Introducción de Francisco Montes de Oca
Del
mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades,
así el Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros.
Y
vinieron, en efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos
antaño, es decir, como soldados más o menos encuadrados, sino por tribus
enteras, con mujeres y niños, con carromatos, carretas de bagajes, caballerías
de reserva, animales y rebaños. El término exacto para designar aquel fenómeno,
mucho más que la palabra española invasión, que hace pensar, sobre todo, en la
entrada de un ejército en un país, sería el alemán Völkerwanderung, migración
de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido más de mil años
antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían
asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo
IV.
Uno de
los episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno
del Imperio fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410.
Acontecimiento terrible, que depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus
más firmes, aunque no fue totalmente inesperado.
El
propio San Agustín se sintió profundamente conmovido. Llevaba en el corazón el
destino del Imperio, por lo ligado que lo creía al destino de la Iglesia. Dos
años antes había sabido con gran consternación, por una carta del presbítero
Victoriano, cómo los vándalos habían invadido la infortunada España y cómo
habían incendiado sistemáticamente todas las basílicas y asesinado, casi sin
excepción, a cuantos siervos de Dios pudieron capturar. Y a comienzos del 409,
cuando los visigodos amenazaron por vez primera la Ciudad eterna, reprendía
Agustín a una matrona allí residente, porque, habiéndole escrito tres veces,
nada le contaba sobre la situación de Roma: "Tu última carta no me dice
nada sobre vuestras tribulaciones. Y querría saber qué hay de cierto en un
confuso rumor llegado hasta mí acerca de una amenaza a la Ciudad" El temor
del obispo de Hipona se convertiría en desoladora realidad en menos de dos
años. Roma, la inexpugnable Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al
saqueo; la Ciudad eterna tuvo que confesarse mortal. La fecha del 24 de agosto
de 410 sonó en los oídos romanos como la campana de la agonía. Durante cuatro
días consecutivos se desencadenó allí un frenesí de crímenes y de violencias,
en una atmósfera de pánico.
Pocos
días después llegaba al África la terrible nueva: ¡Roma acababa de ser saqueada
por los bárbaros! La vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la
invasión gala, había sido forzada por las bandas de un godo y gemía todavía
bajo el peso de sus ultrajes. Y tras la nueva, fueron llegando algunos de los
que lograron escapar a la catástrofe. Veíase desembarcar, en atuendo mísero y
con la mirada turbada, a aristócratas fugitivos portadores de los más ilustres
apellidos romanos. Se escuchaban sus relatos acerca de los actos de terror en
la ciudad, los palacios incendiados, los jardines de Salustio en llamas, la
casa de los ricos, la sangre que manchaba los mármoles de los foros, los carros
de los bárbaros atestados de objetos preciosos robados y maltrechos. Familias
enteras habían quedado aniquiladas, habían sido asesinados senadores, violadas
vírgenes consagradas a Dios, y la anciana Marcela había sido abandonada por
muerta en su palacio del Ayentino, por no haber podido mostrar a los bárbaros
asaltantes ningún escondrijo de oro y haberles rogado solamente que respetaran
el honor de su joven compañera Principia. Se los oía con horror y se repetían
por doquiera sus relatos, mientras ellos, los últimos romanos, se daban prisa
en abandonar la minúscula ciudad portuaria y marchaban a Cartago, donde inmediatamente
ocupaban otra vez localidades en el teatro, y donde, con la presencia de los
fugitivos romanos, la locura y barahúnda eran mayores que antes.
