Pero
todavía no basta a la perfección divina el triunfo
de la razón y la verdad. Puesto que el mal infinito o caos es .un principio esencialmente
irracional, la manifestación lógica e ideal de su falsedad no es el medio
propio de reducirlo interiormente. La verdad se manifiesta, se ha hecho la luz,
pero las tinieblas siguen siendo lo que eran. «Et lux in tenebris lucet, et tenebras eas non
comprehenderunt.» La verdad es desdoblamiento
y separación, es unidad relativa, porque afirma la existencia de su contrario
como tal, al distinguirse de él. Y Dios necesita la unidad absoluta.
Necesita
poder abrazar en su unidad al mismo principio opuesto mostrándose superior a
él, no solamente por la verdad y la justicia, sino también por la bondad.
La
absoluta excelencia de Dios debe manifestarse no solamente contra el caos, sino
también -para él, dándole más de lo que merece, haciéndole participar de la
plenitud de la existencia absoluta, probándole con una experiencia interior y
viva y no únicamente por la razón objetiva, la superioridad de la plenitud
divina sobre la pluralidad vacía del mal infinito. A cada manifestación del
caos sublevado la Divinidad debe poder oponer, no tan sólo un acto de la fuerza
que suprime al acto contrario, no sólo una razón o una idea que lo acuse de
falsedad y lo excluya del ser verdadero, sino, además, una gracia que lo
penetre, lo transforme y la conduzca libremente a la unidad.
Esta
triple unificación del todo, esta triple reacción victoriosa del principio
divino contra el caos posible, es la
manifestación interior y eterna de la substancia absoluta de Dios o de la
Sabiduría esencial que, como sabemos, es todo en la unidad. La fuerza, la
verdad y la gracia, o bien el poder, la justicia y la bondad, o bien, asimismo,
la realidad, la idea y la vida, todas estas expresiones relativas de la
totalidad absoluta son definiciones objetivas de la substancia divina que
corresponden a la Trinidad de las hipóstasis que la poseen eternamente. Y el
lazo indisoluble entre las tres Personas del Ser supremo se manifiestan
necesariamente en la objetividad de su substancia única, cuyos tres atributos o
cualidades principales se completan mutuamente y son igualmente indispensables
para la Divinidad. Dios no podría penetrar el caos con su bondad si no se distinguiera
de él por la verdad y la justicia, y no podría distinguirse de él o excluirlo
de Sí, si no lo contuviera en su poder.
(1)
Prov., Sal. VIII, 22/23. (Hemos rectificado ligeramente la lectura hebrea. El
texto latino que usa S. es algo diferente al de la Vulgata. Debe corresponder a
alguna de las versiones anteriores a la de San Jerónimo.) (N. del T.)
(2)
IUd., VIII, 30.
ÍV. ÉL ALMA DEL MUNDO PRINCIPIÓ DE LA CREACIÓN,
DEL ESPACIO, DEL TIEMPO Y DE LA CAUSALIDAD MECÁNICA
Apodemos
comprender lo que significa el juego de la eterna Sabiduría, de que Ella nos
habla en la Sagrada Escritura. Ella «juega» evocando delante de Dios las
posibilidades innumerables de todas las existencias extra divinas
absorbiéndolas de nuevo en su omnipotencia, su verdad absoluta y su bondad
infinita.
En
este juego de su Sabiduría esencial, el Dios uno y triple, suprimiendo la
fuerza del caos posible, iluminando sus tinieblas y penetrando en su abismo, se
siente interiormente y se prueba a Sí mismo de toda eternidad que es más
poderoso, más verdadero y mejor que todo ser posible exterior a Él. Ese juego de
su Sabiduría le manifiesta que todo cuanto es positivo Le pertenece de hecho y
de derecho, que Él posee eternamente en Sí mismo un tesoro infinito de todas las
fuerzas reales, de todas las ideas verdaderas, de todos los dones y de todas
las gracias.
En las
dos primeras cualidades esenciales de la Divinidad, Dios podría limitarse a su
manifestación inmanente (1), al juego eterno de Su Sabiduría. Como omnipotente,
como justo y verdadero, podría muy bien contentarse triunfando en sí de la
existencia anárquica en la certidumbre interior de Su superioridad absoluta.
Pero esto no basta a la gracia y a la bondad.
