Otro
argumento: Los hombres están obligados a conformarse y obedecer a la ley eterna
de Dios, como en el libro de las Sentencias (dist. 45) largamente se explica:
mas no están obligados a conformarse con su voluntad de beneplácito. Porque,
aunque yo sepa que Dios quiere la muerte de mi padre, me es lícito a mí, y hasta
es honesto, apesadumbrarme por ella. Y viceversa mandó Dios a Abraham
sacrificar a su hijo, a la cual ley aquel Patriarca estaba obligado a obedecer,
y, sin embargo, Dios no tenía voluntad de beneplácito de que aquélla se llevara
a cabo: luego la ley de Dios, que manda o prohíbe, no está en su voluntad, sino
en su entendimiento.
Por
aquí se rechaza la afirmación de la opinión contraria, que dice no ser la
voluntad sierva del entendimiento, sino reina, y el entendimiento el siervo.
Pero es de muy otra manera. Porque el regir es acto del que ilumina y dirige, y
la luz no está en la voluntad (potencia ciega), sino en el entendimiento.
Cierto; la luz no se dice de la voluntad, sino del entendimiento. Así dice David:
Resplandece sobre nosotros la luz de tu rostro, ¡oh Señor! (Psalm. 90). Por
esto Aristóteles (1. Politic. cap. 3) claramente afirma, que el entendimiento
manda al apetito, con cuyo nombre expresa también la voluntad, si bien no con
imperio de señor, como el alma al cuerpo, sino político, como el rey manda a
los ciudadanos.
Así
sabiamente dice Platón (3 de leg.): «No se ha de desear ni procurar que todo
siga a nuestra voluntad, sino que nuestra voluntad siga a la prudencia.» Y
además: «El rey se llama así porque rige, el cual es acto de la prudencia, a
cuya virtud pertenece hacer las leyes: esta es la principal obligación del que
tiene la dirección del reino.» Por esto Cicerón (lib. 1 de leg.), después de
aquella definición de la ley antes citada, a saber: «La ley es la razón apoyada
en la naturaleza», añade: «Por tanto opinan que la prudencia es la ley cuya fuerza
está en que mande obrar bien y prohíba delinquir.
» Y
Aristóteles (10 Ethyc. c. 9) dice: «La ley tiene fuerza para obligar, la cual
es palabra salida de la prudencia y de la mente.»
¿Quién,
pues, podrá dudar ya que la ley es obra de la prudencia, y consiguientemente
del entendimiento, a la cual llaman todos dictamen práctico? Este es el
verdadero sentido de aquello de los Proverbios (Proverbio 8): «Por mí reinan
los reyes, y los que dan leyes mandan cosas justas.» Porque, en lo que dice
reinan, nótase la potestad de los reyes, pues toda potestad proviene de Dios,
como dice el Apóstol (ad Roman. 13).
En lo
que añade y los que dan leyes, entiéndese el uso de la tal potestad. De
consiguiente, por mí, diré, esto es, por la virtud de la prudencia, que de mí
dimana como de fuente, los reyes hacen leyes buenas y usan rectamente de ellas.
* * *
Segunda
conclusión: La ley es una proposición universal, y un dictamen de la razón
práctica, que existe en forma de hábito. Esta conclusión es de Santo Tomás (1.a
2. ae Quaest. 90). Hay que recibirla explicarla de la siguiente manera: En el
entendimiento hay proposiciones aprehensivas, simples unas y otras judicativas la
ley no es simple aprehensión, sin opercepción que, sigue al juicio, no
cualquiera, sino al que se da de las costumbres. A este juicio llaman práctico.
Porque primero, por la primera cualidad de la prudencia, a saber, la eubulia,
se investigan aquellas cosas que convienen; luego, por la sinesis (que es la
segunda cualidad) se aprueban reflexivamente; en tercer lugar, por la voluntad se
eligen, y por fin sigue el mandato de la prudencia, que no es dictamen por modo
deliberativo, sino ciertamente imperativo: hace de hacer o evitar. Porque estas
palabras, si así pueden llamarse, a saber, es conveniente que se haga o que no
se haga, son proposiciones especulativas y todavía no tienen fuerza de ley.
