SAN ROBERTO MONJE TRAPENSE
Estos dos agudos sonidos
retumbaron en la otrora tranquila habitación y estremecieron visiblemente al joven
Roberto, pero, aunque parezca una paradoja, este acto involuntario le
proporcionó el control que necesitaba.
Sus brazos se relajaron y aun cuando sus uñas
seguían clavadas en las palmas de las manos, la voz y la mirada permanecieron
firmes al contestar:
-Quise decir lo que dije, señor. Nunca seré armado
caballero, pues conozco una mejor hidalguía.
-¿y cuál es? - preguntó Teodorico, clavando sus
negros ojos en los ojos pardos que tenía por delante.
-La más alta hidalguía en este mundo, señor. ¡La
hidalguía de ser caballero de Dios! -Al pronunciar estas últimas palabras, la
cabeza de Roberto se irguió y sus hombros se cuadraron. Continuaba contemplando
a su padre con una mirada que era casi un desafío.
Ermengarda contuvo el aliento al observar el ademán
de reto de la cabeza de su hijo y el mentón hundido de su señor. Teodorico lo
oyó y, deliberadamente, volvió la espalda tal muchacho. Con todo cuidado
empujó, con la punta de su bota, unas brasas caídas del hogar y luego, con
forzada calma, se aproximó al respaldo de la silla de su mujer.
-¿Quieres sentarte, hijo, y explicarte mejor? _
preguntó señalando un asiento. Yo conozco una sola hidalguía para los
caballeros de Champagne. ¿Cuál es esa más alta hidalguía de que tú hablas? - El
tono de su voz era más profundo y suave, pero Roberto, al mirar aquellos ojos
negros y penetrantes, observó que su expresión no había cambiado.
-Prefiero estar de pie, señor, si me lo permites contestó
el muchacho, separándose de la mesa y avanzando hacia la chimenea. Allí se dio
vuelta y enfrentó a sus padres. Las inquietas llamas reflejaban sombras en sus
fracciones contraídas.
Teodorico, al contemplar ese rostro, se apercibió de
pronto que no hablaba con un niño, sino con un hombre.
Su hijo parecía haber envejecido ante sus ojos. Miró
a Ermengarda, que conservaba las manos cruzadas sobre su regazo. Toda su
actitud irradiaba absoluta calma. Se alegró de haberla mirado porque su
serenidad lo tranquilizó.
Al levantar sus ojos hacia su hijo, un momento
después, no le sorprendió descubrir en su rostro la sombra de una sonrisa.
-¿Bien? -dijo Teodorico, al ver que Roberto parecía
aguardar una invitación para continuar.
-Señor, soy corpulento y fuerte como mi primo Jacques,
¿no es así? -Su padre asintió. Sé montar tan bien como el primo Jacques, ¿no es
verdad? -Teodorico volvió a asentir. La voz del muchacho era vibrante. En las justas
puedo competir con él muy bien. Lo he demostrado dos veces en torneo aquí, en
nuestro propio patio.
Teodorico se limitó a asentir por tercera vez,
preguntándose adónde iría a parar su hijo. El primo Jacques fue armado
caballero en Troyes la semana pasada. Esta tarde lo hemos celebrado con un
banquete para rendirle homenaje y demostrarle nuestra alegría. Señor, no estoy
celoso de mi primo. No temo ni a la caballería ni a todo lo que con ella se
relaciona. Pero hay dos razones por las cuales no he sido armado caballero la
semana pasada. Una, mi edad. La otra está aquí. Su mano se alzó hasta el corazón.
Entonces, todo su semblante se iluminó y exclamó:
- Señor, quiero ser caballero de Dios. Quiero ser
monje.
-¿Ser qué? -bramó Teodorico y su voz de trueno llenó
la habitación.
Roberto se sonrojó, pero sus ojos mantuvieron la
mirada firme. Esperaba esta reacción. Esta última semana había suplicado a su
madre que no dijera nada a su padre hasta fin de año. Y, ahora, a principios de
noviembre ya lo sabía. A pesar de su ansiedad, el muchacho experimentó un
alivio. Antes que su padre tuviera tiempo de reponerse, continuó:
-Señor, he sido educado por los monjes. Pero de
ellos he aprendido mucho más que trivium (1).
He aprendido lo que es la alta hidalguía. Tú has
dado mucho a los pobres y a los hambrientos durante estos tres años de escasez.
Tío León, del otro lado del Sena, también ha dado mucho. Me siento justamente
orgulloso de la sangre que llevo. -Su voz cobró más vehemencia al exclamar:
-Pero, señor, ¡los monjes han dado más!
-Teodorico aguardó. Nunca había oído a su hijo expresarse así.
El muchacho estaba arrebatado, durante estos últimos
tres años, la puerta de Saint Pierre de la Celle ha estado abarrotada de
hambrientos -dijo Roberto-. Ni un solo siervo se alejó de esa puerta con las
manos vacías. ¡Para eso, los monjes pasaron hambre! ¿Oyes, señor? ¡Ellos sufrieron
hambre! .
Roberto hizo una pausa y añadió: -Fue entonces
cuando comencé a comprender que no era necesario llevar coto de malla o
enarbolar el hacha de combate para ser valiente. Fue entonces cuando supe que
hay una hidalguía más alta que la caballería misma.
Su voz era más grave: -Desde entonces, he rezado y
consultado. Los monjes están dispuestos a recibirme. Mi madre no se opone a que
me vaya. Confieso que he sido un cobarde al no decirte antes todo esto, señor,
pero ahora te ruego que me perdones, me bendigas y me des tu consentimiento.
