24 DE ENERO
SAN TIMOTEO, OBISPO
Y
MARTIR
Epístola – I Timoteo; VI, 11-16
Evangelio – San Lucas XIV, 26-33
La
víspera del día en que vamos a dar gracias por la Conversión del Apóstol de los
Gentiles, nos trae la fiesta de su discípulo más querido. Timoteo, compañero de
Pablo, el amigo a quien el gran Apóstol escribió su última carta, poco antes de
derramar su sangre por Jesucristo, viene ahora a esperar a su Jefe junto a la
cuna del Emmanuel. Allí encuentra ya a Juan el Discípulo Amado; con él
participó de los cuidados de la Iglesia de Efeso. Saluda también allí a Esteban
y a los demás Mártires que le precedieron. Finalmente, es portador ante la
Virgen María de los homenajes de la cristiandad de Efeso, que ella santificó con
su presencia. Comparte esta ciudad con Jerusalén la gloria de haber poseído a
la que fué no sólo testigo como los Apóstoles, sino instrumento de la salvación
de los hombres, en su calidad de Madre de Dios. Leamos ahora, en el Oficio de
la Iglesia, el breve relato de sus hechos. Timoteo, natural de Listris, en Licaonia, de padre gentil y madre judía, practicaba ya la religión
cristiana, cuando llegó el Apóstol Pablo a aquella región. Llamóle a este la atención la fama de la
santidad de Timoteo, y le tomó por
compañero de sus viajes; condescendiendo con los judíos que se convertían a
Jesucristo, los cuales sabían que el padre de Timoteo era pagano, se determinó a circuncidarle. Al
llegar ambos a Efeso, ordenóle
el Apóstol de Obispo, para que gobernara esta Iglesia. Escribióle Pablo dos
Epístolas, la una desde Laodicea
y la otra desde Roma, con el fin de
darle normas para el ejercicio de su cargo pastoral. No podía sufrir Timoteo que se ofreciese a
los ídolos de los demonios los
sacrificios que sólo a Dios son debidos. Cierto día en que los habitantes de
Efeso inmolaban víctimas a Diana en una de sus fiestas, trató de apartarles de semejante impiedad, pero fué
apedreado por ellos. Retiráronle
los cristianos medio muerto, llevándole a un monte próximo a la ciudad, donde
durmió en el Señor, el nueve de
las calendas de febrero. Honramos en ti, oh santo Pontífice, a uno de los
primeros eslabones de la cadena que nos une a Cristo; apareces a nuestra Vista
iluminado por las enseñanzas de tu maestro. Inundado ahora de luz eterna,
contemplas sin celajes al Sol de justicia. Sénos propicio a nosotros que no
podemos verle mas que a través de los velos de su humildad; haz que al menos le
amemos y merezcamos verle un día en su gloria. Para aligerar la carga de tu
cuerpo, sometiste tus sentidos a una rigurosa penitencia, que Pablo trataba de mitigar:
ayúdanos a someter la carne al espíritu. La Iglesia lee continuamente los
consejos que te dió el Apóstol a ti, y en ti, a todos los pastores, con respecto
a la elección y conducta de los miembros del clero; danos Obispos, Sacerdotes y
Diáconos adornados de todas las cualidades que él exige en los administradores
de los Misterios de Dios. Finalmente, tú que subiste al cielo con la aureola
del martirio, tiéndenos una mano de ayuda a nosotros, obscuros luchadores, para que podamos elevarnos hasta
aquella morada en que el Emmanuel recibe y corona a sus elegidos para toda la
eternidad.
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