Pero
la impresión de la caída de Roma no podía borrarse fácilmente. El mundo parecía
decapitado. "¡Cómo han caído las torres!", leían los ascetas en
Jeremías y pensaban en la torre de la muralla aureliana. "¡Qué solitaria
está la ciudad, antes populosa!", pensaban las gentes pías, cuando oían
hablar del espantoso vacío que siguiera al saqueo, de cómo aullaban los canes
en los palacios desiertos, de cómo salían los supervivientes, agotados por el
hambre, después de cinco días de forzada abstinencia, de las basílicas, y se
daban la mano para sostenerse en pie por las calles cubiertas de cadáveres,
mientras chirriaban, camino del sur, por la Vía Apia, los carros cargados de
oro y plata y de jóvenes y muchachas cautivas.
Es
cierto que Alarico y sus soldados no permanecieron más que tres días en la
Ciudad eterna, después de haberla saqueado a ciencia y conciencia; es cierto
que se instituyó una fiesta conmemorativa para celebrar el aniversario de su
liberación. Con todo la caída de la capital tuvo una resonancia inmensa y
durable por todo el Imperio. Puede resultarnos hoy a nosotros un tanto difícil
de comprender: contemplada de lejos, la entrada de los bárbaros en la Ciudad
eterna quizá no nos parezca más que un incidente banal. La administración del
Imperio, y el emperador Honorio mismo, hacía varios años que ya no residían
ahí. Retirados a Ravena, fortalecidos detrás de una fuerte cintura de lagunas,
se hallaban a buen recaudo desde el 404, y dispuestos a proseguir, sin sentirse
inquietados seriamente, aquellas bajas intrigas que constituían lo esencial de
sus preocupaciones cotidianas. Por lo demás, al cabo de pocos años los mismos
contemporáneos se dieron cuenta de que nada había cambiado en sus costumbres,
de que el Imperio sobrevivía a todas las catástrofes y de que no había lugar
para inquietarse por un desastre tan rápidamente reparado.
Pero
de momento no fue así. Tremendamente sacudidos en sus ánimos paganos y
cristianos pusiéronse por una vez de acuerdo para plañir juntos las calamidades
que les afectaban igualmente. Hacía largo tiempo que venían, atribuyendo los
primeros todas las desventuras de Roma al hecho de que los cristianos hubiesen
abandonado a sus antiguos dioses. Pero también estos empezaron a repetir con
otras palabras y en diferente sentido la misma cantinela: ¿"Dónde están
ahora las memoriae de los apóstoles?", oía decir el obispo a sus gentes.
"¿De qué le ha valido a Roma poseer a Pedro y a Pablo? Antes estaba en pie
la ciudad, ahora ha caído". Los que así murmuraban eran cristianos y no
podía replicarles el prelado de Hipona, como a los no cristianos, que un pagano
como Radagaiso, que ofrecía puntualmente cada día sacrificios a los dioses, fue
vencido, y Alarico, que era cristiano, fue vencedor. Difícilmente podía alegar
esto ante cristianos descontentos. ¿No era Alarico arriano? ¿Y tenía que caer
la Ciudad eterna precisamente ahora cuando estaba ceñida por una corona de
sepulcros de mártires?
El
viejo pecado bíblico de la murmuración volvía a levantar cabeza entre aquellos
fieles, presa del abatimiento, y no era permitido al pastor permanecer callado.
Cuando, súbitamente y casi sin lucha, sucumbió la Ciudad, recibió Agustín las
primeras noticias, en una casa de campo en que, por prescripción médica, tenía
que descansar un verano enteró. Inmediatamente mandó una carta a Hipona,
exhortando al pueblo y clero á cooperar en vez de lamentarse, a acoger y vestir
a los fugitivos que afluían, y a hacerlo mejor de lo que lo hicieran antes. Y a
las diversas quejas de los murmuradores les va a salir al paso con argumentos
exclusivamente cristianos, que dominan diferentes sermones de los años 410 y
411.
La catástrofe
de Roma es una intervención divina. Dios es un médico que corta la carne
podrida de nuestra civilización. Este mundo es un horno en que la paja arde al
fuego; el oro, en cambio, sale purificado y ennoblecido. Es una prensa que
separa el aceite del deshecho sin valor; el deshecho es negro y tiene que
desaguar por el canal. El canal se pone así más sucio, pero el aceite sale más
puro. Los que murmuran son el deshecho; el que entra en sí y se convierte, es
el aceite puro.
