Una
vez subido los artículos de San Francisco de Sales, mi propósito es llegar al
sumum del abatimiento de la voluntad hasta el total holocausto de ella en el
ara de la voluntad divina. Porque, para entender este anonadamiento de nuestra
voluntad al grado que nos señala el Apóstol de la gentes, nos es necesario no
solo la resignación en la voluntad divina en el más alto grados sino también
proseguir en esta renuncia hasta el santo abandono y, de esta manera podamos
decir con Apóstol: “Ya no soy yo quien vive en mi sino Cristo quien vive en mi”
Lo que deja ver un arduo trabajo en el sometimiento de la voluntad a Dios como
él lo hizo. Sea pues el Apóstol de las gentes quien sea nuestro guía espiritual
de la mano de dom VITAL LEHODEY. Que nuestro buen Dios os bendiga en la lectura
de este tratado para que obtengáis el premio de dicha lectura, vuestro P.
VARGAS
1. Naturaleza del Santo Abandono
1. LA VOLUNTAD DE DIOS, REGLA SUPREMA
Queremos
salvar nuestra alma y tender a la perfección de la vida espiritual, es decir,
purificarnos de veras, progresar en todas las virtudes, llegar a la unión de
amor con Dios, y por este medio transformarnos cada vez más en El; he aquí la
única obra a la que hemos consagrado nuestra vida: obra de una grandeza incomparable
y de un trabajo casi sin límites; que nos proporciona la libertad, la paz, el
gozo, la unción del Espíritu Santo, y exige a su vez sacrificios sin número,
una paciente labor de toda la vida. Esta obra gigantesca no sería tan sólo
difícil, sino absolutamente imposible si contásemos sólo con nuestras fuerzas,
pues es de orden absolutamente sobrenatural.
«Todo
lo puedo en Aquel que me conforta»; sin Dios sólo queda la absoluta impotencia,
por nosotros nada podemos hacer: ni pensar en el bien, ni desearlo, ni
cumplirlo. Y no hablemos de la enmienda de nuestros vicios, de la perfecta
adquisición de las virtudes, de la vida de intimidad con Dios que representan
un cúmulo enorme de impotencias humanas y de intervenciones divinas. El hombre
es, pues, un organismo maravilloso, por cuanto es capaz con la ayuda de Dios de
llevar a cabo las obras más santas; pero es a la vez lo más pobre y necesitado
que hay, ya que sin el auxilio divino no puede concebir siquiera el pensamiento
de lo bueno. Por dicha nuestra, Dios ha querido salir fiador de nuestra
salvación, por lo que jamás podremos bendecirle como se merece, pero no quiere
salvarnos sin nosotros y, por consiguiente, debemos unir nuestra acción a la
suya con celo tanto mayor cuanto sin El nada podemos.
Nuestra
santificación, nuestra salvación misma es, pues, obra de entrambos: para ella
se precisan necesariamente la acción de Dios y nuestra cooperación, el acuerdo
incesante de la voluntad divina y de la nuestra. El que trabaja con Dios
aprovecha a cada instante; quien prescinde de El cae, o se fatiga en estéril
agitación. Es, pues, de importancia suma no obrar sino unidos con Dios y esto
todos los días y a cada momento, así en nuestras menores acciones como en
cualquier circunstancia porque sin esta íntima colaboración se pierde trabajo y
tiempo. ¡Cuántas obras, llenas en apariencia, quedarán vacías por sólo este
motivo! Por no haberlas hecho en unión con Dios, a pesar del trabajo que nos
costaron, se desvanecerán ante la luz de la eternidad como sueño que se nos va
así que despertamos.
Ahora
bien, si Dios trabaja con nosotros en nuestra santificación, justo es que El
lleve la dirección de la obra: nada se deberá hacer que no sea conforme a sus
planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. El es el primer principio y
último fin; nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones. Nos
llama «a la escuela del servicio divino», para ser El nuestro maestro; nos
coloca en «el taller del Monasterio», para dirigir allí nuestro trabajo; «nos
alista bajo su bandera» para conducirnos El mismo al combate. Al Soberano Dueño
pertenece mandar, a la suma sabiduría combinar todas las cosas; la criatura no
puede colaborar sino en segundo término con su Creador.
Esta
continua dependencia de Dios nos impondrá innumerables actos de abnegación, y
no pocas veces tendremos que sacrificar nuestras miras limitadas y nuestros caprichosos
deseos con las consiguientes quejas de la naturaleza; mas guardémonos bien de
escucharla. ¿Podrá cabernos mayor fortuna que tener por guía la divina
sabiduría de Dios, y por ayuda la divina omnipotencia, y ser los socios de Dios
en la obra de nuestra salvación; sobre todo si se tiene en cuenta que la
empresa realizada en común sólo tiende a nuestro personal provecho? Dios no
reclama para sí sino su gloria y hacernos bien, dejándonos todo el beneficio.
El perfecciona la naturaleza, nos eleva a una vida superior, nos procura la
verdadera dicha de este mundo y la bienaventuranza en germen. ¡Ah, sí
comprendiéramos los designios de Dios y nuestros verdaderos intereses! Seguro
que no tendríamos otro deseo que obedecerle con todo esmero, ni otro temor que
no obedecerle lo bastante; le suplicaríamos e insistiríamos para que hiciera su
voluntad y no la nuestra. Porque abandonar su sabia y poderosa mano para seguir
nuestras pobres luces y vivir a merced de nuestra fantasía, es verdadera locura
y supremo infortunio.
Una
consideración más nos mostrará «que en temer a Dios y hacer lo que El quiere
consiste todo el hombre»; y es que la voluntad divina, tomada en general,
constituye la regla suprema del bien, «la única regla de lo justo y lo
perfecto»; y que la medida de su cumplimiento es también la medida de nuestro
progreso.
«Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos».
No
basta pues, decir: ¡Señor, Señor!, para ser admitido en el reino de los cielos;
es necesario hacer la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos. «El que
mantiene unida su voluntad a la de Dios, vive y se salva: el que de ella se
aparta muere y se pierde». «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes,
ven y sígueme». Es decir, haz mejor la voluntad de Dios, añade a la observancia
de los preceptos la de los consejos.
Si
quieres subir hasta la cumbre de la perfección, cumple la voluntad de Dios cada
día más y mejor. Te irás elevando a medida que tu obediencia venga la ser más
universal en su objetivo, más exacta en su ejecución, más sobrenatural en sus
motivos, más perfecta en las disposiciones de tu voluntad.
Consulta
los libros santos, pregunta a la vida y a la doctrina de nuestro Señor y verás
que no se pide sino la fe que se afirma con las obras, el amor que guarda
fielmente la palabra de Dios. Seremos perfectos en la medida que hagamos la
voluntad de Dios.
Este
punto es de tal importancia que nos ha parecido conveniente apoyarlo con
algunas citas autorizadas.
«Toda
la pretensión de quien comienza oración-y no se olvide esto, que importa
mucho-, ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias
puedan hacer que su voluntad se conforme con la de Dios; y, como diré después,
en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino
espiritual. No penséis que hay aquí más algarabías, ni cosas no sabidas y
entendidas, que en esto consiste todo nuestro bien». La conformidad ha de
entenderse aquí en su más alto sentido.
«Cada
cual -explica San Francisco de Sales- se forja la perfección a su modo: unos la
ponen en la austeridad de los vestidos: otros, en la de los manjares, en la
limosna, en la frecuencia de los Sacramentos, en la oración, en una no sé qué
contemplación pasiva y supereminente: otros, en aquéllas gracias que se llaman
dones gratuitos: y se engañan tomando los efectos por la causa, lo accesorio
por lo principal y con frecuencia la sombra por el cuerpo... En cuanto a mi yo
no sé ni conozco otra perfección sino amar a Dios de todo corazón y al prójimo
como a nosotros mismos». Y completa el pensamiento en otra parte, cuando dice
que «la devoción (o la
perfección)
sólo añade al fuego de la caridad la llama que la hace pronta, activa y
diligente, no sólo en la guarda de los mandamientos de Dios, sino también en la
práctica de los consejos e inspiraciones celestiales» . Así como el amor de
Dios es la forma más elevada y más perfecta de la virtud, una sumisión perfecta
a la voluntad divina es la expresión más sublime y más pura, la flor más
exquisita de este amor... Por otra parte, ¿no es evidente que, no existiendo
nada tan bueno y tan perfecto como la voluntad de Dios, se llegará a ser más
santo y más virtuoso, cuanto más perfectamente nos conformemos con esta
voluntad? Un discípulo de San Alfonso ha resumido su doctrina diciendo que
personas que hacen consistir su santidad en practicar muchas penitencias,
comuniones, oraciones vocales, viven evidentemente en la ilusión. Todas estas
cosas no son buenas sino en cuanto Dios las quiere, de otra suerte, en vez de
aceptarlas las detesta, pues tan sólo sirven de medios para unirnos a la
voluntad divina.
Tenemos
verdadera satisfacción en repetirlo: toda la perfección, toda la santidad
consiste en ejecutar lo que Dios quiere de nosotros; en una palabra, la
voluntad divina es regla de toda bondad y de toda virtud; por ser santa lo
santifica todo. aun las acciones indiferentes, cuando se ejecutan con el fin de
agradar a Dios... Si queremos santificación, debemos aplicarnos únicamente a no
seguir jamás nuestra propia voluntad, sino siempre la de Dios porque todos los
preceptos y todos los consejos divinos se reducen en sustancia a hacer y a
sufrir cuanto Dios quiere y como Dios lo quiere. De ahí que toda la perfección
se puede resumir y expresar en estos términos: «Hacer lo que Dios quiere,
querer lo que Dios hace».
«Toda
nuestra perfección -dice San Alfonso- consiste en el amor de nuestro Dios
infinitamente amable; y toda la perfección del amor divino consiste a su vez en
la unión de nuestra voluntad con la suya... Si deseamos, pues, agradar y
complacer al corazón de Dios, tratemos no sólo de conformarnos en todo a su
santa voluntad, sino de unificarnos con ella (si así puedo expresarme), de
suerte que de dos voluntades no vengamos a formar sino una sola... Los santos
jamás se han propuesto otro objeto sino hacer la voluntad de Dios, persuadidos
de que en esto consiste toda la perfección de un alma. El Señor llama a David
hombre según su corazón, porque este gran rey estaba siempre dispuesto a seguir
la voluntad divina; y Maria, la divina Madre, no ha sido la más perfecta entre
todos los santos, sino por haber estado de continuo más perfectamente unida a
la voluntad de Dios.»
Y el Dios de sus
amores, Jesús, el Santo por excelencia, el modelo de toda perfección, ¿ha sido
jamás otra cosa que el amor y la obediencia personificados?... Por la
abnegación que profesa a su Padre y a las almas, sustituye a los holocaustos
estériles y se hace la Víctima universal. La voluntad de su Padre le conducirá
por toda suerte de sufrimientos y humillaciones, hasta la muerte y muerte de
cruz. Jesús lo sabe; pero precisamente para esto bajó del cielo, para cumplir
esa voluntad, que a trueque de crucificarle, se convertiría en fuente de vida.
Desde su entrada en el mundo declara al Padre que ha puesto su voluntad en
medio de su corazón para amarla, y en sus manos para ejecutarla fielmente.
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