CAPÍTULO I
EL DESASOSIEGO DE AUSTIN PRICE
Guy
Maupin salió apresuradamente de la cárcel del Condado, de Fayette y echó a
andar ligero por Short Street. En unas cuantas zancadas llegó al Cuartel
General de Policía de la ciudad. Empujó la puerta, atravesó el pasillo y, sin
llamar, entró en el despacho del jefe. Austin Price estaba leyendo el Heraldo
de la mañana.
—
¿Muchos elogios para el departamento de detectives, jefe?
La
voluminosa cabeza de Price asomó por encima del periódico. Su expresivo gesto
fue a la vez un saludo y una invitación a tomar asiento.
—Los
periodistas sólo tienen un idioma, Guy. Los elogios de esta mañana son los
mismos de todas las mañanas.
——Bueno.
Después de las censuras que nos han dedicado durante diez días, deben tener la
decencia de darnos una tregua...
— ¿La
decencia?—dijo Austin Price, medio riendo y echándose hacia atrás en su
butaca—. Lo que me gustaría saber es por qué han tomado a la Policía de la
ciudad por una sucursal de la patrulla del Condado y por qué me han escogido como
blanco y no se meten con el Sheriff. Nosotros nos hemos ocupado del caso, y,
realmente, no es de nuestra incumbencia.
—Desde
luego que no. El Club de Campo de Lexington está a más de tres millas de
distancia de la ciudad. A pesar de todo, yo no siento que nos hayamos metido en
el asunto.
—Ni yo
tampoco —replicó el jefe—. Pero ¿por qué los periódicos se meten con nosotros?
—Eso
quisiera yo saber —dijo Maupin, echándose hacia atrás el sombrero—. Lo que más
me intriga de los periódicos es el silencio que guardan sobre la rapidez con
que hemos desenredado la maraña. Fíjese: el domingo 28 de septiembre saltamos
de nuestras camas para encontrar a la conocidísima estrella de golf Marion
Miley, en pijama y tendida en el suelo
de su
habitación en el Club de Campo, con un balazo en la espalda y otro de su
habitación en el Club de Campo, con un balazo en la espalda y otro que la
atravesaba el cerebro. Un poco más allá, su madre, Elsie Ego, malherida con
tres tiros en el vientre, a consecuencia de los cuales murió el miércoles. ¿Y
qué encontramos además de los dos cuerpos? Una alcoba en
desorden,
tres cápsulas de una automática del 32 sobre un colchón y dos botones de
chaqueta de hombre.
—Eso
era todo—murmuró Price.
—Los
elegantes chicos de la Prensa dijeron al mundo que se trataba de un asunto
íntimo. Pero usted fue más elegante, y nos aseguró que era un asunto local, y
me encargó echar las redes. A los dos días justos sabíamos exactamente lo que
queríamos saber. Antes de una semana habíamos dado por teletipo a todos los
Estados la descripción de los asesinos. Si los entremetidos de los periódicos y
los teléfonos nos hubiesen dejado solos, podríamos haber actuado más de prisa
todavía.
—Ellos
nos dieron la pista del automóvil —objetó Price, tranquilamente.
— ¡La
pista! —gruñó Maupin—. Hablamos con un reportero que
había
visto un Buick sedán de dos tonos aparcado en el Club el domingo por la mañana
¡Preciosa y valiosa información que nos desorientó completamente! Nos hubiera
hecho perseguir un Buick verde que los ex presidiarios habían robado en Parrot.
Georgia. No, jefe. La realidad es que usted sólo siguió la pista que la
sustancia gris de su cerebro le aconsejaba seguir, aunque los periódicos
graznaban como si los asesinos nos hubieran pasado sus tarjetas de visita, y nosotros
nos hubiéramos negado a recibirlos.
—Los
periodistas locales se sintieron ultrajados porque yo instituí conferencias de
Prensa con las que trataba de jugar limpio—dijo Price, sin inmutarse.
—Sí. Y
ellos también jugaron limpio con usted, ¿no? Recuerde los titulares: La Policía
local camina a ciegas, y F. B. I. (1) debe ser consultado, etc. Y luego el
silencio absoluto durante dos días.
Una
leve sonrisa se dibujó en el rostro del jefe.
Hubo
algo peor que esos titulares, Guy: el viejo afán de las masas de matar a un
hombre que desconocen...
—Pero
nosotros hicimos que lo conocieran pronto.
—Dios
nos ayudó a hacerlo.
1
Servicio de identificación Criminal.
—Claro
que sí. Pero ello fue sólo una prueba de que Dios ayuda a quienes se ayudan a
sí mismos. Recuerde los hechos. El 28 de septiembre se cometió el crimen. El 1
de octubre no tenía usted en sus manos más que los dos cadáveres. Y el 9 había
capturado al criminal y logrado su confesión...
—No
tanto, Guy, no tanto. El día 9 recibí una llamada de Fort Worth, Texas,
comunicándome haber detenido a un individuo cuyas señas coincidían con la
descripción que les habíamos enviado.