El día
de San Pedro y San Pablo del año 411, diez meses después del saqueo, Agustín se
dejó caer, como sin pretenderlo, en el tema del destino de la Ciudad y la
lamentación que no enmudecía nunca. Y es su respuesta, que arranca de un pasaje
de la Carta de San Pablo a los Romanos sobre la relatividad de todo sufrimiento
terreno, un soberano ejemplo de improvisación en el púlpito: "Está escrito
que los sufrimientos de este tiempo no pueden compararse con la gloria por
venir que ha de revelarse en nosotros. Si es así, que nadie de vosotros piense
hoy carnalmente. No es este el momento. El mundo ha sido sacudido, el hombre
viejo despojado, la carne prensada: dad, por tanto, libre curso al espíritu. El
cuerpo de Pedro está en Roma, dice la gente, el cuerpo de Pablo está en Roma,
el cuerpo de Lorenzo está en Roma, los cuerpos de otros muchos mártires están
en Roma, y, sin embargo, Roma está en la miseria, Roma está devastada, Roma
está en la desolación; ha sido pisoteada e incendiada. ¿Dónde están ahora las
memoriae de los apóstoles? ¿Qué dices, hombre? Lo que he dicho: ¡Cuánta
calamidad no está pasando Roma! ¿Dónde están ahora las memorias de los
apóstoles? Allí están, allí están ciertamente, pero no en ti. ¡Ojalá estuvieran
en ti! Tu, quienquiera que seas, que así te expresas y tan neciamente juzgas,
quienquiera que tú seas, ¡ojalá estuvieran en ti las memorias de los apóstoles!
¡Ojalá te acordaras de ellos! Entonces verías si se les ha prometido dicha
temporal o eterna. Porque si la memoria del apóstol es realmente viva en ti,
oye lo que dice: La ligera carga de la tribulación temporal nos depara un peso
grande sobre toda ponderación de gloria eterna; porque lo que vemos es temporal
y lo que no vemos es eterno. En Pedro mismo fue temporal la carne y no quieres
tú que sean temporales las piedras de Roma. Pedro reina con el Señor, el cuerpo
del apóstol Pedro yace en alguna parte, y su recuerdo ha de despertar en ti el
amor a lo eterno, para que no sigas pegado a la tierra, sino que, con el
apóstol, pienses en el cielo. ¿Por qué estás, entonces, triste y lloras porque
se han derrumbado piedras y maderos, y han muerto hombres mortales?... Lo que
Cristo guarda, ¿se lo lleva acaso el godo? ¿Es que las memoriae de los
apóstoles tenían que haberos preservado para siempre vuestros teatros de locos?
¿Es que murió y fue sepultado Pedro para que jamás caiga de los teatros una
piedra?" No, Dios obra con justicia y quita a los niños malos las
golosinas de las manos. Basta ya de pecar y murmurar. ¡Qué vergüenza que anden
los cristianos lamentándose de que Roma ha ardido en época cristiana. Roma ha
ardido ya tres, veces: bajo los galos, bajo Nerón y ahora con Alarico. ¿Qué
sacamos de irritarnos? ¿Para qué rechinar de dientes contra Dios, porque arde
lo que tiene costumbre de arder? Arde la Roma de Rómulo, ¿hay algo de extraño
en ello? Todo el mundo creado por Dios arderá un día. ¡Pero es que la ciudad
perece cuando en ella se ofrece el sacrificio cristiano? ¿Y por qué fue
arrasada su madre Troya, cuando se ofrecían los sacrificios a los dioses? Lo sucedido ha sucedido porque
el mundo tiene que meditar y, además, después de la predicación del
Evangelio, es mucho más culpable que antes.
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