Pero
si expresan en participio futuro ya se toman como dictámenes prácticos. Y si
las dice el Príncipe y se promulgan al pueblo, ya son leyes. Mas se requiere que
se den en forma de hábito, esto es, que sean firmes y permanentes para siempre.
Pues los mandatos temporales, en forma de actos pasajeros, ya que no son universales,
sino dados a una persona singular, acomodados al lugar y al tiempo, haz o no
hagas, no se tienen por leyes, sino por aplicaciones de ellas, como se verá en
el siguiente artículo.
Por
esta conclusión se responde al primer argumento notado al principio de la
cuestión, ya que se afirmó que la ley es proposición en forma de hábito, porque
la ley, aunque se dé por un acto, permanece por el hábito impresa y escrita en
la mente.
De
aquí se sigue la falacia de algunos Neotéricos, los cuales pretenden, contra
Santo Tomás, que no se necesita para obrar precepto alguno del entendimiento, no
advirtiendo que contradicen, no a Santo Tomás, sino a Aristóteles. Argumenta
uno de ellos en sus Mocales (cap. 2. de prudent) de esta manera: Si el mandato es
proposición del entendimiento, o es aprehensiva o resolutiva: la aprehensiva
ciertamente no basta para obrar, y si resolutiva, ella sola basta sin necesitarse
otro mandato. Porque de seguida que uno juzga esto o aquello es bueno hacerlo,
de seguida puede elegir, en la cual elección ya está el mérito, y por
consiguiente de seguida puede obrar, sin necesitar otro impulso imperativo. Por
lo cual, o la elección de la voluntad es impulso imperativo, o no se da otro. Y
añade, no sé por qué, que esta es la opinión común, cuyos defensores, tan
preclaros, no recuerdo haber visto. De dos maneras manifiesta no haber siquiera
consultado a Aristóteles. Primeramente negamos que el mandato sea proposición o
simplemente aprehensiva o indicativa.
Porque
éstas son diferencias de la proposición del modo resolutivo: mas la imperativa
no es judicativa (resolutiva), sino que requiere el juicio. Y con esto se descubre
la otra falacia. El mandato, como claramente enseña Aristóteles, no es el
juicio que precede a la elección, sino el mandato que la sigue. Concedernos por
consiguiente que el juicio, que es acto de la sinesis, basta para la elección,
en la cual puede haber algún mérito; mas la elección no es bastante para la
práctica y la obra, a no ser que la siga el mandato.
De
este argumento saca otro tercero el mismo autor: Si la elección sigue al
mandato del entendimiento, o sigue por necesidad o libremente. No por
necesidad, porque ya no se necesitaría de la virtud de la prudencia para
mandar, lo cual es contra Aristóteles y contra la verdad. Si se sigue
libremente, se deduce que la sola elección de la voluntad no basta para mover
al entendimiento, sino que se requiere además otro acto, el cual acto, ni
Aristóteles, ni Santo Tomás ni ningún otro filósofo puso jamás, sino que todos
afirman que la elección sigue al mandato. Este argumento nos preocupó muy
justamente. (1. a 2. ae Quaest. 17, art. 3.) Pero creo resolverlo fácilmente
respondiendo que el mandato, ni sigue necesariamente a la elección, ni requiere
otro acto anterior en la voluntad más que la misma elección. Pero hay que
notar, que requiriéndose, cuando una potencia ha de ser movida por otra, que
ambas estén bien dispuestas; síguese que, mientras la elección no esté bien
fundada, y el entendimiento por medio de la prudencia bien preparado, de la
elección no resultará el mandato. Luego cuando la elección esté fundada y
apoyada y el entendimiento por la prudencia preparado, seguirá de seguida a la
elección el mandato; de otra manera, o tardíamente, o nunca.