—
¡Venga, venga, jefe!... Dijeron más que eso. Dijeron que habían detenido a dos
hombres en un sedán de dos colores, marca Buick, modelo 1941, con matrícula de
Kentucky. Dijeron que uno de ellos era de Lexington (el hombre que buscábamos:
Tom Penney), y que el otro, Leo Gaddys, también ex presidiario, había estado
trabajando en Louisville recientemente.
Dijeron
que en el fondo del coche habían encontrado un casquillo de pistola automática
de calibre 32 y un par de zapatos femeninos de sport. Esta llamada tenía todo
el valor de una confesión.
—No
hubiera pensado usted lo mismo si llega a venir conmigo a FortWorth—dijo el
jefe, repitiendo la leve sonrisa que iluminara antes sus facciones.
—Nunca
me ha dicho cómo obtuvo la confesión, jefe. ¿Costó trabajo hacer hablar a
Penney?
Price
sacudió la cabeza.
—Hacerle
hablar precisamente, no. Hacerle decir la verdad, ya fue más difícil. Cuando yo
llegué, el sábado 11 de octubre, Tom Penney llevaba dos días y dos noches
hablando y bromeando con los policías y periodistas de Fort Worth, pero sin
decir ni pío. Le habían detenido el día 9 con Leo Gaddys y una mujer. La
muchacha y Gaddys fueron puestos en libertad en seguida. Penney continuaba
detenido para que yo le interrogara. Negó rotundamente su participación en el
crimen del Club de Campo, y dio una explicación detallada de todos sus pasos
desde que salió de Louisville, el 1 de octubre. Claro que lo interesante para
mí era lo que había hecho antes deesa fecha.
Price
se balanceó en su sillón antes de continuar.
—Dormí
tranquilamente aquel sábado, y el domingo, después de oír misa a primera hora,
arreglé una entrevista a solas con Penney. Me lo trajeron al despacho a las
nueve de la mañana. No era el mismo cuando nos despedimos. Para mí, la
identificación de los asesinos de la señorita Miley
era
evidente; pero había comenzado a entrever un misterio mayor.
—
¿Cuál?
— ¿No
recuerda que encomendé a usted y a sus agentes detener a Bob Anderson en cuanto
supimos que era suyo el coche que conducía Penney cuando le arrestaron? Ustedes
le encontraron en El gato y el violín, su Club de noche en Louisville. Anderson
juró que no se había movido de la ciudad
desde
hacía unas semanas. Pero nosotros sabíamos que había estado vagabundeando por
Newport, la ciudad vecina, hace justamente un mes, porque se le había visto por
todas partes conduciendo ese Buick en compañía de un ex presidiario y otras
gentes sospechosas.
—Joe
Hoskins se encargó del asunto..., y encontró a Anderson tan fresco como una
lechuga...
—Es un
hombre al que nunca podremos dominar...
—No lo
hemos intentado. Penney cantó lo mismo que Baxter.
—Sí.
Es posible que cantara. Pero sólo después de haber sometido a Bob Anderson a un
doble interrogatorio he visto claro. Él fue quien dijo a Penney que cogiera su
coche para escaparse e inventó el que se lo habían robado.
—
¡Vaya coartada!
—La
más apropiada. Él la utilizará como último recurso para darnos que hacer.
— ¿Cómo,
si ya tenemos todas las piezas reunidas? Penney confesó ante usted en Texas, y
dijo que el asesino fue Anderson. Aquí, en Lexington, después que usted lo
trajo, declaró que Skeeter Baxter, el guarda del Club de Campo, había tramado
el plan. El mismo día (el viernes último) detuvieron a Baxter. En menos de
cuatro horas había cantado de plano, coincidiendo con lo dicho por Penney. El
sábado, Penney nos indicó dónde estaban escondidas las pistolas; y, en efecto,
encontramos dos automáticas del 32 y el 38. Ayer, en el F. B. I. adquirí el
convencimiento de que los casquillos que nos enviaron y los recogidos en el
Club eran iguales. Si tenemos las pistolas y los pistoleros, no sé cómo
Anderson puede darnos que hacer...
— ¿Les
ha sido verdaderamente útil Penney?
La
pregunta parecía formulada casualmente; pero Maupin conocía a su jefe. Price
era tenido por hombre que sabía escuchar hasta el final, y rara vez interrumpía
a su interlocutor. El jefe de la Identificación había recogido todo cuanto no
se había dicho en los interrogatorios, y se extrañó de la pregunta.
Sacó
su pipa, y mientras la llenaba, dijo, lentamente:
—Yo
estuve con Joe Harrigan desde las ocho de la noche del jueves hasta las siete
de la mañana del viernes. Durante cerca de once horas estuvimos interrogando a
Tom Penney. Gracias a Dios, el hombre se decidió finalmente a decir toda la
verdad, pues de otra manera seguiríamos todavía haciéndole preguntas y
recibiendo sus sonrientes respuestas, llenas del más agudo y cortante sarcasmo
que jamás he oído. Ese muchacho tiene talento,
lengua
suelta y muy pocas simpatías por los representantes de la autoridad.
—Y ¿es
verdad, Guy, que la bala recogida por usted en el piso del Club de Campo era
del 38? ¿Eh?—gruñó Maupin.
