Cómo
la santísima caridad produce el amor al prójimo
Así
como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, así también le ordenó un amor
al hombre a imagen y semejanza del amor debido a su divinidad. Amarás - dice - al
Señor Dios tuyo con todo tu corazón. Este es el primero y el más
grande mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo. ¿Por
qué, amamos a Dios? La causa por la cual amamos a Dios - dice San Bernardo - es el mismo
Dios; como si dijera que amamos a Dios, porque es la suma e infinita bondad. ¿Por qué nos amamos a nosotros mismos en
caridad? porque somos la imagen y la semejanza de Dios. Ahora bien, puesto que
todos los hombres tienen esta misma dignidad, les amamos también como a
nosotros mismos, es decir, en su calidad de imágenes santas y vivientes de la
divinidad, porque es merced a esta cualidad, que pertenecemos a Dios con una
tan estrecha alianza y amable dependencia, que no tiene ninguna dificultad en
llamarse nuestro padre y en llamarnos hijos suyos; y es por esta cualidad, que
somos capaces de unirnos a su divina esencia, por el goce de su bondad y de su
felicidad soberana; es por esta cualidad, que recibimos su gracia, y que
nuestros espíritus están asociados al suyo santísimo, hechos, por decirlo así,
partícipes de su divina naturaleza, como lo dice San Pedro. De esta manera,
pues, la misma caridad que produce los actos de amor a Dios produce, al mismo
tiempo, los actos de amor al prójimo. Y así como Jacob vio que una misma
escalera tocaba al cielo y a la tierra y servía a los ángeles tanto para subir
como para bajar, igualmente sabemos nosotros que un mismo amor se extiende a
amar a Dios y a amar al prójimo, levantándonos a la unión de nuestro espíritu
con Dios y conduciéndonos a la amorosa compañía de los prójimos, pero de tal
suerte que amamos al prójimo en cuanto es la imagen y la semejanza de Dios,
creada para comunicar con la divina bondad, participar de su gracia y gozar de
su gloria.
Amar al prójimo por caridad, es amar a Dios en el hombre o al hombre
en Dios; es amar a Dios por amor al mismo, y a la criatura por amor a Dios. Habiendo llegado el joven Tablas, acompañado
del ángel Rafael, a casa de Raqüel, su pariente, al cual, con todo, era
desconocido, en cuanto Raqüel puso sus ojos en él, en seguida, como cuenta la
Escritura, volviéndose a Ana, su mujer, le dijo: ¡Cuán parecido es este joven a
mi prime hermano! Dicho esto, preguntóles: ¿De dónde sois, oh jóvenes, hermanos nuestros? A lo cual
respondieron: Somos de la tribu de Neftalí, de los cautivos de Nínive. Díjoles
Raqüel: ¿Conocéis a Tobías, mi primo hermano? Le conocemos, respondieron ellos.
Y diciendo él muchas alabanzas de Tobías, el ángel dijo a Ragüel: Tobías, de
quien hablas, es el padre de éste. Entonces Ragüel le echó los brazos, y
besándole con muchas lágrimas, y llorando abrazado a su cuello, dijo: Bendito
seas tú, hijo mía, que eres hijo de un hombre de bien, de un hombre virtuosísimo,
Asimismo, Ana, mujer de Ragüel, y Sara, hija de ambos, prorrumpieron en llanto
de ternura; ¡Oh ¿No veis cómo Raqüel, sin conocer a Tobías, le
abraza, le acaricia, le besa y llora de amor, abrazado a él? ¿De dónde proviene
este amor, sino del que tiene al viejo Tobías, su padre, a quien tanto se
parece este joven? Betulia seas - le dice -; mas ¿por qué? No ciertamente porque
eres un buen joven, pues todavía no lo sé: porque eres hijo de Tobías y te
pareces a tu padre, que es un hombre muy bueno.
Cuando vemos al prójimo creado a imagen y semejanza de Dios, ¿no
deberíamos decirnos, los unos a los otros: Ved cómo se parece a su Creador esta
criatura? ¿No deberíamos abrazarle, acariciarle y llorar de amor por él? ¿No
deberíamos llenarle de bendiciones? Más, ¿por amor a él? No, por cierto, pues
no sabemos si, de suyo, es digno de amor o de odio. ¿Pues por qué? Por
el amor de Dios, que lo ha formado a su imagen y semejanza y, por
consiguiente, lo ha hecho capaz de participar de su bondad, en la gracia y en
la gloria; por el amor de Dios, de quien es, a quien pertenece, en quien está,
para quien es y a quien se parece de una manera tan singular.