Las últimas palabras salieron a borbotones. Era el
discurso más largo que Roberto había pronunciado delante de su padre.
Comprendía que su confesión había sido temeraria y se sentía satisfecho de sí
mismo y, también, un poco avergonzado. La tentación de solicitar auxilio a su
madre era muy fuerte, mas decidió defenderse solo y en su propio terreno. Los
oscuros y penetrantes ojos de su padre no vacilaron un momento y el muchacho
creyó ver que sus labios se contraían tras la poblada barba, pero no estaba
seguro de ello. Apretó los puños y esperó.
Alejándose de la silla de Ermengarda, Teodorico señaló
a Roberto un almohadón a los pies de su mujer, y se instaló frente a la
chimenea.
-Siéntate cerca de tu madre, Roberto –ordenó, necesito
más explicaciones que las que acabas de darme.
-El muchacho se maravilló de la serenidad de su
padre y de la calma de su voz, dices que Dios puso esa idea en tu cabeza.
¿Puede saberse cuándo?
-Es muy difícil" precisarlo, señor. Creo que
siempre ha habido una inclinación.
-¡Oh! ¿De modo que no es más que una inclinación?
Dios no hace manifestaciones directas, personales, ¿no es verdad? Bien: eso
cambia la cuestión por completo. Roberto intentó levantarse, pero la mano de su
madre, apoyada sobre su hombro, lo contuvo.
-Ten calma, hijo mío -le aconsejó- Tu padre tiene
razón. El debe preguntar.
- -¿Tú no sabes, hijo mío -empezó Teodorico-, que,
prácticamente, todo el mundo tiene esa fantasía en alguna época de su juventud?
El noble se balanceó varias veces sobre sus pies, añadiendo:
-pero, si hasta yo mismo me sentí inclinado y, con
una sonora carcajada, y no creo que tu madre pueda negar que eso fue pura
fantasía.
¿Puedes imaginarme monje, acaso? -Y, de nuevo, su
risa se expandió por el salón.
Ermengarda sonrió, pero Roberto se levantó, intranquilo,
de su asiento. Teodorico lo contemplaba atentamente. Había esperado ver
dibujarse una sonrisa en el rostro de su hijo. Se impacientó, Teodorico nunca
había soportado oposición y ésta se le había presentado muy contadas veces en
su vida. Sus siervos obedecían siempre y los nobles, sus amigos, le respetaban.
La actitud de su hijo lo hirió profundamente.
Desde el momento que Dios no había efectuado manifestaciones
especiales, estaba seguro de que la atracción que sentía su hijo por el claustro
era sólo una ilusión pasajera, propia de su juventud. Era, pues, necesario
terminar la entrevista antes de que adquiriera más importancia.
(1)En las escuelas medievales, nombre dado a las
primeras tres artes liberales Gramática, Retórica y Lógica.
Roberto crecería y olvidaría sus fantasías y, en el
futuro, sería su orgullo, convertido en leal caballero de Champagne.
Manteniendo su tono de chanza, dijo: -Tus hombros son demasiado anchos y tus
muslos demasiado fuertes para ser ocultados por un hábito, hijo mío. Dios te
bendijo en un cuerpo de guerrero. ¡Has nacido para cabalgar un brioso corcel,
con el mazo o el hacha de combate en tu mano! ¿Es el claustro sólo para los
enclenques? preguntó Roberto en son de desafío.
-No, no -contestó rápidamente Teodorico, pero los
verdaderos guerreros son para el mundo. -Y, tratando de despertar la vanidad
del muchacho, añadió. Y tú llegarás a ser un verdadero guerrero. Tus ojos me lo
demuestran. Tienes algo más que un físico magnífico.
¡Tienes fuego! La expresión de Roberto, que denotaba
despego por estas cosas, le demostró que nada ganaría prosiguiendo tales
argumentos. De modo que, en un tono de confiada autoridad, ordenó, pero se está
haciendo tarde. Es hora ya de que los jóvenes se acuesten. Esta ilusión pasará.
-Señor -prorrumpió Roberto, saltando de su sitio, a
pesar de que la mano de su madre intentó detenerle. No es una ilusión. No
pasará. ¡Ya no soy un niño! El muchacho temblaba y su rostro se había
enrojecido más aún. Permaneció erguido frente a su padre, con los puños
crispados y los ojos llameantes.
Teodorico nunca había visto a su hijo en ese estado
y el espectáculo lo sobresaltó. Observó que sus labios temblaban y sus manos se
estremecían, y comprendió que había llevado a Roberto a un paroxismo de furia.
Por un momento se quedó desorientado, Una palabra poco oportuna podía desatar
esa ira próxima a estallar; un gesto torpe, herir ese corazón joven y fuerte.
Se contentó con sostener la ardiente mirada con la suya, firme y serena.
Ermengarda, que había dejado su silla al levantarse
Roberto, se acercó a él y, rodeándole los hombros con sus brazos, dijo con una
sonrisa. -Tu padre se olvida de que el tiempo vuela, hijo: pero si sigues
comportándote así, nunca te perdonará que hayas dejado de ser niño.
Ni siquiera la influencia de Ermengarda consiguió
acercarlos.
-Padre -dijo Roberto, con tono serio y grave, siento
haber llegado hasta la irreverencia. Pero, señor -y el mismo tono de implacable
determinación volvió a resonar en la voz del muchacho-, deseo que recuerdes que
soy tres años mayor que Theophylactus, quien según dijo tío León, será coronado
Papa.
Roberto no pudo haber elegido peor argumento. Si
hubiera desenvainado la espada y atacado directamente al su padre, no lo
hubiera herido tan profundamente como con esa alusión al Papado.
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