—Penney
asegura que la pistola de ese calibre era la suya.
Maupin
no respondió.
—Entonces,
me parece que tratará de basar su defensa en el hecho de que el único disparo
que él hizo no hirió a ninguna de las dos mujeres.
Precisamente,
me enseñó una carta que había escrito a su madre el último lunes por la mañana,
en la que decía: No creas nada de lo que dicen los periódicos. Como de
costumbre, tratan de presentar como convicta a una persona antes que lo esté.
Yo puedo decirte una cosa, madre, que te debe tranquilizar: yo no soy un reo de
asesinato. Y ahora poseo una prueba definitiva de ello.
— ¿Qué
quiere decir Penney con eso?—preguntó Maupin, moviendo la pipa entre sus
dientes.
—Lo
mismo que usted acaba de decirme. Que él disparó su pistola.
Pero
usted ha probado que su bala estaba en el suelo de la alcoba del Club de
Campo...
—Lo
cual no le librará de la silla eléctrica —dijo el detective, cruzando sus
piernas y sonriendo un poco compasivamente—. La ley es terminante. Tom Penney
no ha matado a ninguna de las Miley, pero será declarado cómplice del doble
asesinato, y es bastante. Porque yo pienso proseguir este caso por mi cuenta, y
solicitar el mismo veredicto y la misma sentencia para los tres. Aunque ya
sabrá usted que ellos pretenden tres
procesos
diferentes.
Mientras
el jefe se quitaba las gafas para limpiar sus cristales, Maupin continuó:
—Eso
será una gran ayuda para Jim Park, el fiscal, y para su colaborador, que
supongo será Harry Miller. Podrán utilizar a Penney y a Baxter contra Anderson,
e incluso a Penney contra Baxter, si es que tienen necesidad de ello.
Price
carraspeó un poco ruidosamente, y dijo:
—No
creo que el fiscal salve la vida a Tom como premio a sus declaraciones.
—Y más
vale que no lo haga. La ciudad está muy excitada con el crimen, y serían
capaces de linchar a Penney. Marion Miley no sólo era una chica guapa, sino una
figura popular.
Price
guiñó los ojos. Le divertía el cacareo gutural de Maupin, quien continuó:
—Es de
esperar que no ocurra semejante cosa. Penney está en la cárcel del Condado de
Fayette y la cárcel del Condado de Fayette está en la ciudad de Lexington,
donde, por fortuna, estamos bastante civilizados. Pero, dígame... ¿Qué está
pensando?... No parece usted el mismo... ¿Acaso su mujer?...
—No.
Está perfectamente—replicó Price, tranquilizado por la última pregunta—. La
operación ha sido de poca importancia, y, además, se encuentra en las mejores
manos posibles. Sor María Lorenza es hermana suya, como usted sabe.
El
detective se puso en pie, sorprendido.
— ¿La
monja del Hospital de San José es cuñada suya?... La he conocido, lo mismo que
a otras monjas, cuando fui a ver a la señora Miley.
Me
hizo una profunda impresión.
—A
todo el mundo se la hace. Voy a ir esta tarde a primera hora a ver a mi mujer.
Mi cuñada me llamó hace un rato para decirme que está completamente bien.
—Entonces...
¿Por qué está usted preocupado?
—Por
Tom Penney.
—Ese
sí que está a las puertas de la muerte.
—Quizá
por eso no se me va de la imaginación.
—
¡Oh!... Piense en su hoja de servicios.
—Eso
es exactamente lo que me preocupa.
Maupin
se echó atrás el sombrero, se quitó la pipa de la boca y
extendió
sus manos sobre el borde del buró de su jefe. Inclinándose hacia Price, dijo:
—Nunca
sospeché que fuera usted blando con ningún criminal, jefe.
¿Por
qué le preocupa ese individuo? Es un mal actor. Le hemos tenido diez veces en
nuestras manos, y, por lo menos, cinco de ellas ha cumplido condena en
Frankfort. Es un delincuente habitual. La ciudad, el Estado y la sociedad
ganarán mucho con su eliminación.
La
gran cabeza de Price se hundió en el cuenco de sus dos manos, mientras sus
codos arrugaban el periódico, abandonado sobre la mesa.
—Me
asombra que lo sea—murmuró—. Desde luego, no le viene de herencia. Su padre era
un profesor de inglés. Su madre tiene excelentes cualidades. Desde la muerte de
su marido, alquila habitaciones. No se debe, pues, su mala conducta al ambiente
familiar, ni tampoco a la vecindad o las
malas
compañías. A mi juicio, el único sitio en que pudo adquirir esas inclinaciones
criminales sería nuestro correccional, en donde conoció a Anderson.
—Pero
no durante su primera estancia en él, jefe —objetó Maupin—. Ya, en 1926, Penney
había sido condenado a tres años de correccional por robo, de los cuales sólo
permaneció dos. Cuando conoció a Anderson, en 1934, cumplía otra condena de
veinte años por un asalto a mano armada cometido en 1930, en el que hirió de
arma de fuego a dos dependientes de una tienda de comestibles. Anderson sólo
estaba condenado a cinco años, por haber desvalijado un almacén.
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