios...?; ya hemos tenido el dulce consuelo de
verla realizada. Para Él las formamos, y a Él le pertenecen más que a nosotros.
Si Él, pues, estima conveniente privarnos de la alegría que su presencia nos
inspira y de nuestras caras esperanzas, ¿no es justo que la voluntad de Dios se
anteponga a la nuestra, su infinita sabiduría a nuestras miras tan limitadas, y
nuestros intereses eternos a los de la tierra?
Artículo 4º.- Nuestras propias faltas
Hablemos
ahora de nuestras propias faltas.
Ante
todo, pongamos el mayor cuidado en huir del pecado; pero mantengámonos en
apacible resignación a las disposiciones de la Providencia. En efecto, dice San
Francisco de Sales, «Dios odia infinitamente el pecado y, sin embargo, lo permite
sapientísimamente, con el fin de dejar a la criatura racional obrar según la
condición de su naturaleza y hacer más dignos de alabanza a los buenos, cuando
pudiendo violar la ley, no la violan. Adoremos, pues, y bendigamos
esta santa permisión; mas ya que la Providencia que permite el pecado, le
aborrece infinitamente, detestémosle con Ella y odiémosle, deseando con todas
nuestras fuerzas que el pecado permitido (en este sentido) no se cometa jamás,
y como consecuencia de este deseo, empleemos todos los medios que nos sea posible
para impedir el nacimiento, el progreso y el reinado del pecado. Imitemos a
Nuestro Señor que no cesa de exhortar, prometer, amenazar, prohibir, mandar e
inspirar cerca de nosotros para apartar nuestra voluntad del pecado, en tanto que
lo puede hacer sin privarnos de nuestra libertad.» Si perseveramos
constantemente en la oración, la vigilancia y el combate, serán más raras
nuestras faltas a medida que avancemos, menos voluntarias y mejor reparadas, y
nuestra alma se consolidará en una prudencia cada vez mayor. Sin embargo, salvo
una especialísima gracia, como la concedida a la Santísima Virgen, es imposible
en esta vida evitar todo pecado venial, pues hasta los santos mismos
recurrieron a la confesión.
Pero
si aconteciera que cometiésemos algún pecado, «hagamos cuanto de nosotros depende, a fin de
borrarlo.
Aseguró
Nuestro Señor a Carpus: que, si preciso fuere, sufriría de nuevo la muerte para
librar a una sola alma del pecado». Con todo, «sea nuestro arrepentimiento fuerte, sereno,
constante, tranquilo, pero no inquieto, turbulento, ni desalentado».
«Si me
elevo a Dios -decía Santa Teresa del Niño Jesús por la confianza y el amor, no
es por haber sido preservada de pecado mortal. No tengo dificultad en declararlo,
que aunque pesaran sobre mi conciencia todos los pecados y todos los crímenes
que se pueden cometer, nada perdería de mi confianza. Iría con el corazón
transido de dolor a echarme en brazos de mi Salvador, pues sé muy bien que ama
al hijo pródigo, ha escuchado sus palabras a Santa Magdalena, a la mujer
adúltera, a la Samaritana. No, nadie podrá intimidarme, porque sé a qué
atenerme en lo que se refiere a su amor y a su misericordia. Sé que toda esa
multitud de ofensas se abismaría en un abrir y cerrar de ojos como gota de agua
arrojada en ardientes brasas.»
No
imitemos, pues, a las personas para quienes un arrepentimiento tranquilo es una
paradoja. ¿No ha de haber un término medio entre la indiferencia a la que tanto
teme su espíritu de fe, y el despecho, el abatimiento en que los arroja su
impaciencia? Jamás
sabríamos precavernos lo bastante contra la turbación que nuestros pecados nos
causan, lo cual, lejos de ser un remedio, es un nuevo mal. Mas, por nocivas que
las faltas sean en sí mismas, lo son más aún en sus consecuencias cuando
producen la inquietud, el desaliento y a veces la desesperación. Por
el contrario, la paz en el arrepentimiento es muy deseable. «Santa Catalina de
Sena cometía algunas faltas, y afligiéndose por este motivo ante el Señor,
hízola entender que su arrepentimiento sencillo, pronto y vivo y lleno de
confianza, le complacía más de lo que había sido ofendido por las faltas. Todos
los santos han tenido faltas, y a veces los mayores las han tenido
considerables, como David y San Pedro, y jamás quizá hubieran llegado a
santidad tan encumbrada si no hubieran cometido faltas y faltas muy grandes.
Todo concurre al bien de los elegidos -dice San Pablo-; hasta sus pecados
-comenta San Agustín-.»
Existe,
en efecto, el arte de utilizar nuestras faltas, y consiste el gran secreto en
soportar con sincera humildad, no la falta misma, ni la injuria hecha a Dios,
sino la humillación interior, la confusión impuesta a nuestro amor propio; de suerte
que nos abismemos en la humildad confiada y tranquila. ¿No es el orgullo la
principal causa de nuestros desfallecimientos? Poderoso medio para evitar sus
efectos, será aceptar la vergüenza, confesando que se la tiene merecida. Con
sobrada facilidad eludimos las otras humillaciones, persuadiéndonos de que son
injustas, ¿pero cómo no sentir la dura lección de nuestras faltas, siendo así que
ellas ponen de manifiesto tanto nuestra nativa depravación como nuestra
debilidad en el combate? La humillación bien recibida produce la humildad, y la
humildad a su vez, recordándonos sin cesar ya sea el tiempo que hemos de
recuperar, ya las faltas cuyo perdón necesitamos implorar, alimenta la
compunción de corazón, estimula la actividad espiritual y nos torna
misericordiosos para con los demás.