En
esta tercera cualidad la Sabiduría divina no puede complacerse en un objeto
puramente ideal, no puede detenerse en una realización posible, en un simple
juego. Si en su poder y en su verdad Dios es todo, El quiere en su amor que
todo sea Dios. Quiere que haya fuera de El mismo otra naturaleza que devenga progresivamente
aquello que El es de toda eternidad: el todo absoluto. Para alcanzar la
totalidad divina, para entrar en relación libre y recíproca con Dios, esta
naturaleza debe estar separada de Dios y al mismo tiempo unida a Él. Separada por su base real, que es
la Tierra, y unida por su cima ideal, que es el Hombre. En la visión de la
tierra y el hombre es donde, sobre todo, la Sabiduría eterna desplegaba su juego
ante el Dios del porvenir «msageqeth bthebhel 'ariso, vshajashujay 'eth-bney
'Adam. Sabemos que la posibilidad de la
existencia caótica, eternamente contenida en Dios, es suprimida eternamente por
Su poder, condenada por Su verdad, absorbida por Su gracia. Pero Dios ama (Dios no puede amar lo contrario a sí mismo ni puede amar lo
que no existe, es decir las carencias de bien y de ser, pero puede tolerarlas)
al caos en su nada y quiere que exista, porque El sabrá devolver a la unidad la
existencia rebelde, El sabrá colmar con su vida abundante al vacío infinito.
Dios pone, pues, en libertad al caos, se abstiene de reaccionar contra él con
su omnipotencia en el acto primo del Ser divino, en el elemento del Padre y así
hace salir al múñelo de su nada.
Si no
se quiere negar la idea misma de la Divinidad, no puede admitirse fuera de Dios
una existencia en sí, real y positiva. Lo extra divino no puede ser, por consiguiente,
otra cosa que lo divino traspuesto o invertido.
Esto
lo vemos ante todo en las formas específicas de la existencia finita que
separan a nuestro mundo de Dios. En efecto, este mundo está consumido, fuera de
Dios, con las formas de la extensión, del tiempo y de la causalidad mecánica.
Pero estas tres condiciones no tienen nada de real ni positivo, no son más que
la negación y la trasposición de la existencia divina en sus principales
categorías.
Hemos
distinguido en Dios: 1.°, la objetividad absoluta, representada por su
substancia o esencia que es el todo en unidad indivisible; 2.°, la subjetividad
absoluta o su existencia interior, representada en su totalidad por tres
hipóstasis indisolubles que se condicionan y completan mutuamente; por último,
3.°, su relatividad, o relación con lo que no es El mismo, representada primero
por el juego de la Sabiduría divina y luego por la creación (y, como veremos
más adelante, por la Encarnación).
El
carácter general del Ser divino en estas tres categorías o bajo estos tres
aspectos, es la autonomía o autocracia perfecta, la ausencia de toda
determinación exterior. Dios es autónomo en su substancia objetiva, porque
siendo todo en sí misma no puede ser ésta determinada por nada. Es autónomo en
su existencia subjetiva, porque ésta es absolutamente completa en sus tres
fases coeternas e hipostáticas, que poseen solidariamente la totalidad del ser.
Y, por último, es autónomo en su relación con lo que no es El, porque este otro
es determinado a existir por un acto libre de la voluntad divina. Las tres
categorías que acabamos de enunciar no son, pues, más que formas y expresiones diferentes
de la autonomía divina.
Por
esto en el mundo terrestre, que es sólo imagen invertida de la Divinidad,
hallamos las tres formas correspondientes de su heteronomía, la extensión, el
tiempo y la causalidad mecánica. Si la expresión objetiva y substancial de la
autocracia divina es todo en la unidad, omnia simul in uno, la objetividad
heterónoma de la extensión consiste, por el contrario, en que cada parte del
mundo extra divino está separada de todas las demás; es la subsistencia de cada
uno fuera del todo y del todo fuera de cada uno, la totalidad al revés. Y así
nuestro mundo, en cuanto compuesto de partes extensas, representa la
objetividad divina invertida. De la misma manera, si la autonomía subjetiva de
la existencia divina se expresa en la actualidad igual y el lazo íntimo e indisoluble
de los tres términos de esta existencia que se completan sin sucederse, la
forma heterónoma del tiempo nos ofrece, por el contrario, la indeterminada
sucesión de momentos que se disputan la existencia. Para gozar de la
actualidad, cada uno de estos momentos debe excluir a todos los otros, y todos,
en lugar descompletarse, se suprimen y suplantan mutuamente, sin llegar jamás a
la totalidad de la existencia. Por último, como la libertad creadora de Dios es
expresión definitiva de su autonomía, la heteronomía del mundo extra divino se
manifiesta completamente en la causalidad mecánica, en virtud de la cual la
acción exterior de un ser dado no es nunca efecto inmediato de su acto
interior, sino que debe ser determinada por un encadenamiento de causas o
condiciones materiales independientes del agente mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario