“Hermanos:
Creo que los sufrimientos de la presente vida no son comparables con la gloria
que ha de manifestarse en nosotros”. Con estas sentidas palabras comienza el
domingo IV después de Pentecostés, porque el Apóstol de las gentes nos advierte
de manera absoluta acerca de los sufrimientos y la gloria eterna. No lo dice
como aquel que ve de lejos la verdad aseverada en las palabras anteriores sino
como aquel que presencio, por la gracia de Dios, las cosas referentes a la vida
eterna y al volver en si dijo: ¿Qué lengua podrá decir lo que Dios tiene
preparado para aquellos que Él ama?
San
Pablo (cuya fiesta acabamos de celebrar en días pasados) nos hace ver la, con visión
clara, tanto la vida pasajera con sus afanes como la venidera de la cual él vio
con sus propios ojos cuando según sus palabras, “fue arrebatado hasta el tercer
cielo”. Lo dice con tal seguridad para excitar en nosotros el verdadero deseo
de la vida eterna en medio de los padecimientos de la vida presente.
Nos da
una idea, un aliento, un consuelo y una firme esperanza de el premio que nos
espera si, por la gracia de Dios perseveramos en el bien obrar conforme a la doctrina
de nuestro Salvador, pues con ellas alentó a los primeros cristianos de su época
acompañada del ejemplo claro de sus sufrimientos sin cuento que tuvo mientras,
como nosotros, fue viador de esta Iglesia militante.
Si hay
algo en lo cual es probado nuestro espíritu o alma en esta vida pasajera es sin
duda el sufrimiento en sus variadas formas cuya sucesión parecería infinita. Producto
de ellos son los frecuentes desalientos, desánimos, tristezas, desconsuelos y
otras tantas cosas con las que lidiamos todos los días y parecen no tener fin
porque es tan oscuro el camino, solemos decir, que no vemos su fin, cuantas
almas no han perdido la vida eterna por no tener confianza absoluta e infantil
en las palabras del apóstol? Y, lo que es peor, cuantas más se perderán por no
comprender el plan de la salvación eterna dado por el mismo Hijo de Dios hecho
hombre mientras estuvo con nosotros en este mundo? Duele saber esto porque Él derramo
su sangra por todos, pero no todos se salvaran sino muchos. Este es el misterio
divino, del libre albedrio que “trastorno” los planes divinos sobre nuestra salvación,
el pecado original fruto nefasto del libre albedrio. Mas nuestro Señor, en su
sabiduría divina, nos proporciono el antídoto para librarnos de este pecado, permitió
el sufrimiento como justo castigo para unos y como un consuelo para otros que “tomen
su cruz y lo sigan” y, a la vez, una esperanza solida sin la cual nos era difícil
creer que el sufrimiento bien llevado nos alcance tan excelente premio.
Santa
Teresa de Jesús balbucea un poco habla de cielo de esta manera: “Ni los ojos vieron, ni los oídos oyeron, ni en corazón de hombre
cupo lo que preparó DIOS para los que le aman. Tan crecido, dice S. Agustín, es
aquel premio, que ni los ojos ni los oídos, ni el corazón humano, son capaces
de comprender su grandeza; porque todo lo visible es corto, y cuanto se oye de
aquella gloria es poco, y lo que se piensa no iguala con su grandeza.
Tal es y tan soberana, que ni alcanza la imaginación
a representarla como es, ni el entendimiento a conocerla, ni se podrá entender,
hasta que desnudos de este cuerpo mortal tire DIOS la cortina y eleve con la
luz de su gloria' nuestro corto caudal a conocer su grandeza”.
Y San Gregorio hablando
de lo eterno y de lo terreno nos dice: “si consideramos cuántos y cuáles son
los bienes que nos son prometidos en el cielo despreciaremos por viles cuantos
hay en la tierra; porque todo lo terreno comparado con lo celestial y eterno,
por rico, que sea, es nada, y por deleitoso que parezca es carga, no alivio,
nada satisface, nada consuela, todo lo de acá deja el corazón vacío. En tu
gloria, Señor, hay hartura sin fatiga, y gozo sin temor, satisfacción sin
límite, alegría sin tristeza, descanso sin sobresalto, paz con seguridad, salud
sin enfermedad, consuelo sin lágrimas, vida sin muerte, eternidad sin fin, amor
sin dolor, en una palabra: posesión de DIOS, sin perderle jamás, en que se dice
todo”.
Y, por ultimo, Nuestro
Señor Jesucristo dijo a santa Mectildis: “Para que conozcas más mi piedad te
quiero mostrar el menor de mis Bienaventurados. Abrió los ojos la Santa y vio
cerca de sí un varón de inexplicable hermosura, coronado como Rey, y con tal
majestad, que sólo mirarle era de mayor deleite que gozar de cuanto tiene el
mundo”.
Preguntóle Santa Mectildis: ¿quién sois
vos, Señor, y cómo llegasteis a tan soberana felicidad? Yo soy, respondió, el
menor de los Cortesanos del cielo. Cuando viví entre los hombres fui un ladrón,
que me ejercité en robar. Más porque obraba por ignorancia y mal natural
heredado de mis padres, la Majestad de DIOS tuvo piedad de mí, y me dio gracia
y lugar de penitencia.
Rematé en ella mi vida, y después de haber purgado
mis pecados por espacio de 100 años en el Purgatorio, vine a la felicidad que
ves, la cual ni puede tener fin, ni tiene comparación”.
Para darnos una idea del
cielo los que militamos aun en este valle de lágrimas basta con estos tres
ejemplos sobre la vida eterna que es el premio a nuestros sufrimientos en la
tierra si los llevamos con amor según el beneplácito divino, es decir, según su
voluntad y no la nuestra.
San Pablo dice otra gran
verdad que es como la segunda parte: “Con la gloria que ha de manifestarse en
nosotros”. La gloria que
nosotros oímos la podemos deducir del último ejemplo concedido a la santa por
Nuestro Señor Jesucristo con esta alma bienaventurada quien, como se dijo, paso
100 años en el purgatorio: “Abrió los
ojos la Santa y vio cerca de sí un varón de inexplicable hermosura, coronado
como Rey, y con tal majestad, que sólo mirarle era de mayor deleite que gozar
de cuanto tiene el mundo”. Y eso que es el menor en el reino de los cielos, que
será el o la, mejor dicho, mayor en el reino de los cielos nuestra Santísima
Madre la Virgen Maria? En cuyas palabras y esplendor de la gloria se nos
presenta la luz de la gloria junto a lo que conlleva consigo”.
No nos abatamos ni mucho
menos perdamos la esperanza de alcanzar esta felicidad eterna con la moneda de
nuestros sufrimientos aquí en la tierra sino todo lo contrario creamos en la promesa
fiel del Señor de los señores y Rey de reyes.
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