Al
tercer argumento, concediendo que es propio del rey el mover, se concede
también que la voluntad es la motriz del entendimiento y de las demás
potencias. No se sigue, sin embargo, de ahí que ella sea reina y el
entendimiento siervo. Porque la voluntad no mueve como directora y cognoscente,
lo cual se requiere para que sea reina. Pues esto ciertamente suena el mismo
nombre de reina, regina; pero sí mueve empujando y arrimando las potencias a
sus obras. Por esta razón las acciones humanas se llaman voluntarias, esto es,
procedentes de la voluntad. Por ejemplo: Prefijada la intención del fin, a
saber, quiero enriquecerme, la voluntad aplica el entendimiento a investigar medios.
Después de deliberarlos, aquélla elige, y luego por la elección le mueve de
nuevo a mandar, en lo cual consiste el regir. A esto alude el texto de la ley
segunda (digest. de legib.), que Marciano no se avergonzó de tomar de Crisippo
Estoico, donde dice, que la ley es la reina de todas las cosas humanas y
divinas.
Creo
por tanto haber satisfecho a los que afirman que la ley es la voluntad de aquel
que lleva la representación del pueblo, porque (como antes probamos) ninguna
voluntad del Príncipe obliga, si no ha sido impuesta por edicto. Y así debe
entenderse el texto de la ley antes citada de const. pritzcip.: «Lo que agrada
al Príncipe tiene fuerza de ley.» Indicase solamente que ninguna ley existe en
el entendimiento si antes en la voluntad no ha precedido la elección: sin
embargo, ni la voluntad es ley; pero si lo que agrada al Príncipe, primeramente
con el entendimiento y después de viva voz lo manda, aquello será ley. Esto es,
pues, el sentido: Lo que al Príncipe agradó dictar tiene valor de ley: conforme
a esto la misma ley se explica a renglón seguido con estas palabras: Lo que el
Emperador estatuye por carta o con su firma, o con conocimiento decreta, o
llanamente lo habla, o por edicto manda, eso consta ser ley. Por lo cual no
había para qué Cicerón (in libr. 1 de legib.) se empeñara en probar que la ley radica
en la voluntad, por cuanto, según él, se llama así de elegir (eligendo). Porque
no opina que la elección sea ley, sino que la ley sigue a la elección del Príncipe,
y enseña a los súbditos a elegir entre lo bueno y lo malo, y por eso añade
luego que la ley es la mente y razón del prudente, y la regla de la justicia y de
la injusticia.
* * *
El
cuarto argumento ya es de otra clase. Porque dice San Pablo la ley de los
miembros en muy otro sentido.
Distingue
cuatro leyes, a saber: ley del pecado, opuesta a la ley
de Dios, y ley de los miembros, que pelea contra la ley del entendimiento.
Y si bien a algunos les parece que es una misma la ley del pecado y la de los miembros,
así como son la misma la ley de Dios y la del entendimiento, nos ha parecido
alargarnos un poco más en el comentario. Cierto, la ley del entendimiento es efecto
de la ley de Dios, y como una impresión de ella en nuestra mente, así como la
planta del pie en el polvo es efecto del mismo pie; pero la ley de los
miembros es la natural inclinación de la sensualidad a sus objetos con todo el
peso e ímpetu de la naturaleza; este es el efecto de la pérdida de la justicia
original, con la cual la sensualidad se mantenía refrenada y obediente a la razón.
La ley del pecado, o es efecto de la misma inclinación, como obrar contra la
voluntad de Dios, o fue la prevaricación de los primeros padres, por la cual se
relajaron los miembros, y de esta relajación proceden los pecados. Luego la ley
de los miembros no es verdadera ley, porque no inclina al bien, y se dice ley
por metáfora; es la naturaleza privada de la justicia original, y por ende,
regla torcida que nos aparta del recto camino.
Pero
replicas. Si es regla, ¿cómo está fuera del entendimiento? Respóndese: la ley
principalmente y per se está en el entendimiento como en el regulador y medida;
pero dícese estar también por participación en las potencias y miembros, que
mueve como en el regulado.
Como
el sol dícese estar en la habitación por sus efectos y el arte en la estatua.
De semejante manera está la ley en los miembros.
ARTÍCULO 2.° ¿La ley se ordena al bien común?
Síguese
el artículo segundo, en el cual se ha de explicar la segunda parte de la
definición, que indica el fin de la ley. Son los argumentos, que no es
necesario que la ley se ordene al bien común.
