Penas actuales de la Iglesia
33.
Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, venerables hermanos, ha
producido en todas partes abundantes frutos de renovación espiritual en la vida
cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la tierra y,
sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que
corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor
del género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con
numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no
todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por
vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora
abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido
precioso [115] y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de
su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de
Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de amargo dolor el ver cómo
languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz atractivo de
los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego de
la caridad divina, mucho más nos atormentan las maquinaciones de los impíos
que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio
implacable y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra
Aquel que en la tierra representa a la persona del Divino Redentor y su caridad
para con los hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro)
«es interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no
para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos dejaba
como "vicario de su amor"» [116].
34.
Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces
es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de
Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto
que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y se siente
impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios
y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia
[117].
Pudiendo,
pues, observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos
del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del
materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo
continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de
extraño que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la
religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta
justicia, el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo
advirtió nuestro Salvador: «Por la inundación de los vicios, se resfriará la
caridad de muchos» [118].
Un culto providencial
35.
Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a
individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, venerables hermanos,
hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción que aventaje
al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole
propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades
espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje
religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige
todo a la caridad misma de Dios? [119]. Por último, ¿qué puede haber más eficaz
que la caridad de Cristo —que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta
cada día más— para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la
perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar
entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas palabras
del Espíritu Santo: «Obra de la justicia será la paz»[120]?
Por lo
cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor, queremos recordar de
nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m.,
al expirar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se
sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la
sociedad civil: «Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y
divino: el Sacratísimo Corazón de Jesús... que brilla con refulgente esplendor
entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que
suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación» [121].
Deseamos
también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e,
intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo,
consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad,
de salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a
las otras formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la
Iglesia, venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al
Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima
Cruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad,
podemos afirmar —como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo
a santa Gertrudis y a santa Margarita María— que ninguno comprenderá bien a
Jesucristo crucificado, si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será
fácil entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento
espiritual, si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón
Eucarístico de Jesús; la cual —para valernos de las palabras de nuestro
predecesor, de f. m., León XIII— nos recuerda «aquel acto de amor sumo con que
nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de
prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos,
instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía» [122]. Ciertamente, «no es
pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el
amor de su Corazón con que nos la dio» [123].
Final
36.
Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías
maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las
familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al
prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como
escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina, en la que se ha de
fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge
establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las
naciones, como sabiamente advirtió nuestro mismo predecesor, de p. m.: «El
reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su
fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue
necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los
derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los
sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas» [124].
Y para
que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca más copiosos frutos de
bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles
unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de
Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la
Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto,
que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus
padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de
su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recIbído de
Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el
debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial
parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación. En
armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina Providencia,
Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el
mundo entero al Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María [125].
37.
Cumpliéndose felizmente este año como indicamos antes, el primer siglo de la
institución de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por
nuestro predecesor Pío IX, de f. m., es vivo deseo nuestro, venerables
hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este
centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de
reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin
duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad
—en unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles— en aquella
nación en la cual, por designio de Dios, nació aquella santa Virgen que fue
promotora y heraldo infatigable de esta devoción.
Entre
tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales
que copiosamente han de redundar —en la Iglesia— de la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús, con tal de que ésta, como ya hemos explicado, se entienda
rectamente y se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el
poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos nuestros vivos deseos: a la vez
que expresamos, también la esperanza de que, con la divina gracia, como fruto
de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción
de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el
mundo su imperio y reino suavísimo: «reino de verdad y de vida, reino de
santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» [126].
Como
prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición
Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables hermanos, como al clero
y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente
a todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo
Corazón de Jesús.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo de nuestro
pontificado.
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