Por
esta causa, el amor divino no sólo ordena el amor al prójimo, sino que, muchas
veces, él mismo lo produce y lo derrama en el corazón humano, como imagen y
semejanza suya; pues, así como el hombre es la imagen de Dios, de la, misma
manera el amor sagrado del hombre al hombre es la verdadera imagen del amor
celestial del hombre a Dios. Pero este discurso del amor del prójimo requiere
un tratado aparte, por lo que suplico al soberano Amante de los hombres que lo
quiera inspirar a alguno de sus excelentes siervos, pues el colmo del amor a la
divina bondad del Padre celestial consiste en la perfección del amor a nuestros
hermanos y compañeros.
Del
celo o celos que debemos tener para con nuestro Señor
El corazón de Dios es tan abundante en amor, su bien es tan
infinito, que todos pueden poseerlo sin que, por esto, ninguno lo posea menos,
pues esta infinita bondad no puede agotarse, aunque llene todos los espíritus
del universo; porque, después que todo queda colmado de ella, su infinidad se
conserva toda entera, sin la menor disminución.
El sol no mira menos una rosa, aunque mire mil millones de otras flores, que si
la mirara a ella sola. Y Dios no derrama menos su amor sobre un alma, aunque
ame a una infinidad de ellas, que si amase a aquella sola, pues la fuerza de su
amor no disminuye un punto por la multitud de rayos que despida, sino que
siempre permanece en toda la plenitud de su inmensidad.
El
celo que hemos de tener para con la divina Bondad es ante todo odiar,
ahuyentar, estorbar, rechazar, combatir y derribar todo lo que es contrario a
Dios es decir a su voluntad, a su gloria y a la santificación de su nombre. Aborrecí la
injusticia - dice David - y la detesté”. ¿N
o es así, Señor, que yo he aborrecido a los que te aborrecían? ¿Y no me
consumía interiormente, por causa de tus enemigos? Mi celo me ha hecho
consumir, porque mis enemigos se han olvidado de tus palabras. Contempla.,
Teótimo, a este gran rey. ¡De qué celo está animado. No
odia simplemente la iniquidad, sino que abomina de ella; se consume de pena, al
verla; se desmaya y desfallece, la persigue, la derriba y la extermina. De
la misma manera, el celo, que devoraba el corazón de nuestro Salvador hizo que
arrojase y que, al mismo tiempo, vengase la irreverencia y la profanación que
aquellos vendedores y traficantes cometían en el templo.
En
segunda lugar, el celo nos hace ardientemente celosos por la pureza de las
almas, que son esposas de Jesucristo, según dice el Apóstol a los Corintios: Yo soy amante celoso
de vosotros en nombre de Dios, pues os tengo desposado; con este único Esposo,
que es Cristo, para presentaras a Él como una casta virgen. Con lo
cual quiere decir el glorioso San Pablo a los Corintios: He sido enviado por Dios
a vuestras almas, para tratar del matrimonio de una eterna unión entre su Hijo
nuestro Salvador y vosotros; yo os he prometido a - Él para presentaros como
una virgen casta a este divino Esposo, y he aquí porque estoy celoso; mas no
con celos propios, sino con los celos de Dios, en cuyo nombre he tratado con
vosotros.
Estos
celos, Teótimo, hacían morir y desfallecer, todos los días, a este santo
Apóstol: No hay
día - dice - en que yo no muera por vuestra gloria. ¿Quién enferma, que
no enferme yo con él? ¿Quién es escandalizado, que yo no me abrase?
Ved qué cuidado y qué celos el de una gallina clueca para con sus polluelos,
pues nuestro Señor no juzgó esta comparación indigna de su Evangelio. La
gallina es un animal sin valor y sin generosidad, mientras no es madre; pero en
cuanto llega a serlo, tiene un corazón de león, siempre con la cabeza erguida,
siempre con los ojos vigilantes; siempre volviendo la vista a todos lados, por
insignificante que sea la apariencia de peligro para sus pequeñuelos; no se
presenta enemigo ante sus ojos, contra el cual no se lance, en defensa de sus
polluelos, por los que tiene una solicitud continua, que la hace andar siempre
cacareando y gimiendo. Y, si alguno de sus pequeños perece, ¡qué pena! ¡Qué
cólera! Es el celo de los padres y de las madres para con sus hijos; de los
pastores, para con sus ovejas; de los hermanos, para con sus hermanos. ¡Qué
celo el de los hijos de Jacob, cuando supieron que Dina había sido deshonrada!
¡Qué celo el de Job, ante el temor de que sus hijos ofendiesen a Dios! ¡Qué
celo el de San Pablo para con sus hermanos según la carne y para con sus hijos
según Dios, por los cuales hasta deseaba ser apartado de Cristo, como un
criminal digno de anatema y excomunión! ¡Qué celo el de Moisés para con su pueblo,
por el cual, en cierta ocasión, quiso ser borrado del libro de la vida!
No hay comentarios:
Publicar un comentario