Primero,
como dice San Isidoro (lib. 5. Ethym.) Si la ley se apoya en la razón, todo lo
que apoye la razón será ley. Es así que la razón apoya no sólo cuanto se dirige
al bien común, sino también lo que al particular, luego nada importa a la
noción de ley que no se dirija al bien común.
Segundo.
Los preceptos (según se dijo antes) tienen valor de ley,
como que la fuerza de ella está en mandar y prohibir: es así que los preceptos
se dan para las acciones particulares que constituyen nuestras costumbres; luego
es bastante que la ley se ordene al bien particular.
En
contra está el mismo San Isidoro (lib. 5. Ethym.), que dice: que está escrita
no para algún bien privado, sino para utilidad común de los ciudadanos.
A la
cuestión se responde con una sola conclusión.
Toda ley, para que sea sólida y firme,
debe enderezar a los súbditos al bien común. Esta conclusión se
afirma de dos maneras, según que el bien común se tome ya por la felicidad
natural que deseamos en este mundo, que es la quietud, la tranquilidad y paz de
la sociedad, ya por la sobrenatural, que nos aguarda en la otra vida como
último fin nuestro, al cual se ordena por naturaleza todo bien de este siglo.
Pues si atendemos la primera manera del bien común, demuéstrese de este modo.
La parte, naturalmente, se ordena a su todo, como lo imperfecto a lo perfecto;
es así que cada uno de los ciudadanos es parte de la ciudad; luego la ley prescrita
para el bien común de toda la ciudad debe comprenderlos a ellos, como a las
partes de un cuerpo, que se ordenan al servicio del todo. Concuerda con esta
razón Aristóteles (Ethicor. 9.), que dice: la Justicia legal, esto es, las
leyes civiles, son causa y conservación de la felicidad y de sus partes. Y
Platón dice
(Dialog.
1. de legib.): «El legislador debe hacer todas las leyes
en gracia de la pública paz.» Por esto rechaza la costumbre de los
Lacedemonios, quienes dirigían todas sus leyes a poder guerrear mejor. A los
cuales dice con más prudencia Aristóteles: Hacemos la guerra para vivir en paz. Y Cicerón
(lib. 2. de leg.): Consta que las leyes se han hecho para la salud de los ciudadanos,
la incolumidad de las ciudades y para la vida tranquila y bienaventurada de
todos.
Si
levantamos la mirada a la suma bienaventuranza, que es Dios, podemos añadir
otra segunda y muy buena razón. Porque la ley (como decíamos
antes) es la primera regla de nuestras acciones; es así que el oficio de la
regla, y principalmente de la primera, es dirigir a los que regula al fin y
término supremos; luego la ley y el propósito del legislador deben dirigirse al
bien común.
Tómase
otra razón, la tercera, de la otra condición de la ley. Porque dice el Filósofo
(5. Ethic.) Que toda ley es universal, esto es, impuesta a todos los hombres y
de toda virtud. Lo mismo nos enseña la ley citada: «La ley es precepto común
(Digest. de legib. et I. jur. eo): Las leyes se dan en general, no para cada
persona.» De aquí se deduce que se ha de dirigir al fin supremo,
que es común a todos, y no se ha de acomodar a los particulares.
Bien
dice, pues, el mismo Aristóteles (eodem lib. cap. 1): «Las mismas leyes
determinan conjuntamente de todos, o la común utilidad de todos, o de los
mejores, o de los Príncipes.» Donde insinúa tres clases de gobierno, a saber:
democracia, aristocracia y reino. De aquí resulta que la justicia legal
comprende todas las virtudes.
Afiádase,
si se quiere, la razón suprema. La fuente y el origen de todas
las leyes es la ley eterna de la mente divina. Es así que Dios
ordena y refiere todas las cosas a sí mismo; luego las leyes todas, de tal
manera deben regularse por aquella ley, que tiendan al mismo fin. Lo cual no se
escondió a Platón (Dialog. 1. de legib.), en donde dice: conviene que el legislador siga tal orden que
las cosas humanas siempre se enderecen a las divinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario